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Seminario
Fundamentos clínicos del
acompañamiento terapeutico

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Organizado por PsicoMundo

Dictado por : Gabriel Pulice y Federico Manson


Clase 6
Sobre la iniciación del acompañamiento

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El fantasma de la iniciación.
Configuración del lugar del acompañante.
Especificaciones respecto de la técnica y sus peculiaridades en los ámbitos público/hospitalario y privado.

Ceremonia de iniciación.

Retomaremos hoy algunas de las cuestiones que comenzamos a introducir en la clase anterior, relativas al modo en que se inscribe el acompañamiento terapéutico en el contexto de un tratamiento, y lo haremos justamente deteniendo nuestra atención en uno de sus momentos cruciales, que es el momento de su inicio. Como podrán apreciar, nos veremos llevados a desplegar a partir de aquí —y en las próximas clases— algunos de los elementos más importantes que en el mismo instante de la derivación, la indicación o la demanda de un acompañamiento, comienzan a ponerse en juego, marcando muchas veces el destino y la viabilidad de esa intervención. Entre esas variables que es necesario considerar en la apertura de todo acompañamiento, no podemos dejar de mencionar la incidencia que tiene por ejemplo la singularidad de la demanda que origina cada intervención —es decir, quién y por qué lo solicita—, el dispositivo de tratamiento —institucional o no institucional— en el que se inscribe, el modo en que se configurará el equipo de acompañantes, el esquema y las pautas de trabajo —la frecuencia y la cantidad de horas, el o los escenarios posibles, etc.—, el momento del tratamiento en el que se plantea esa intervención... En fin, tendremos tiempo, como decíamos, de ir abordando en profundidad cada una de estas cuestiones, y es eso lo que nos proponemos realizar a partir de aquí.

Conviene detenernos unos instantes a examinar el concepto mismo de «iniciación», por demás polisémico. Sabemos que remite a «la acción y efecto de iniciar o iniciarse». A su vez, «iniciar» es comenzar a promover una cosa; pero es también —y aquí esto toma para nosotros un sentido aún más interesante— «admitir a uno a la participación de una ceremonia o cosa secreta», dársela a conocer descubriéndola. Sobre las ceremonias de iniciación, se trata de algo que de una u otra manera puede hallarse en todas las sociedades, y el grupo que confiere calidad de miembro al novicio puede ser muy diverso. En muchas sociedades los ritos de iniciación representan el reconocimiento solemne de la madurez física y pueden implicar actos de mutilación genital, de escarificación o modificaciones varias en el cuerpo, cambios en el vestido y ornamentación del iniciado. Es frecuente que el lance imponga, asimismo, un cambio de residencia, de lugar o posición, y la observación temporal o permanente de determinados tabúes y normativas. Otros significados posibles de iniciar son: instruir en cosas abstractas o muy profundas; en un sentido religioso, implica recibir las primeras órdenes u «órdenes menores». Varios estudios transculturales sobre las funciones sociológica y psicológica de las ceremonias de iniciación han producido algunas de las teorías más sólidas en el terreno de la antropología cultural.

Por nuestra parte, podemos preguntarnos si hay en el inicio de un acompañamiento terapéutico algo comparable a un ceremonial, es decir, cuáles deberían ser las pautas o «ritos de iniciación» que conviene velar, y cuáles son a su vez los límites de lo que, en el inicio, se puede pautar... No es tan sencillo establecer esta distinción entre aquellas cosas que de entrada —y necesariamente— debemos establecer como coordenadas del encuadre y, por otra parte, aquellas en que es preciso abrir el juego a la mayor libertad posible para que lo singular de la problemática de cada sujeto pueda ir desplegándose en el espacio del acompañamiento. Pero debemos estar advertidos —como decíamos— de que esta distinción puede resultar decisiva respecto de la eficacia de nuestras posteriores intervenciones. Pronto volveremos sobre ello.

