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Seminario
Fundamentos clínicos del
acompañamiento terapeutico

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at@edupsi.com

Organizado por PsicoMundo

Dictado por : Gabriel Pulice y Federico Manson


Clase 4
La función del acompañante terapéutico y su inclusión en la estrategia de un tratamiento.


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A partir del sintético recorrido que realizamos en la clase anterior —en donde una de las variables que nos interesaba destacar es la heterogeneidad de los factores puestos en juego en su surgimiento— observamos que, justamente como consecuencia de ello, la función del acompañante terapéutico fue cobrando características asimismo heterogéneas, de acuerdo a esos diversos ámbitos en los que se fue desarrollando su inserción. De este modo, si bien fue pronto diferenciándose —según decíamos— tanto del enfermero como del terapeuta y los demás recursos que suelen participar en el tratamiento de pacientes con trastornos graves, perduró sin embargo la dificultad para definir su función específica. Lo que hace preciso sostener, por lo tanto, la pregunta acerca de cuáles serían entonces los rasgos distintivos de su labor, y qué es lo que determina la eficacia en sus intervenciones. La tendencia más frecuente, el pensamiento que suele surgir en primera instancia con un impulso casi automático, es que habría de poder compendiarse cierto «Universo de conocimientos» que pasarían a configurar «El Saber del Acompañante». El cual haría posible entonces, a partir de su aprendizaje y ejercitación, saber cómo intervenir en toda situación, a la manera del Maestro de esgrima —el personaje protagónico de la conocida novela de Arturo Pérez-Reverte — en su búsqueda de aquello que él mismo llamaba: «El Santo Grial» . Detengámonos por unos instantes en esa historia, dado que nos permitirá ilustrar en su complejidad algo de lo que nos interesa transmitir aquí.

Desde hacía muchos años Jaime Astarloa trabajaba en la redacción de un «Tratado sobre el arte de la Esgrima», el cual —según los entendidos— constituiría sin dudas una de las obras capitales sobre el tema. El propio autor, sin embargo, había comenzado a plantearse en los últimos tiempos serias dudas sobre su propia capacidad para sintetizar en hojas manuscritas aquello a lo que había dedicado su vida. Había una circunstancia que estaba en el centro de su desazón: para que la obra fuese el non plus ultra sobre la materia que la inspiraba «era necesario que en ella figurase el golpe maestro, la estocada perfecta, imparable, la más depurada creación alumbrada por el talento humano, modelo de inspiración y eficacia». Desde el primer día en que cruzó el florete con un adversario, don Jaime se había dedicado infructuosamente a ello. No obstante, «el viejo maestro de armas sentía cómo el vigor comenzaba a escapar de sus todavía templados brazos, y cómo el talento que inspiraba sus movimientos profesionales se iba desvaneciendo bajo el peso de los años». Día a día, el maestro de esgrima «intentaba inútilmente arrancar a los recovecos de su mente aquella clave que él sabía, por inexplicable intuición, oculta en algún lugar del que se empeñaba en no ser desvelada». Así pasaba muchas noches despierto hasta el amanecer, y otras —arrancado al sueño por alguna súbita inspiración— lo encontraban empuñando alguno de sus floretes con desesperada violencia frente a los espejos que cubrían las paredes de su pequeña galería, intentando concretar lo que minutos antes sólo había sido una fugaz chispa de lucidez en su mente dormida. Entonces se enfrascaba en su agónica e inútil persecución, «midiendo sus movimientos e inteligencia en silencioso duelo con su propia imagen, cuyo reflejo parecía sonreírle con sarcasmo desde las sombras».

No nos extenderemos hoy en aquello que tiene que ver propiamente con la trama de esta novela sobre la cual, además —y dado que les recomiendo enfáticamente su lectura—, tampoco voy a anticiparles el final. Sólo diremos que esa estocada, la «estocada perfecta», no fue justamente en una de esas noches de desvelo cuando por fin pudo él hallarla, sino que, por el contrario, ella tan sólo se le presentó —para su fortuna— en el preciso instante en que lo que se hallaba en juego era su propia supervivencia. Extraeremos sin embargo de allí algo que resulta de sumo interés para nosotros, y que son los epígrafes que acompañan el subtitulado de cada uno de los capítulos en que se jalona la narración, supuestos fragmentos del hasta entonces inconcluso «Tratado» que Don Jaime se proponía escribir:

Ataque falso doble

«Los ataques falsos dobles se usan para engañar al adversario.
Empiezan por un ataque simple».

Tiempo incierto sobre falso ataque

«En el tiempo incierto, como en cualquier otro movimiento arriesgado,
el que sabe tirar debe prever las intenciones del adversario,
estudiando cuidadosamente sus movimientos
y conociendo los resultados que estos puedan tener».

