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Seminario
El psicoanalista y la práctica hospitalaria

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psa-htal@edupsi.com

Organizado por : PsicoMundo

Coordinado por : Lic. Mario Pujó


Clase 4
La interconsulta:
Una práctica del malestar
Silvina Gamsie

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La práctica de la interconsulta no deja de presentar ciertas dificultades a quienes siendo analistas, pertenecemos a un Servicio de psicopatología. Me refiero a los obstáculos que se nos plantean al participar de dispositivos no estrictamente analíticos, es decir, no basados específicamente en la asociación libre y la interpretación. Ya que en la interconsulta no somos llamados como analistas, sino en tanto "psicopatólogos", es decir como representantes de una de las tantas especialidades del hospital polivalente. Se nos considera "especialistas" capaces de resolver situaciones complejas, como hacer por ejemplo un diagnóstico diferencial, o ayudar a constituir o completar un diagnóstico ahí donde el diagnóstico médico no cierra, es dudoso o falta. El pedido médico es el de que ayudemos a precisar si un fenómeno es de orden conversivo u orgánico, si pertenece a su competencia, o si, de lo contrario, debe abandonar el caso y remitírnoslo a nosotros. La consulta a psicopatología suele estar formulada en esos términos.

Ahora bien, en tanto psicoanalistas, lo que primero hacemos es escuchar quién, qué y para quién demanda. Porque si es verdad que estamos habituados a trabajar con lo que no funciona, es también cierto que lo que no funciona exige ciertas condiciones para que podamos operar sobre ello. Debe ser formulado de manera tal que implique de parte de quien se dirige a nosotros, cierta interrogación sobre ese malestar. Quiero decir que no cualquier cosa deviene síntoma, interrogando al sujeto, y que para que lo haga, es necesario una determinada puesta en forma del síntoma y de la demanda que lo vehiculiza.

En el plano de la interconsulta el camino parece allanarse cuando percibimos desde el inicio que el médico mediatiza en realidad un pedido de los pacientes. Es decir, un pedido de los padres o de los niños que ante la irrupción de la enfermedad, la proximidad de una muerte incalculada, la inminencia de una intervención traumática, ven conmovida su rutina, se confrontan con algo que deja de funcionar, y ante su angustia, piden hablar con alguien que los pueda escuchar. Son los casos menos frecuentes, en los que se trataría más de una consulta que de una interconsulta. Aún si podemos convenir que detrás de cada uno de estos pedidos hay un más allá que atañe a la interconsulta, en la medida en que seguramente hay algo de la transferencia que el médico no pudo sostener en estas situaciones en el límite de su intervención.

Los analistas de niños estamos habituados a esta dimensión de la transferencia en la clínica, en la que alguien pide por y para otro, en nombre de otro, transferencia que no atañe sólo a los niños sino justamente a los padres de esos niños por los que nos consultan. Y en esos tratamientos, como parte de ellos, tratamos de restituir a los padres en su función, de que algo del lugar del saber que estos encarnan en la infancia se resitúe, y de que en caso de que vuelva a surgir alguna pregunta, ésta no tome ya al hijo como causa de esa misma interrogación.

Podríamos decir que en la interconsulta está también en juego la restauración de un saber, el hecho de reinstalar al médico en su posición. Llamados en los impasses del accionar médico, ahí donde algo no funciona, apuntamos a contribuir a que el médico pueda retomar las decisiones que le competen.

Esto nos lleva a tener que situar algunos aspectos de la transferencia, tanto del lado de los pacientes como del lado de los médicos. Sería necesario poder precisar los alcances de la misma cuando se trata de una institución multifacética, como lo es un hospital general. ¿Cuáles son las modalidades de esta transferencia? ¿Cómo nos es dable operar sobre ella, para producir efectos de orden analítico, aún cuando no se trata de una situación propiamente analítica?

Para empezar, los pacientes que llegan al hospital aquejados de una afección, tienen algún tipo de transferencia con la institución, a la que le atribuyen presumiblemente un saber sobre la enfermedad. Uno podría agregar, en relación a nuestro hospital, el Hospital de Niños, que es un significante ligado a los nombres de los padres de la pediatría latinoamericana de otrora.