Para ir adentrándonos en el tema, vamos a presentar un breve fragmento de un acompañamiento que se realizó en el contexto de la experiencia hospitalaria que nosotros mismo iniciamos a partir de ese punto de inflexión que, como señalábamos, ha sido para nosotros el Primer Congreso Nacional de Acompañamiento Terapéutico, del año 1994, cuyo lema fue: «Hacia una articulación de la clínica y la teoría». Por ese tiempo, nosotros teníamos planteadas determinadas cuestiones teóricas, había ya algún material publicado —incluido nuestro propio libro1—, varios artículos, el libro aún inédito de Federico2... Había también, por supuesto, una extensa experiencia clínica en esta especialidad particularmente en el ámbito privado, aunque sabemos también que por entonces ya tenían lugar, desde hacía algún tiempo, las primeras experiencias en algunos hospitales como el Tobar García y el Álvarez, en nuestra ciudad. No obstante, notábamos que esa articulación entre clínica y teoría era algo que recién s e estaba comenzando a producir, y teníamos la convicción de que había que avanzar en esa dirección, darle un nuevo impulso, si es que queríamos que ciertas condiciones de nuestra práctica —tal como señalábamos en las clases anteriores— pudieran comenzar a cambiar. La experiencia hospitalaria e institucional que fuimos desarrollando desde ese tiempo —primero en el Hospital Evita, de Lanús; luego en el Borda y en el Departamento Chicos de la Calle de la Secretaría de Promoción Social del Gobierno de la Ciudad; y por último en los Hospitales de Día del Álvarez y de la Cruz Roja Argentina—, en forma simultánea con la puesta en funcionamiento de nuestra Pasantía —a través de la Asociación de Psiquiatras Argentinos, en el comienzo, y luego en la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires—, son dos hechos que fueron generando las condiciones más propicias para que esa articulación pudiera tener lugar.

Una de las cosas que sucedieron, por ejemplo, en el Borda, fue que en alguno de los servicios en que se comenzó a desarrollar la pasantía nos encontráramos, arrumbados casi como parte del mobiliario, algunos pacientes que simplemente «estaban ahí», que resultaban extraños incluso dentro del mismo servicio en el que estaban internados, a veces, desde hacía varios años... Estaban ahí, esto quiere decir que casi podría pensarse que ni siquiera eran pacientes, dado que excepto por la medicación —que sí se les suministraba metódicamente— no sostenían vinculación alguna con ninguna instancia del dispositivo. Esto llevó a que se plantearan interrogantes muy fuertes por parte de los alumnos respecto de qué hacer cuando allí, en el contexto de la cursada, se les empezó a plantear la posibilidad de iniciar un acompañamiento terapéutico con ellos. Entonces venían las preguntas: «Pero... ¿cómo...? Ustedes en el libro dicen que en la dirección del tratamiento tiene que haber un terapeuta...». Corroboramos entonces algo que siempre consideramos esencial para poder avanzar en cualquier conceptualización, y es que a las construcciones teóricas siempre viene bien ponerlas a trabajar, confrontarlas con la clínica y, desde allí, volver a interrogarlas y reformularlas. Claro, la contracara de esta aparente contradicción era que en ese mismo contexto, y por el modo en que la pasantía estaba planteada, había tenido lugar cierto trabajo previo con los colaboradores docentes del hospital, con lo cual esas posibles intervenciones que se estaban planteando con tales pacientes no carecían por completo de fundamento. Por el contrario, podríamos decir que esos pacientes, si bien no estaban precisamente «en tratamiento», desde hacía algunos meses —y a partir, justamente, de la puesta en juego de la pasantía— habían comenzado a ser observados... Todavía no habían comenzado a ser escuchados, pero sí comenzaban a ser observados, y entonces se empezó a pensar qué hacer con esos pacientes, pasaron a existir, a recortarse por lo menos de entre los muebles... Esta situación nos condujo a pensar que resultaría interesante incluir, en esta clase relativa a la iniciación, un caso clínico que además de ilustrar esta cuestión, estuviera ligado a la actividad de los acompañantes terapéuticos insertos —iniciándose—, en una institución pública, uno de los hospitales donde además estábamos también nosotros en el inicio de nuestra Pasantía.

Configuración del lugar del acompañante.