Estocada corta

La estocada corta en extensión,
normalmente expone al que la ejecuta sin tino ni prudencia.
Por otra parte, nunca debe hacerse la extensión
en terreno embarazado, desigual o resbaladizo».

Ataque de glisada

«La glisada es uno de los ataques más ciertos de la esgrima,
por lo que obliga necesariamente a ponerse en guardia.

Desenganche forzado

«Desenganche forzado es aquél con cuyo auxilio
el adversario ha logrado la ventaja».

De la llamada

«Dar una llamada, en esgrima, es hacer que el adversario
salga de su posición de guardia».

La pregunta que podemos hacernos a partir de la enunciación de todos estos movimientos propios de la esgrima, es si algo similar podría elaborarse respecto de la función y las intervenciones del acompañante terapéutico, si sería pertinente pergeñar la elaboración de algún manual así para definir de antemano los postulados generales necesarios para implementar, en cada situación, nuestra «estocada perfecta». Tal interrogante, podemos anticipar, tendrá una implicancia muy fuerte en términos de la posición ética desde donde pueda ensayarse su respuesta, dado que plantea la necesidad de un pronunciamiento respecto de cierta cuestión que le es esencial, y que es el modo de posicionarse en relación al Saber. Se podrá establecer, a partir de ello, cierta confrontación entre lo que sería una clínica orientada a la estandarización y generalización de sus conocimientos, sus métodos y sus «objetivos terapéuticos», por un lado, y aquello que denominaremos: una clínica del caso por caso. Pronto volveremos sobre ello. Hay que decir, sin embargo, que el hecho de que un acompañamiento se incluya en un dispositivo que responda a una u otra posición, no dejará de tener consecuencias respecto de la orientación en que ese trabajo de los acompañantes se habrá de desarrollar, al igual que de los resultados que de tal intervención puedan esperarse. Desde nuestro criterio, la función que un acompañante terapéutico desempeñará en el transcurso de un tratamiento resultará muy difícil —y con frecuencia, incluso, inconveniente— definirla completamente a priori, a partir de un lineamiento general, como algo estereotipado y universalizable más allá de su «ocasional» articulación al encuadre o a la orientación del trabajo clínico con un paciente en particular. Por el contrario, tenemos la convicción de que el lugar del acompañante sólo podrá definirse en base a la estrategia puesta en juego en determinado momento del tratamiento de un sujeto, sólo a partir de cuya singularidad podrá ir esbozándose con alguna precisión aquello que, sustancialmente, permitirá ordenar las intervenciones del acompañante tanto como las de los demás integrantes del dispositivo.

Sin embargo, solemos encontrarnos en la práctica cotidiana con otra realidad. En algunas instituciones «especializadas» en alguna área clínica del campo de la Salud Mental, por ejemplo, el acompañamiento terapéutico suele ser indicado en forma indiscriminada, como parte de una «propuesta terapéutica» diseñada para la atención de tal o cual «patología» tales como las «adicciones», la esquizofrenia, etc. Es bastante habitual que allí donde no se sabe muy bien cómo insertar a determinado paciente en tales «programas», según el caso, se lo «enchaleque» con psicofármacos o se le imponga un acompañamiento terapéutico, o ambas cosas a la vez. Es asimismo frecuente que el acompañamiento sea indicado tan sólo para rellenar horarios, e incluso es ofrecido a la familia de entrada, como parte del «menú», como un recurso «aconsejable» y, por supuesto, disponible para quienes lo puedan pagar... Esto ha llevado a una cierta degradación de su función —análogamente habitual en algunos ámbitos institucionales—, que tiene como una de sus más indeseables consecuencias la exposición, tanto del acompañante como del paciente, a situaciones de suma tensión, incluso de riesgo o de maltrato, como a menudo suelen observarse.