Esta transferencia es masiva e indiferenciada a causa de los efectos desubjetivizantes inherentes a la propia institución; cualquiera que lleve un delantal blanco o se diga perteneciente a determinado servicio es pasible de representarla, y podrá responder desde esa suposición de saber que hace el paciente en la medicina, y en los médicos en su conjunto.

Es habitual que ante sus preguntas, los pacientes reciban respuestas de distintos profesionales, sin inmutarse por ello; algo que se ve facilitado por la progresiva desaparición de las figuras que en los hospitales encarnaban el saber. El desarrollo tecnológico de la medicina entraña la desaparición del médico de cabecera y esto acarrea a su vez en la interconsulta la dificultad adicional de no poder ubicar habitualmente un interlocutor capaz de dar cuenta de la historia clínica de un determinado paciente. Así, es frecuente que el que pide la interconsulta no sea el que responde por el paciente, o que el médico que lo hace, lo haga como representante del grupo de los médicos de la sala. Los pedidos pueden estar firmados sin su correspondiente aclaración, lo que complejiza la identificación de un médico que pueda responder por las maniobras que el tratamiento requiere. Todo lo cual tiende a diluir y a anonimizar la responsabilidad.

Tenemos por otro lado a los médicos --a quienes el espíritu de cuerpo tiende a homologar y fusionar--, en transferencia en primer lugar con el discurso médico y con el saber que éste supone. En segundo lugar es evidente una transferencia con nuestro hospital, al que eligen entre otros para realizar su formación; esto lo instituye como soporte de un ideal y garantía del propio accionar, capaz de brindarles los conocimientos y los medios adecuados para ejercer aquello para lo que fueron preparados, curar a sus pacientes, vencer la enfermedad. Los años van estableciendo diferencias en la relación que evidencian con el hospital, los residentes y los médicos de planta, en razón de su momento de formación, las expectativas, las ilusiones y desilusiones transcurridas, el estado de la salud pública.

Cuando hablamos de transferencia, no lo hacemos, por supuesto, en sentido estricto, ya que ésta supone un sujeto a un saber, mientras que por efecto de grupo la institución tiende a anonimizarlo. Pero si concebimos la relación médico--paciente y las relaciones entre servicios en términos transferenciales en sentido amplio, podríamos decir que existe una clara distinción entre aquellos servicios reconocidos como brindando una medicina de alto nivel, y aquellos otros que por el contrario son mucho menos valorizados. Aspectos todos que están presentes cuando respondemos a ese pedido que se nos transmite a través de una hojita de recetario afichada en las paredes del servicio de psicopatología. Es imprescindible que prestemos atención a los términos en que está concebido ese "papelito", las palabras con que se lo ha redactado, del mismo modo que la clínica nos enseña a atender las primeras palabras con las que se inicia una consulta.

En relación a la transferencia "interservicios", se podría afirmar que un equipo de interconsulta es siempre pasible de críticas por una razón estructural, ligada al tipo de demandas que se le dirigen. Algo generalizable a la mayoría de los servicios de psicopatología en los hospitales. Porque, ¿qué se espera de nosotros --qué se espera en sentido más general del psicoanálisis, de la psicología o de la psicopatología--, más allá de los prejuicios que dentro de las instituciones hospitalarias pueden tener los médicos en relación a aquéllos de sus colegas que se ocupan de lo que no funciona en el campo de la locura?

Se hace evidente la ilusión fantasmática de un saber total que nos es atribuido y respecto del que se pretende deberíamos estar a la altura de sostenernos. Como lo experimentamos habitualmente, la desilusión o las quejas recurrentes que se dirigen contra estos equipos, es directamente proporcional al monto de las expectativas que las provocan.

Puesto que es en el punto en que el médico no puede sostener la transferencia que en tanto agente de una ancestral sabiduría sobre la vida y la muerte suscita en sus pacientes, que suele dirigirnos su pedido, y pretende que tomemos su relevo. Esta atribución de saber es a veces tan peligrosamente confortable que, si la aceptamos, corremos el riesgo de transmutarla en una franca transferencia de responsabilidad: "Háganse cargo de lo insoportable, ustedes que deben saber qué hacer y qué decir ante el dolor, la muerte, la miseria, el incesto ...".