Esto es lo que sucede con el caso que vamos a presentar. Se trata de Luis , un paciente de 47 años, nacido en el interior de nuestro país, en la provincia de Salta, quien ingresa al hospital Borda a partir de una orden judicial: fue detenido por robar una camisa en un supermercado. A partir de sus testimonios francamente delirantes lo declaran «inimputable», quedando entonces a disposición del Juzgado que interviene en la causa, y es desde allí que se ordena su internación. Ya en el Servicio de Admisión del hospital, se lo deriva a un Servicio de Terapia a Corto Plazo y —no sabemos con qué criterio— se le indica que tiene que cumplir dos meses de internación. Se lo diagnostica —según se desprende de su historia clínica— como «debilidad mental moderada», con «juicio insuficiente, cuadro hipomaniaco, sin trastornos de la memoria». A los dos días de internado, el paciente «...se encuentra ansioso, refiere alucinaciones auditivas, pensamiento delirante acelerado», por lo que se le indica un pequeño cóctel de medicación: Lapenax, Rivotril, Akinetón, Tegretol, Nozinan y Fenergan, todo ello en cantidades adecuadas, es decir, adecuadas para contenerlo.

Resulta que —también según la historia clínica— este paciente había tenido dos internaciones previas. En la primera de ellas, 7 años atrás, estuvo internado prácticamente durante todo un año. La segunda internación, 5 años después, fue bastante más breve. Lo interesante es que, de acuerdo a lo que rastrea la acompañante, de las notas de esa historia clínica «... sólo se pueden obtener datos estrictamente fenoménicos, ya que en ninguna internación de las anteriores tuvo terapeuta, por lo tanto no se encuentran notas de ningún tratamiento psicoterapéutico». Es decir, este paciente pasó por un año de internación, luego tuvo una período más, y no había en su historia clínica más que datos «externos». Hay otra observación interesante que podemos hacer allí relativa al diagnóstico: en la primera internación, se lo diagnostica como «síndrome delirante, con conciencia de situación, no de enfermedad». Vemos la discordancia con la «debilidad mental moderada» que se le adjudica posteriormente.

Hay algunos datos más que podemos registrar allí, surgidos de las entrevistas de admisión de las sucesivas internaciones: tiene 7 hermanos, cuatro mujeres y tres varones, todos casados; su padre falleció cuando él tenía 20 años; la madre vivía con su padrastro, suboficial de las fuerzas armadas, con el que Luis nunca se llevó demasiado bien; los padres se habían separado cuando él era muy pequeño. Luis —esto es un dato interesante, aunque no vamos a adentrarnos hoy en el análisis del caso— «se orinaba en la cama hasta los 8 años y se chupaba el dedo». La madre, por su parte, dice que ella mantenía la casa con su trabajo y que su marido «... no era malo, pero no trabajaba, castigaba a los chicos, y a ella le hacía beberse la orina...». Pero no era malo. Tuvo mucha suerte este marido, dice la madre de Luis —quien a esta altura no sabemos que entiende por «suerte» y por «malo»—, conseguía muy buenos trabajos pero no los aprovechaba. Sobre su hijo, dice que todo —la eclosión de los fenómenos y las ideas delirantes— comenzó un año atrás, hubo un viaje a Brasil, y por otra parte él se había recibido de perito mercantil, algo que lo hacía sentir muy feliz porque «tenía un título» y, según él mismo dice, «... una persona que sabe mucho, no puede estar loca». El punto que nos interesa destacar es que, como habrán percibido, todos estos datos carecen de articulación, no hay hasta allí ninguna lectura, ninguna interpretación producida a partir de ellos, así como tampoco hay ninguna capitalización de ese material en función de su tratamiento.