Evocaremos aquí un breve fragmento clínico que nos permite apreciar el modo en que, con lamentable frecuencia, se ponen en juego algunas de estas cuestiones. Se trata del caso de Ernesto, que ya hemos tenido ocasión de presentar en otro lugar1. Este paciente tenía por entonces 20 años, y había sido condenado por robos reiterados a varios años de prisión. No obstante, habiéndose contemplado su adicción a distintas drogas como la supuesta «causa» de sus delitos, se dispone judicialmente que inicie un tratamiento de rehabilitación. Es en esas circunstancias que él llega para ser internado en una conocida clínica psiquiátrica de la ciudad de Buenos Aires. Este paciente era portador, además, del virus HIV, sin manifestación de síntomas de la enfermedad. Cabe señalar que por esa época no había aún demasiada información sobre esta problemática, la medicación se limitaba al AZT y el pronóstico de su aplicación era por demás incierto. Era más bien la «época del terror», los pacientes morían en los hospitales, a los que acudían por lo general en un estado muy avanzado de la enfermedad, sin que los médicos pudieran hacer demasiado por ellos. Se la llamaba por entonces «la peste rosa», denominación que aludía al mismo tiempo a la fuerte coloración que se observaba en las erupciones de los enfermos, y a la suposición de que la enfermedad era privativa de los homosexuales. A pesar de ello, como veremos, apenas se tuvo en cuenta en la estrategia de trabajo del equipo la especificidad de esta situación... Respecto del inicio del acompañamiento, la clínica contaba con su propio equipo de acompañantes, que era coordinado por una psicóloga. Se organiza desde la llegada del paciente una cobertura de 24 horas, en turnos de 8 horas de duración. La consigna era, en un principio, que Ernesto no saliera bajo ningún punto de vista de su habitación, cosa que en los primeros días no resultó difícil cumplir dado que el paciente se encontraba totalmente sedado por la fuerte medicación con la que se lo recibió. No obstante, a los pocos días, en parte porque se reduce su medicación y en parte debido a su rápida asimilación de la misma —él era adicto, entre otras cosas, a los mismos psicofármacos con que se lo medicó—, el trabajo de los acompañantes terapéuticos pasó a ser prácticamente insostenible. Además, ante su insistente e incontenible demanda, el director de la clínica —que era quien lo medicaba— le concedió la salida de su habitación, generándose a partir de ello una serie de situaciones cada vez más complicadas: Ernesto comenzó a ir de aquí para allá deambulando por toda la institución, que por su disposición arquitectónica le posibilitaba establecer cierto recorrido circular... La consigna pasó a ser «seguirlo a todas partes», estar con él casi «cuerpo a cuerpo». Los turnos de ocho horas, por supuesto, comenzaron a resultar insoportables. Frente al intenso desgaste que esto significaba para los acompañantes, y ante sus fuertes reclamos hacia la coordinación, se decide en reunión de equipo reducir la duración de las guardias a seis horas, algo que apenas atemperó la tensión por entonces francamente creciente. Por su parte, además, los padres de Ernesto plantearon al poco tiempo la imposibilidad de continuar solventando económicamente las 24 horas diarias de acompañamiento. Cabe señalar que esta prestación era facturada por la clínica aparte de la internación, es decir, lo tenían que pagar los padres como un adicional que quedaba por fuera de la cobertura de su Obra Social —la cual sin embargo sí cubría el resto de los costos de internación, incluyéndose recursos que no se llegaron a utilizar—, aún cuando en ese momento el acompañamiento era, junto con la medicación, la base del «tratamiento». Como consecuencia de esta limitación planteada por los padres, el trabajo de los acompañantes fue reducido entonces a sólo doce horas diarias, coincidiendo esto con la realización, por parte del paciente, de una serie de actos de suma gravedad: mantiene relaciones sexuales con una compañera en condiciones por demás promiscuas —sin ninguna prevención, por supuesto, respecto del posible contagio del HIV —; roba del office de enfermería un frasco de Rivotril, distribuyendo a continuación este psicofármaco entre los demás internos, en su mayoría adictos y psicóticos, imagínense las consecuencias... A cada momento se originan, además, innumerables situaciones de agresividad no sólo hacia los acompañantes terapéuticos, sino también hacia varios de los otros pacientes... Finalmente, y cuando ya las cosas hacía rato que se les habían escapado de las manos, los directores de la clínica deciden derivarlo a un establecimiento de «mayor seguridad».

Nos hacíamos por entonces varias preguntas... ¿Desde qué lugar se puede plantear el seguimiento «cuerpo a cuerpo» en el tratamiento de un paciente como Ernesto, con tales características de impulsividad? De hecho, vemos cómo esa indicación llevó a situaciones cada vez más conflictivas, potenciando incluso la tensión que, en el vínculo con los acompañantes, ya casi desde el comienzo se vislumbraba. Por otra parte se abre otro interrogante: ¿a qué lugar es precipitado aquí el acompañante terapéutico? Observamos sin demasiado esfuerzo cómo, a partir de las consignas establecidas, él es apostado a cumplir una función de guardián, quedando ciertamente inhibido —a consecuencia de la fijeza de este rol—, para intervenir en cualquier otra dirección. El problema es que es allí un guardián absolutamente inerme, puesto a frenar con la única herramienta de su cuerpo el desborde de un sujeto que el propio dispositivo institucional no estaba pudiendo alojar...

Esta degradación de la función del acompañante terapéutico, bastante común en algunas instituciones, no descalifica, sin embargo, la creciente importancia y reconocimiento de su efectividad que por fortuna sí fue teniendo en otros ámbitos. Por el contrario, nos lleva más bien a preguntarnos si no hay otra práctica posible... Pensamos que sí, y esto es lo que intentaremos transmitir en nuestras clases.