Ahora bien, no podemos exigir a los médicos, como no exigimos a los pacientes, que sepan recortar aquello que es dable o plausible esperar. La responsabilidad de aceptar o no cierto tipo de demanda, recae sobre nosotros incluida la de alentar la ilusión no sólo de que existen todas las respuestas, sino además de que podríamos disponer de ellas.

Más allá de lo que evidentemente esperan de nosotros y no podemos absolutamente proporcionar, ¿cuál debería ser nuestra posición frente a este tipo de demandas?

Aún a riesgo de generalizar excesivamente, me parece que en principio sería conveniente no precipitarse, en el hacerse cargo del pedido médico, ni automáticamente y sin mediaciones, del paciente y su padecimiento. Y esto, porque no intervenimos allí de un modo puramente asistencial, habiendo aceptado como función intentar operar sobre el pedido que los médicos nos formulan, contribuyendo a resituar ese pedido, dando paso a su pregunta comprometida. Lo que no implica, desde luego, desentendernos de su angustia.

Es importante entender que interrogar lo que no funciona no significa identificarse a ello. Y que es frecuente transponer imperceptiblemente ese límite impreciso de lo imposible al que somos convocados a través del pedido de hacernos cargo de algunas de las formas del horror: la extrema pobreza, el abandono, los niños golpeados, la mala praxis, etc.

Es llamativo que en la mayoría de los hospitales, los servicios de psicopatología sean sospechados de cierta desidia, cuando no de una franca inoperancia. Más sorprendente aún, para quienes conocemos esos servicios, atiborrados de pacientes y de terapeutas comprometidos con su trabajo y con su formación, que dejan muchas veces lo mejor de sí a cambio de una remuneración baja o inexistente.

Los que nos desempeñamos en la interconsulta sabemos que nuestra tarea juega un papel importante en lo que hace a la reputación de psicopatología. Representa en cierto aspecto al servicio, constituyendo la cara que se ofrece a la demanda interna de la institución, siendo al mismo tiempo testigos de lo que en ella no funciona. En ambos casos, actúa interrelacionando al servicio con los demás servicios.

Si en lugar de interrogar el malestar que motiva la demanda a interconsulta, aceptamos su transferencia, el no poder darle una respuesta mínimamente satisfactoria, nos hará pasibles de una probable acusación de ineficacia. Ya que al pretender hacernos cargo de la imposiblidad, correremos más bien el riesgo de ser identificados a la impotencia.

Esto lleva necesariamente a revisar nuestra posición interrogándonos acerca de porqué tantos años de intervención en el hospital en el terreno de la interconsulta, y desde el psicoanálisis, no han contribuido, sin embargo, a desmedicalizar la posición del médico en relación a su acto. ¿Podríamos pensar que la impresión de empezar de cero, que se renueva ante cada pedido, es inherente a la estructura del dispositivo de interconsulta y al devenir mismo de la medicina? Me refiero a la transferencia, antes referida, que un equipo hace a otro de un paciente, en el sentido de un "háganse cargo ustedes, no es de nuestra competencia", y a los pedidos concomitantes de acallarlo. El avance tecnológico y la hiperespecialización, el eficientismo en la aplicación de procedimientos cada vez más sofisticados, y una farmacología más afinada se inscriben en un proceso de este orden.

Esta forma que adoptan los pedidos a interconsulta, no puede ser sólo atribuible a los médicos, pues seguramente hay en el tipo de respuestas que ofrecemos a sus demandas en el plano asistencial, algo que agranda la brecha entre el equipo de psicopatología y los distintos servicios de un hospital.

Una manera posible de abordar esta dificultad, consiste en recordar una de las afirmaciones de Jacques Lacan en su intervención "Psicoanálisis y medicina", realizada en 1966, en la Salpetrière, ante el Colegio de Medicina y publicada en las Lettres de l ‘Ecole Nº 1. Lacan sostiene entonces, que la medicina como tal sólo podrá sobrevivir siempre y cuando el medico esté informado, tanto como pudiera estarlo, de aquello que denomina la "topología del sujeto". Topología que alude evidentemente a la distancia que separa la demanda del deseo.