Pasaremos ahora a lo que más nos interesa, que son los movimientos que comienzan a producirse a partir de la intervención de la acompañante. Vamos a ir extrayendo fragmentos de lo que ella presenta en su informe, que es parte de la monografía de cierre de la cursada en nuestra pasantía de ese año: «El paciente no tiene terapeuta, no puede hacer vínculo, por lo tanto la demanda del acompañamiento no es específica, sino que parte del servicio...». Esto es importante, porque aquí vemos que hay una demanda que no parte del sujeto —de quién podría decirse, por otra parte, que no parecía demandar nada—, sino que es el Servicio que se plantea, como decíamos, la necesidad de organizar algo en función de movilizar a ese paciente que estaba allí arrumbado, armar algo en relación a su historia, precisar su diagnóstico. Respecto de este tema, dice la acompañante: «Me llamó mucho la atención en su historia clínica el desalojamiento que hace de las palabras y las notas que adjunta en ella, haciéndome pensar si realmente se trataba de una debilidad mental...». Se refiere aquí ella a cierto trabajo literario que en aquella primera internación había realizado ese paciente, en donde aparecía un interés de él en la poesía. Aparecía también otro interés, en relación a las «claves numéricas del lenguaje», él tenía la idea de que había ciertas claves numéricas a la base del lenguaje, algo que lo llevó, por ejemplo, a escribir 300 poesías. Veamos entonces lo que sucede cuando se inicia el acompañamiento.

Primer día: «Lo busqué en el servicio para presentarme, pero no lo encontré. Nadie sabía de él, no apareció en toda la mañana...». Para quienes no conocen el hospital Borda, conviene apuntar que salvo los pacientes de riesgo, que están con un régimen de encierro, el resto suele deambular por los pasillos, por los jardines... En el caso de Luis, hacía ya un tiempo que habían pasado esos dos meses indicados en el comienzo de su internación que, recordarán, se originaba en una derivación judicial. Por lo tanto, él no estaba ya «encerrado», por lo que no es extraño que saliera a caminar, sólo que hasta entonces nadie se había detenido en ello, y no se sabía adonde podría estar. Por otra parte, teniendo el hospital una extensión considerable, y numerosos pasillos y recovecos, puede pasar un buen rato antes de que se localice a un paciente. También algunos pacientes se van, con lo cual pueden pasar varios meses antes de volver a encontrarlos...

Segundo día de acompañamiento, una semana después: «El paciente se encontraba en el servicio, estaba en la cama y dice no encontrarse bien, le dolía la cabeza». La acompañante le pregunta si tenía ganas de conversar, y él se levanta de la cama y acepta. Ella se presenta como su acompañante terapéutico, le dice que se van a encontrar todos los martes en ese mismo horario, y que puede contar con ese espacio. Le pregunta acerca de su internación, y él confirma que fue por robar una camisa de un supermercado, él sabía que estaba robando, pero «la jueza le dijo que declare que no se había dado cuenta, para que se atenúen sus cargos». Y él dice que, en verdad, cuando salga de allí no va a robar más, por veinte pesos tener que estar allí no tenía sentido. En relación a ello, dice no tener más ganas de estar en el servicio, se quiere ir. Antes de entrar al hospital vendía lapiceras en los trenes, aunque con eso no era mucho lo que ganaba. Cuando salga del hospital, quiere trabajar como albañil. Se le pregunta si está haciendo alguna actividad en el servicio, y responde que «no sabía que había actividades en el servicio». A él le gusta leer, antes leía poemas de Bécquer, también le gusta la ciencia-ficción, ahora está leyendo una novela «acerca de una persona que está presa y le escribe a la madre»... Casi una novela autobiográfica, podría decirse. Luis pregunta a la acompañante si quiere ver ese libro, se lo muestra, y hace referencia a que hasta el momento no había avanzado mucho, pero que le iba gustando. Se queja de que tiene dolor de cabeza, de que nadie le quiere dar una aspirina. La acompañante le dice que «sólo el Jefe del Servicio puede autorizarlo a tomar una aspirina», y que podía aprovechar para pedírsela en la Asamblea de Pacientes, actividad que se realizaba un poco más tarde ese mismo día. En ese momento él se va a la cama; pero luego, en el horario de la Asamblea —aún dentro del horario del acompañamiento—, ella le pregunta si no va a ir y él responde que sí. Una vez allí, Luis no participa activamente de ese encuentro, pero permanece durante todo su desarrollo y, al final, se acerca al jefe del servicio y le solicita su aspirina.