Decíamos en el comienzo que, a nuestro criterio, la función del acompañante terapéutico sólo puede definirse en conexión con la estrategia de un tratamiento. Se hacen aquí necesarias, sin embargo, algunas aclaraciones: ¿Qué entendemos por «estrategia»? ¿Hay una sola «estrategia» posible, en el desarrollo de un tratamiento? Como podrán ver, en la medida que empezamos a desplegar el tema nos topamos con nuevas cuestiones a dilucidar, que nos llevarán a reintroducir, sin embargo, problemas de vieja data. La pregunta por los diferentes modos de concebir una estrategia de abordaje clínico, justamente, nos obliga a volver sobre la problemática que hace unos instantes comenzáramos a introducir respecto de las diversas formas de posicionarse en relación al saber. Hay que decir que esto viene de la mano de una tradicional oposición que por el momento, y tan sólo esquemáticamente, podríamos establecer entre el modelo médico y el psicoanálisis. Veamos el modo en que lo plantea Oscar Masotta2: «Hay un saber médico, el que se aplica, es obvio, a los objetos de su campo, mientras en psicoanálisis es el lugar mismo del Saber de lo que se trata. En el sujeto llamado paciente, está en juego una relación del goce, el deseo y la pulsión con los objetos de su Saber. Sería un mal médico quién ignorara la evolución y el tratamiento de ciertos males determinados; pero sería un pésimo psicoanalista quién pretendiera Saber sobre esos objetos de los cuales el paciente pretende ya Saber (en el sentido de la función), mientras que le son enigmáticos». Estas distintas posturas que él señala respecto del Saber, suelen traslucirse en el trabajo clínico en los diversos modos de concebir el diseño de una estrategia de tratamiento, siendo esto algo que va a tener consecuencias directas en la configuración de la función del acompañante. De este modo, una de las formas de considerar el concepto de «estrategia» es a partir de pensar que ésta supone un saber previo de parte del terapeuta acerca de la dirección que debe seguir un tratamiento, lo que es correlativo al conocimiento que asimismo se debería tener acerca de la evolución que tendrá el paciente, a partir de un diagnóstico también determinado de antemano. Consecuentemente, desde esta perspectiva, el acompañante terapéutico también deberá saber cómo intervenir en cada situación, cómo «manejar» al paciente, quien de este modo pasa a constituirse no como sujeto, sino como objeto de un tratamiento que le será impuesto. Según este criterio, las funciones del acompañante terapéutico también podrán ser definidas a priori. Esto es lo que vamos a encontrar, por ejemplo, en el texto de Susana Kuras de Mauer y Silvia Resnizky, Acompañantes terapéuticos y pacientes psicóticos, que pronto examinaremos más detenidamente. Hay sin embargo otra forma de pensar una estrategia, esto es, en función de la singularidad del sujeto, lo que nos priva de establecer un saber previo del lado del terapeuta acerca de lo que le pasa y le tendría que pasar a cada paciente. De lo que va a resultar que tampoco la función del acompañante terapéutico se podrá establecer a priori, o a partir del diagnóstico que a ese paciente se le asigna, sino que se irá delineando en relación al despliegue, en el marco del tratamiento, de su problemática subjetiva. Es dentro de esta línea que nosotros pensamos la clínica del acompañamiento, y que vamos a continuar trabajando en estas clases.

Detengámonos por unos instantes en el texto de Kuras y Resnizky, sobre el que, antes de todo, debemos decir que resulta para nosotros una referencia muy importante, entre otras cosas, por tener el mérito de ser el primer intento de establecer un desarrollo teórico sobre este tema. Las autoras son discípulas de Eduardo Kalina, y se han iniciado con él como acompañantes terapéuticas, según relatan en su libro. ¿Por qué lo ubicamos como enrolado en el modelo médico? Pronto veremos por qué, y vamos a ver también cómo se ubica la función del acompañante terapéutico desde esta perspectiva, en la cual la forma de pensar una estrategia terapéutica va a ser a partir del establecimiento de un diagnóstico: el texto está organizado de manera tal que nos son presentadas diversas «patologías» —pacientes esquizofrénicos, pacientes con riesgo suicida, psicópatas, drogadictos, etc.—, luego de lo cual, inmediatamente a continuación, se indica cuál debe ser el «manejo terapéutico» correspondiente, y cuáles son asimismo las funciones del acompañante terapéutico, para cada una de estas entidades clínicas. Veremos en primer lugar cuáles son, en términos generales, las funciones que ellas definen para el acompañante terapéutico, y luego consideraremos en forma más detallada cuáles son las que presentan más específicamente para algunos de los cuadros clínicos que allí describen. Estas funciones son ocho, dándose en el texto una breve justificación acerca de cada una ellas, sobre las que iremos apuntando —por nuestra parte— algunos señalamientos respecto de las confusiones que de tal sistematización se pueden producir.