En lo que nos compete, la demanda al médico, esta distancia se refiere a aquello que habitualmente obstaculiza su accionar, el tratamiento de la enfermedad. Y es que, muchas veces, el médico confunde la demanda explícita de curación con lo que esta demanda vehiculiza. Confunde -lo que provoca su malestar en relación al paciente-, esta demanda de curación con la curación misma, olvidando que puede estar en juego un desafío al saber de la medicina, la búsqueda del enfermo de una confirmación en su condición de tal, o la constatación de la gravedad de una situación que no sería más que el punto de llegada de un destino.

Advertir al médico sobre la fractura estructural que existe entre demanda y deseo, no significa, sin embargo, esperar que sea capaz de realizar su lectura. Ni mucho menos pretender convertirlo en psicoanalista. Este es uno de los espejismos habituales que suelen afectar a los equipos de interconsulta, en una manera equívoca de entender la idea de "restituir al médico en su función" a la que invocamos como finalidad de nuestro accionar. No debería extrañarnos que este tipo de intervenciones conduzca a muchos médicos a parapetarse en respuestas que se sostienen en la proliferación de procedimientos tecnológicos sofisticados o en una farmacología más compleja, conduciendo por ende a un fortalecimiento de la medicalización de su relación con el paciente.

Tal como lo desarrolla Foucault, en su libro "La vida de los hombres infames", en un capítulo que se llama justamente "Historia de la medicalización", entiendo por tal "el hecho de que la existencia, la organización social, el comportamiento, el cuerpo humano, se vean englobados a partir del siglo XVIII en una red de procedimientos técnicos, farmacológicos, sanitarios, cada vez más densa y más amplia que cuanto más funciona menos escapa a la medicina". Proceso que se extiende progresivamente y se impone a partir de la Segunda Guerra Mundial como modelo de organización, e implica que tanto la salud, como el "derecho" a la misma, se convierten en una cuestión de Estado. De ser una preocupación individual atinente a la relación que cada sujeto establece con el cuidado de su propio cuerpo, el "derecho" de cada ciudadano a mantenerlo en estado saludable pasa a ser un deber para con la sociedad.

Foucault demuestra que, como efecto de esa medicalización, la medicina desborda su campo tradicional, circunscripto por la demanda del enfermo y su sufrimiento, que restringían su accionar al terreno de aquellos "objetos" que denominamos enfermedades. La medicina, respondiendo a las exigencias de un Estado más atento a las condiciones sanitarias de la población en su conjunto que a la demanda privada de los ciudadanos, "se impone al individuo, esté o no enfermo como obligatoriedad".

Ejemplos de ello, los exámenes requeridos por los empleadores, incluido el de HIV -que puede ser solicitado sin el consentimiento, e inclusive, sin el conocimiento de los postulantes-, los exámenes prenupciales obligatorios, o las pericias psiquiátricas estipuladas por un juez para determinar la imputabilidad de alguno de los intervinientes en una causa judicial, estén o no acusados de haber cometido algún delito, y poder dictar sentencia.

Este creciente sistema de medicalización de la organización social encuentra su apoyo y adquiere su pleno desarrollo en y gracias a la estructura que ofrece la red de servicios de salud. Como interconsultores alcanzados por sus requerimientos, vehiculizados por las demandas de sus agentes privilegiados, es decir, los médicos de cada hospital, no podemos desconocer sus efectos ni su magnitud.

Como manifestación del mismo, el avance de la informática en el terreno de la medicina permite calcular, la dimensión a la que tiende a quedar reducida la relación del médico con su paciente. Es interesante observar, al respecto, cómo un artículo periodístico aparecido hace algún tiempo en el diario Clarín de Buenos Aires, se maravillaba por el desarrollo de la "telemedicina" (transmisión informática de datos e imágenes medicas a distancia), tecnología que brinda la posibilidad de diagnosticar y aún prescribir un tratamiento adecuado, a un paciente alejado a miles de kilómetros del profesional. Este complejo mecanismo de medicina remota -"a control remoto"-, cumplirá también su papel en la formación de los médicos en las universidades, en dónde los "simuladores de paciente" permitirán a los alumnos conversar con una computadora que les informa sobre sus más extraños males, y puede, al mismo tiempo, discutir un diagnóstico, aceptarlo o corregirlo, cuando los estudiantes indiquen un tratamiento erróneo. El artículo alababa las ventajas de un avance tecnológico que, en caso de guerra, permitiría la atención a distancia de miles de soldados, por un reducido equipo de médicos, instalado fuera de la zona de combate, y capaz de indicar los procedimientos a seguir. Asimismo, la "observación telequirúrgica" posibilitaría a un cirujano, ser asistido por otros especialistas que observarán su desempeño, a través de una pantalla. El colmo lo constituye "la cirugía con telepresencia" que faculta al especialista a intervenir directamente en la operación, manejando a distancia el instrumental robotizado instalado en el quirófano.