A la semana siguiente, Luis no se encuentra en el servicio, tampoco nadie sabe de él, pero aparece puntualmente en el horario de la asamblea. Le preguntan dónde estuvo, y dice que estuvo caminando por el jardín, que le gusta caminar. Al final de la actividad, la acompañante se acerca y le dice que lo había estado esperando, y él responde que «se había olvidado». Se vuelve a señalar el encuadre, recordándosele que todos los martes, a las 10 de la mañana, su acompañante pasaría a verlo por el servicio; y se le comenta que, además de la asamblea, había otras actividades en las que él podía participar.

En el siguiente encuentro, el paciente estaba en el servicio. Tiene ganas de hablar, comienza a recordar cosas de su infancia, toda una serie de cuestiones en relación a su historia. De pronto, esa «cosa» que antes aparecía como casi indiferenciada de los muebles, tiene ganas de hablar, y entonces se humaniza, comienza a tener una historia, hay toda una serie de episodios que empiezan a aparecer en su relato, empieza atener u padre, empieza a tener una madre.

La semana siguiente, cuando llega la acompañante, Luis le dice que «la estaba esperando...». Se produce de este modo un movimiento crucial, que es el punto al que queríamos llegar, dado que esa espera suya inaugura un momento nuevo, dando cuenta de su propia implicación subjetiva en relación al espacio de acompañamiento. Por supuesto, para que ello tuviera lugar, fue necesario sostener cierta espera, cierta apuesta por parte de la acompañante a que algo de ese orden se pudiera producir. Aquí cabe señalar algo muy importante: la intervención del acompañante posibilita, además —por la vía de la transferencia—, la conexión del paciente con el dispositivo, pero lo que hay que destacar es que esa conexión, que por los procedimientos «habituales» no se había producido, tiene lugar a partir de una maniobra singular por parte de la acompañante, al orientar cierta demanda de este sujeto —en este caso, de una simple «aspirina»— para que sea formulada dentro del circuito del dispositivo... Fíjense que el acompañante no le da la aspirina, pero le muestra el camino que conduce allí donde él mismo la puede pedir...

Algunas especificaciones acerca de la técnica.

Es tiempo de retomar aquí nuestro interrogante acerca de cómo precisar las pautas del encuadre que necesariamente se deben establecer en el inicio de la intervención de los acompañantes, y cómo esto puede conciliarse con la plasticidad que debe tener el dispositivo para que el sujeto pueda ir inscribiendo sus propias marcas, aquellas que permiten alguna orientación respecto de su problemática subjetiva y de cómo abordarla. En primer lugar, y como un hecho que —por repetido— forma parte del folklore del acompañamiento, hay que mencionar las dificultades que se generan cuando, debido a la rapidez y urgencia con que suelen tener que intervenir los acompañantes, no se plantean con claridad el contrato y el encuadre, es decir, el marco simbólico en el que se jugará la relación acompañante terapéutico / paciente3. De ahí, la importancia de establecer desde el comienzo hasta el fin de cada intervención, un conjunto de constantes y variables que permitan configurar un marco de referencia tanto para el sujeto como para cada uno de los integrantes del equipo tratante. Este conjunto de reglas debe ser —como decíamos— lo suficientemente elástico como para adecuarse a la singularidad de cada uno de los casos a tratar no sólo en lo que a los pacientes se refiere, sino también respecto de sus familiares, que es con quienes generalmente se realiza el «contrato de trabajo», debido a que en el momento de la intervención, en la mayoría de los casos, el paciente no se encuentra en condiciones de hacerlo por sí mismo. En el caso de Luis, ese contrato se estableció entre el acompañante y el equipo técnico del Servicio del hospital con el consentimiento del paciente, a quién con varios días de anticipación le fuera comunicado el inicio de ese espacio —más allá de que en un primer momento él, en apariencia, no lo registró. Lo cierto es que tampoco se negó. Cabe aclarar en este punto que si bien en ciertas circunstancias las condiciones pueden ser adversas, es de capital importancia propender a la mayor participación activa posible por parte del paciente en todos estos pasos, ya que a través de esto él, al participar de cada una de las instancias de su tratamiento, podrá ir implicandose en ello, lo que marcará un hecho decisivo en su restitución4. Cuando esto no es posible, conviene de todas formas que el paciente sea informado de los detalles del encuadre desde las primeras entrevistas. Aquí también debe evitarse una instrumentación mecánica de todas estas cuestiones, ya que esto podría conspirar contra los objetivos terapéuticos.