La primera y fundamental, dicen, es contener al paciente. El acompañante terapéutico debe «ofrecerse como sostén, a la manera de un chaleco humano», frente a la ansiedad , la angustia o los miedos del paciente, como alternativa a la contención por medio de psicofármacos u otros recursos. Más allá de lo evidente que nos puede resultar esta función, conviene sin embargo preguntarnos: ¿qué quiere decir «contener al paciente»? El término puede resultar ciertamente problemático, por lo que sería conveniente despejar algunas cuestiones. En el caso de Ernesto, por ejemplo, veíamos cómo la contención del paciente por parte de los acompañantes terapéuticos terminó resultando imposible. El esfuerzo, incluso la audacia que los acompañantes puedan poner en juego en sus intervenciones, de ninguna manera pueden suplir la falta de continencia del encuadre, siendo necesario, a nuestro entender, para que el acompañante pueda participar en forma eficiente de tal contención, que el vínculo establecido por parte del paciente o la familia con el terapeuta o la institución sea ya continente, dado que de lo contrario el acompañante terapéutico es el principal candidato a terminar —por ser su posición, la mayoría de las veces, la más vulnerable del dispositivo— cargando con las peores consecuencias. La posibilidad de contención de un sujeto, por lo tanto, se dará en la medida en que se busquen en cada caso los recursos que posibiliten operar algún freno, que permitan acotar esos momentos de crisis, pero en donde sería imprudente determinar que esta sea una función del acompañante terapéutico en todos los casos.

La segunda de las funciones que definen allí es brindarse como modelo de identificación. El acompañante sería, en esta perspectiva, quien deberá mostrar al paciente modos de actuar y reaccionar en la vida cotidiana diferentes de los que él está habituado. Lo que sería terapéutico porque posibilitaría una ruptura con los modelos estereotipados de vinculación que —se supone— son los que llevaron al paciente a la enfermedad, permitiéndole de este modo adquirir nuevos mecanismos de defensa que le ayudarían a solucionar sus dificultades de adaptación. Esta sería, además, una vía propicia para «aprender a esperar y postergar», dándose de este modo por supuesto, asimismo, que tanto la ansiedad como la angustia —y sus fenómenos conexos— podrían controlarse a través de un adecuado aprendizaje. En íntima conexión con estas cuestiones, se postula la tercera función: prestar el yo. El acompañante, dicen, debe oficiar de yo auxiliar, asumiendo funciones que el yo del paciente no puede desarrollar, como por ejemplo organizar y cumplir con actividades tales como concurrir al médico, tomar la medicación, realizar una salida recreativa, etc. Observamos que estas dos últimas funciones se basan en el supuesto de que los modelos estereotipados de vinculación que gobiernan la vida del paciente podrían romperse, y adquirirse luego mejores mecanismos de defensa —junto con un mejor manejo de la ansiedad—, a través del trabajo sobre el yo de ese sujeto, por vía de la identificación, la cual se jugaría en este caso con el acompañante terapéutico, quien se ofrecería entonces como un Modelo de Salud Mental. Podemos señalar que, en Freud, queda claro que la identificación aparece como una instancia constitutiva del sujeto, pero nunca como un recurso terapéutico en el que se pueda sistematizar la orientación de todo tratamiento. Este es un tema polémico, que tendremos ocasión de retomar.

Pasaremos ahora a la cuarta función que ellas describen, que es: percibir, reforzar y desarrollar la capacidad creativa del paciente. Esto, dicen, tiene especial implicancia en la fase diagnóstica, en la que los acompañantes deben tratar de captar las capacidades manifiestas y latentes del paciente, sobre lo que luego se trabajará. Durante el proceso terapéutico, esto implicaría alentar el desarrollo de las áreas más organizadas en desmedro de los aspectos más desajustados, en donde esa canalización de las inquietudes del paciente tiene por objetivos «la liberación de la capacidad creativa inhibida» y «la estructuración de la personalidad alrededor de un eje organizador». Por nuestra parte, podemos preguntarnos aquí: ¿en base a qué elemento se podría calcular la capacidad creativa de un sujeto? ¿Cómo saber cuál es el resorte por el cuál ella quedó obstruida? No podemos dejar de estar advertidos de que tales puntos de detención suelen estar determinados por fuerzas subjetivas inconcientes muy poderosas, que no es en el espacio del acompañamiento, precisamente, donde podrán ser develadas. Empujar al sujeto a enfrentarse con ellas, a desafiarlas, cuando no ha sido aún neutralizado su poder, es con frecuencia lo que «sorpresivamente» y «contra todo lo esperado» hace que, ante la imposición de tales estímulos o «metas terapéuticas», el sujeto se precipite en la angustia, hallándonos entonces frente a una recaída que resulta difícil de explicar, «justo cuando estaba por empezar...». Pensamos, más bien, que en todo caso el acompañante terapéutico debería estar atento a observar qué capacidades o intereses manifiesta el paciente, y cuales son las dificultades que se le plantean para llevarlas a cabo, teniendo en cuenta, no obstante, que no debe soslayarse la incidencia de ciertos factores que habrá que desentrañar, quizás, en otro lugar. Por otra parte, no en todos los casos ni en cualquier momento puede el paciente manifestar intereses o desarrollar capacidades, por lo que a veces forzar el acompañamiento en esa dirección puede resultar intrusivo y contraproducente. Es cierto que en ocasiones, sin embargo, puede haber por parte del paciente intereses creativos de tipo artístico —literarios, pictóricos , etc.—, o en relación al ámbito laboral o educativo, en las que el acompañamiento puede ser un recurso privilegiado para su orientación y desarrollo. Pero no siempre ni en todos los casos.