Esta intrusión de la "realidad virtual" creada por las computadoras, como en las famosas "fatalities" de los videogames, ¿no contribuye a ahondar aún más la brecha entre el deseo y la demanda, al conducir a esta última, no hacia el deseo que vehiculiza, sino, por el contrario, a achatarla sobre el plano de la necesidad? Se ve, efectivamente, que aquí, lo que se pide, es decodificado, descarnadamente, desde la óptica de una pura intervención sobre un cuerpo distante.

Todos estos procedimientos contribuyen, en todo caso, a acentuar la tendencia cada vez más creciente, a privar al paciente de la palabra del médico, en la ilusoria suposición de que ella es prescindible. Y precipitan la fusión de aquél, "su figura y su autoridad", en el magma de una medicina anonimizante. La que si en alguna medida se revela capaz de facilitar cierto tipo de transferencia a la máquina, obstaculiza al mismo tiempo toda posibilidad de transferencia analítica, en sentido estricto; es decir, una que pudiera favorecer el despliegue de la interrogación del sujeto sobre su enfermedad y sobre su deseo.

Porque volviendo sobre lo que promueve el pedido a interconsulta, entiendo que este se produce cuando, entre la demanda de curación del paciente, el deseo de curar del médico y la vuelta de esa demanda sobre el propio sujeto bajo la forma de un "déjate curar", aparece una fractura. Fractura que suele poner de manifiesto la resistencia por parte de los pacientes a esto que denominábamos "su" medicalización, y expresa una reivindicación de su derecho a vivir, enfermarse o morir, según su propio deseo. Es decir, una tentativa de escapar a la obligatoriedad de los cuidados curativos como exigencia social, tentativa que a su vez, instala a los médicos en una dimensión ética. Y que, por situarse frente al plano de la demanda, no podría ser sino una ética de la respuesta.

Se habla mucho, en los últimos tiempos, de la conveniencia de constituir comités de bioética en cada hospital, como instancias a ser convocadas cuando una de las decisiones a tomar desde lo médico sería justamente la de no intervenir. Y es que los equipos tratantes, en su desempeño, se ven afectados por el entrecruzamiento y la coexistencia de distintas instituciones. La hospitalaria por un lado, los colegios de medicina que rigen el accionar de los médicos por otro, las instituciones judiciales que supervisan eventualmente ese accionar -aún más presentes cuando se trata de instituciones públicas-, y, por último, pero no por ello de menor peso, la familia como institución, en particular cuando los pacientes que nos ocupan son niños.

Surge entonces una pregunta que no puede pasar inadvertida a quienes trabajamos con ellos, y que formularíamos de la manera siguiente: ¿De quién son esos niños? ¿Quiénes son sus más adecuados cuidadores? ¿A quiénes incumbe en los casos límites la última decisión?

Un ejemplo. Uno de los médicos que atendían a un adolescente terminal, ante la negativa de sus padres a someterlo a una nueva intervención quirúrgica (que no podía evitar su sufrimiento ni su muerte), realiza por su cuenta, y en desacuerdo con las opiniones de otros colegas, una presentación judicial que priva a los padres de la patria potestad. El juez ordena entonces la intervención desoyendo el deseo de los padres de dar a su hijo, ya que no nuevamente la vida, al menos una muerte digna. Este médico no supo, o no pudo, interpretar el pedido de esos padres, renunciando al lugar que ellos le habían conferido para tomar una decisión médica, y deja esa decisión en manos de un juez.

Otro caso. El diagnóstico de HIV en un bebé descubre que los padres son también portadores. La interconsulta se produce ante la negativa de la madre a tomar AZT, negativa que efectiviza una aparente contradicción entre la demanda de curación y el deseo que se pone en juego. ¿Debería ser realizada esa curación a cualquier precio? La reacción desfavorable del paciente ante los efectos adversos del único remedio propuesto hasta ese momento por la ciencia, como capaz de retrasar los avances de una enfermedad que inexorablemente conduce a la muerte, es evidente. Pero lo es también el descreimiento de los médicos en la eficacia de su propio accionar, cuando la medicina se reduce a desempeñar un papel meramente paliativo. Si para los médicos que intervienen en el caso, la suerte de este chiquito está jugada en lo inmediato, y la de sus padres en un futuro no muy mediato, es inevitable que se produzca el descrédito del enfermo en los beneficios de dicha medicación. Lo que no implica un no deseo de vivir, sino una toma de decisión respecto del cómo.

El enojo despertado por un paciente que pone en evidencia las propias dudas sobre la eficacia de los procedimientos, no hace más que revelar este aspecto a menudo descuidado, que es la cada vez más manifiesta dificultad de algunos pediatras de tomar en cuenta la particularidad de cada niño y la de sus padres. Como si pretendieran desentenderse de que el médico se entrega él mismo en el objeto médico que prescribe, sea un estudio, un remedio o simplemente una indicación de cuidados.

Otro ejemplo interesante es el dispositivo establecido en una sala de niños graves, cuyos encargados, aún reconociendo que los padres necesitan la palabra de un mismo médico que los acompañe a lo largo de la internación, han ideado, sin embargo, un sistema de rotación permanente. Dispositivo que atiende a su propia intolerancia ante un dolor -el de los padres- que les impide, después, ocuparse del pequeño con la "cabeza fría".

Una propuesta de trabajo grupal con esos padres, surgida de la misma sala, puso de relieve esta dificultad. La tarea, tal como fue propuesta, apuntaba a crear un ámbito donde conocer el modo en que la información era recibida por los padres. Aún cuando eran los propios médicos quienes lo solicitaban, manifestaban claramente su reticencia a participar, y sólo se imaginaban su presencia en el grupo en calidad de observadores silenciosos. Podría pensarse que la propuesta se encaminaba aparentemente a mejorar la fluidez del diálogo y la calidad de atención. Pero, aceptar linealmente esta demanda, suponía avalar el implícito rechazo a los padres, y a que sus dichos interfirieran en el desempeño "técnico- profesional" de cada médico, rechazo puesto en juego en esa pretendida presencia silente. La que, finalmente, no haría más que privar a los padres de la palabra de aquellos en cuyas manos han puesto la vida de sus hijos.

No está demás insistir en que en este servicio, la rotación de los profesionales asegura que los pacientes sean de todos y de ninguno. Y que los residentes que se encuentran a cargo del seguimiento de los niños, tienen vedado dar información alguna sobre su evolución a los padres. Ella sólo puede ser proporcionada por el médico de planta, quien rota a su vez de sector.

Este dispositivo hace desvanecer evidentemente la figura del médico de cabecera, y está concebido, como decía, para evitar el dolor del médico. ¿No se descuida entonces ese otro aspecto que hace a la función del médico, el de contribuir a mitigar el dolor de los padres de un niño gravemente enfermo?

Se produce así un corrimiento del acento, de centrarse en el sufrimiento del paciente pasa a privilegiar el sufrimiento del médico. Se avanza así, hacia la ilusión de una medicina cada vez más aséptica, una medicina afectada también ella por el discurso minimalista posmoderno, que describe sin tomar partido y sin hacerse cargo de los efectos que ese mismo discurso es capaz de producir.

No pudiendo desconocer esta realidad, el desafío se nos presenta en cada lugar y de acuerdo con las particularidades de cada equipo médico, de cada servicio y de cada hospital que nos llama a intervenir. Se tratará entonces, de poder escuchar ese "háganse ustedes cargo de lo insoportable" sin forzar a los médicos a tolerar algo para lo que se sienten cada vez menos preparados. Como en el cuento de Caperucita tendremos que tomar, por el momento, el camino más largo, para lograr lo que nos proponemos en interconsulta, y que resumimos en ese "restituir al médico en su función". Lo que, de acuerdo con lo que veníamos exponiendo significa que pueda soportar la transferencia que suscita su figura en sus pacientes, más allá y a pesar del desarrollo tecnológico y de las carencias contrastantes de la atención pública de la salud. Y aceptar, entonces, ubicarnos en la posición de "bisagra", entre el médico, el paciente y su deseo.

 


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