La siguiente función es brindar su información para la comprensión global del paciente. Por el contacto cotidiano, el acompañante terapéutico dispondría de información fidedigna del comportamiento callejero, de vínculos familiares y de amistades, de las emociones puestas en juego en determinados encuentros, etc., debiéndose registrar en el espacio del acompañamiento los datos que se considere llamativos, así como los cambios que se pudiera observar en los vínculos más significativos del sujeto. Haremos aquí también algunas puntuaciones. En primer término, es importante considerar que es tan fidedigna, tan digna de fe, la información de que dispone el acompañante acerca de lo que sucede en el espacio del acompañamiento, como lo que acontece —y la «información» manifestada, en el sentido de la «realidad» que se pone en juego— en el vínculo con el terapeuta, en la transferencia. Es cierto que el acompañante suele ser testigo de ciertos episodios que al analista, por ejemplo, suelen estarle vedados. Pero la cuestión central, allí, es desde dónde se lee esa información, desde qué criterio, desde qué lógica se articulan esas diferentes fuentes de información en que se constituyen tanto el acompañante como las demás instancias vinculadas al dispositivo de tratamiento de cada sujeto. En este sentido, el concepto de «comprensión» puede resultar por demás engañoso, tal como más adelante tendremos ocasión de considerar.

Otra función del acompañante terapéutico, la sexta, sería representar al terapeuta: con el acompañamiento, según se dice, se apuntaría a producir una ampliación de su campo de acción, permitiendo así que ella no se vea restringida al «aquí y ahora» de la sesión. El acompañante, desde esta función, tendría que «ayudar a metabolizar» y «reforzar» las interpretaciones realizadas por el terapeuta, instaurando su presencia un espacio más para la elaboración de los contenidos de la psicoterapia. Desde nuestra perspectiva, éste es uno de los puntos en que nos resulta particularmente más difícil coincidir con lo que plantean en este texto Kuras y Resnizky. No porque sea desacertado señalar que la presencia del acompañante puede constituirse en un espacio propicio para la elaboración de los contenidos de la psicoterapia. Estamos de acuerdo con esta apreciación, aunque con la aclaración de que no sólo a la elaboración de esos contenidos se suele limitar el espacio de acompañamiento. No obstante, más allá de ello, lo que resulta controvertido es el modo más bien superficial en que se aborda allí el concepto psicoanalítico de interpretación. La interpretación, en el marco de un análisis, es inalienable de la singularidad del discurso del sujeto en transferencia, y la particularidad del vínculo con el terapeuta en este contexto nos exige pensar si se podrá transferir, representar o reforzar lo que allí sucede. El ejemplo con que se intenta ilustrar y justificar en el texto esta supuesta función del acompañante terapéutico —la de representar al terapeuta—, no hace más que dejar a la vista el equívoco que se puede suscitar si ambos lugares, el del terapeuta y el del acompañante terapéutico, son delimitados en forma imprecisa o confusa: se trata de X, un paciente de 19 años, que confundía al acompañante terapéutico con el terapeuta. Nos preguntamos: ¿de dónde parte la confusión? Por supuesto que es sin dudas necesario abrir el interrogante acerca de cómo pensar la particularidad de la transferencia en todos estos casos en los que un terapeuta se ve llevado a considerar como oportuna —y a veces indispensable— la inclusión de otros recursos que hagan posible sostener determinado tratamiento, allí cuando por ejemplo aparece cierto exceso, cierto desborde en el vínculo transferencial. Es necesario situar con suma precisión qué cosas se pueden delegar allí, y que cosas son esencialmente indelegables, tal como el mismo ejemplo citado por las autoras parecería indicar.

La séptima función del acompañante sería actuar como agente resocializador, refiriéndose ellas aquí a pacientes «severamente perturbados», «desconectados del mundo que los rodea», en donde la tarea del acompañante terapéutico sería la de paliar la distancia que separa al paciente de «todo lo perdido», facilitando su reencuentro en forma paulatina y dosificada. En primer lugar, pensamos que estas apreciaciones pueden conducir al acompañante terapéutico a un lugar imposible, a partir de sostener la ilusión de que lo que el paciente ha perdido —como si se tratara de algún objeto asequible en el mundo— podría recuperarlo en forma paulatina y dosificada con la «ayuda» del acompañante, siendo éste el agente a través del cual el sujeto podría recuperar cierto estado de completud extraviado. Además, se supone inadecuadamente aquí un estado previo de «socialización», y una salida temporaria del sujeto de «lo social», disociándose de este modo «lo social» de «lo patógeno», a partir de lo cual queda la enfermedad exclusivamente situada del lado del sujeto. En nuestra experiencia, hemos tenido oportunidad de constatar, una y otra vez, cómo la «enfermedad» de un miembro de una familia es a su vez síntoma de esa misma estructura familiar, observándose con asombro cómo es resistido, desde el propio grupo, todo posible movimiento del sujeto tendiente a alejarlo de ese lugar de «enfermedad».

Esto nos lleva a la última de estas funciones que se le asignan al acompañante terapéutico en este texto: servir como agente catalizador de las relaciones familiares. El acompañante terapéutico puede contribuir, dicen, a descomprimir y a amortiguar las relaciones del paciente con su familia, absorbiendo o mediatizando las descargas del padre o la madre sobre él. En nuestra experiencia, observamos que lo más conveniente es que el acompañante remita todo posible intento —por parte de algún miembro de la familia— de transgredir el encuadre, al espacio terapéutico desde donde se establecen los lineamientos del tratamiento, es decir, al terapeuta, el psiquiatra, o el equipo técnico de la institución. Dado que de lo contrario, al no estar él legitimado en dicho lugar de dirección de la cura, corre el riesgo de quedar entrampado en una confrontación especular, imaginaria, de la que luego resulta muy difícil retornar. Si las relaciones del paciente con su familia se descomprimen o se «amortiguan», será en todo caso en la medida en que se vaya avanzando en el esclarecimiento de la trama inconsciente que las condiciona y las determina, pero difícilmente podría generalizarse que esto se logre a partir de la sola intervención in situ del acompañante terapéutico.

Bueno, hasta acá hemos visto las funciones que Kuras y Resnizky asignan al acompañante terapéutico en forma general. Avanzando en el texto encontramos, tal como les decía, la presentación de distintas entidades clínicas —psicosis, pacientes con riesgo suicida, etc.—, y luego lo que se indica para su tratamiento, seguido de las funciones específicas asignadas al acompañante para cada una de estas categorías. No vamos a desarrollar la nosografía psiquiátrica aquí, esto lo iremos viendo en las clases siguientes. Lo que nos interesa es que puedan captar de qué manera, desde esta perspectiva —y como consecuencia de cierta forma de posicionarse frente al Saber— , van a quedar determinadas a priori tanto la estrategia terapéutica como las funciones del acompañante. Vamos a ver a continuación, entonces, y a modo de ejemplo, las «propuestas terapéuticas» indicadas por estas autoras para algunas de esas «patologías», y cómo a partir de ello se determinan allí las funciones del acompañante terapéutico. Comenzaremos con los pacientes esquizofrénicos. En cuanto al abordaje terapéutico, las indicaciones serían: impartir consignas simples que no den lugar a la ambigüedad; tener gran disposición si los pacientes desean hablar; tolerar el silencio y no preguntar con insistencia para que no se sientan perseguidos; no corregir ni criticar lo que dicen, porque pueden estar significando algo diferente de aquello a lo que sus palabras aluden; ser puntuales con los horarios, pues no toleran frustraciones; contrarrestar su sensación de indefensión prestándoles el yo. En cuanto a las funciones del acompañante terapéutico con pacientes esquizofrénicos, serían: 1. Reforzar la contención del paciente «luchando» dicen contra su ruptura con la realidad; 2. Ayudarlos con algún proyecto vital latente acorde con sus posibilidades; 3. Incluirnos como un «yo opcional» capaz de postergar, y de ofrecerle modos de funcionamiento alternativos a aquellos que lo enfermaron; 4. Operar como nexo con el mundo externo ayudando al paciente a reenlazarse socialmente con "otros" significativos: amigos, familiares, educadores, etc. ; 5. Fortalecer el yo del paciente apuntando a una mayor adecuación en el manejo tempo espacial.

El siguiente capítulo nos presenta a los pacientes con riesgo suicida y, de manera similar, sobre el final, nos indican el manejo terapéutico para con ellos. En cuanto a su abordaje, las principales indicaciones son: marcación hombro a hombro; mantenerse actualizado en las consignas e indicaciones terapéuticas; escuchar su desesperanza sin intentar taparla maníacamente; evitarles frustraciones en relación al cumplimiento de horarios, tareas o encuentros; asegurarles compañía e impulsarlos al diálogo. Respecto de las funciones del acompañante, serían: 1. Contenerlos, ayudándolos a trazar o descubrir un proyecto de vida; 2. Registrar y transmitir al equipo tratante toda clase de alusiones al suicidio en forma inmediata; 3. Nutrirles la autoestima; 4. Detectar y estimular intereses y motivaciones que tengan relación con un proyecto vital; 5. Prestar especial atención a los cambios bruscos de humor; 6. Ayudar a incluir en su persona la noción de futuro; 7. Brindarnos como un modelo de identificación capaz de convivir con conflictos sin dejarse paralizar por ellos, y de establecer vínculos gratificantes con los otros; 8. Mantenerlos alejados de situaciones que puedan resultarles autodestructivas.

Nos abstendremos de hacer nuevos comentarios, dado que llegaremos por hoy hasta acá en el análisis de este texto. No obstante, si les interesa profundizar, o ver las indicaciones y las funciones del acompañante terapéutico para las otras entidades clínicas que allí se presentan, pueden remitirse directamente a él, del cual hay incluso traducción al portugués. No está de más reiterar que, si lo presentamos aquí, es para que puedan apreciar cómo es la forma de pensar la función del acompañante terapéutico desde cierta perspectiva, que no es la nuestra, pero que además no sólo tiene un valor histórico —por ser uno de los primeros intentos de conceptualizar la función del acompañante terapéutico—, sino que en algunos ámbitos institucionales tiene plena vigencia aún en la actualidad. Nuestra propuesta, sin embargo, es la de avanzar en una elaboración teórica que posibilite pensar la práctica del acompañante terapéutico en su mayor potencialidad, para poder además extraer consecuencias de esta experiencia cuyo campo de trabajo se constituye las más de las veces en un terreno fangoso tanto para el psicoanálisis como para la psiquiatría, tal como el que constituyen las depresiones, los pacientes con riesgo suicida, las adicciones, la debilidad mental, la tercera edad, las psicosis... Especialmente estas últimas, respecto de las cuales no hay una teoría sólida que explique su etiología o indique su tratamiento. Pero en donde lo esencial es que esas categorías no se erijan en un a priori que tenga como resultado el aplastamiento de la singularidad tanto del sujeto como del modo de abordarlo.

Por último, podemos formular, para finalizar con este desarrollo, algunos interrogantes con respecto a cuál sería entonces la formación que el acompañante terapéutico debería tener. ¿Qué es lo que el acompañante debe saber? Cuando hablamos de la formación del acompañante terapéutico, no nos estamos refiriendo a que él deba adquirir —a la manera del Maestro de esgrima un saber acerca de lo que le habrá de suceder a cada sujeto en tratamiento, a partir del encasillamiento del mismo en una categoría nosográfica predeterminada. No obstante, esta «ignorancia», que consideramos necesaria en el punto de partida de su intervención, encuentra sus límites, por un lado, en la estrategia en la que se inscribe —que de ninguna manera debe ignorar—; es decir, en el dispositivo de tratamiento del que formará parte a partir de la demanda del terapeuta o la institución que lo convoca. Y, por otra parte, por la inmediatez de las respuestas que —con suma frecuencia— le son requeridas en su práctica, muchas veces desde el inicio mismo de su intervención. Respecto de ello, consideramos que hay cierto saber que el acompañante sí deberá tener, como veremos en el material que iremos introduciendo en este seminario. A modo de adelanto, podemos decir que, al menos, es necesario que él esté advertido acerca de cómo no intervenir. No intervenir desde su subjetividad, en primer lugar, para lo cual resultará muy importante el recorrido realizado en su propio análisis, el trabajo en equipo, y la supervisión. Y, por último, consideramos fundamental que sus intervenciones no favorezcan la confusión de su lugar con las otras instancias del tratamiento, es decir, hay cierto saber hacer que necesariamente debe ponerse en juego para que, en cada caso, pueda configurarse su campo específico. Es lo que iremos introduciendo en las próximas clases.

Gabriel O. Pulice
nbpulice@intramed.net.ar

Notas

1 Pulice, G.; Rossi, G.; Acompañamiento Terapéutico, Buenos Aires, Polemos, 1997.

2 Masotta, O.; Lecciones de introducción al psicoanálisis, Buenos Aires, Editorial Gedisa, 1986.


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