Hay que tener en cuenta que la introducción de los acompañantes en un tratamiento suele coincidir con los momentos más álgidos y graves por los que atraviesa el mismo. En ese contexto, es importante estar preparado para el rechazo por parte del enfermo de nuestra presencia y función, así como a que en ciertas ocasiones lo mismo suceda con la familia, que puede resistirse a aceptar la intervención de algo que experimenta como una intrusión en su vida cotidiana. Esto puede suceder en mayor medida cuando se trata de una internación domiciliaria, donde además de esa intrusión podemos estar jugando —desde el imaginario familiar— el rol de espías que informan al equipo tratante o al terapeuta. Uno de los elementos que genera este tipo de situaciones es que la presencia del acompañante terapéutico devela y pone en evidencia tanto para el paciente como para la familia, el beneficio secundario que la enfermedad les produce. En el caso que presentábamos, ese «rechazo» aparece jugado en el primer encuentro, cuando Luis se ausenta justamente en el momento en el que se le había comunicado que su acompañante lo iría a buscar. Sin embargo, la presencia del acompañante permite posteriormente positivizar esa ausencia, interrogarla y subjetivizarla. Otras veces ese rechazo puede tomar una forma agresiva, jugándose con todo el equipo o con alguno de sus integrantes. Podemos citar a modo de ejemplo un breve episodio ocurrido recientemente en un caso que estamos coordinando, en el que el paciente solicita al coordinador del equipo que, en una salida que estaba programada a su casa de campo, sea la acompañante A y no la acompañante S quien vaya junto con él y su mujer: «No tengo nada contra S, no se hizo pis, ni caca, ni vomitó, ni eructó... Simplemente me siento más cómodo con A, la relación es más fluida...». Cuando se presentan situaciones así, es función del coordinador y del terapeuta —o del equipo tratante, en un caso como el de Luis— evaluar la conveniencia o no de acceder a este pedido.

Otra indicación importante —y aquí tomamos una premisa propiamente freudiana— es la inconveniencia de intervenir en casos en los cuales por uno u otro motivo conozcamos en forma personal al paciente —y/o a familiares del mismo—, pues esto suele actuar a favor de la resistencia, perturbando el buen desarrollo de nuestra labor. Por otra parte, debemos tener en cuenta respecto a la actitud que asume el paciente —y en algunos casos la familia—, que la aceptación o no y la confianza o desconfianza sobre nuestra intervención suele ser algo temporal, que podemos atribuir a las resistencias al tratamiento. Tanto la una como la otra no son sino un síntoma más; y, como tal, deben ser tratadas, sin que perturben la marcha del acompañamiento y el devenir de la cura.

Otras variables relevantes que surgen al iniciarse un acompañamiento terapéutico son: el tiempo durante el cual se desarrollará la tarea y —como decíamos— los honorarios que se establecerán por la misma. Respecto del tiempo, éste es determinado en parte por el terapeuta o, en ausencia del mismo —como en el caso de Luis—, por el equipo tratante, y se irá reformulando en función de la evolución del paciente y la orientación que tome el tratamiento a partir de las vicisitudes que se presenten; es decir, si es ambulatorio, si requiere de una internación institucional, si la internación es domiciliaria y de ser así, si se realiza en la casa del paciente compartiendo el tiempo y el espacio con la familia, o en un hogar sustituto, etc. Lo que corre por cuenta del coordinador del equipo es la conformación del dispositivo para cada paciente, así como la determinación de la máxima y mínima cantidad de horas que trabajará cada acompañante en cada caso, como también reunir la información que al finalizar la tarea cada miembro del equipo le deberá transmitir. Otra de sus responsabilidades es la de llevar a cabo las reuniones y la supervisión del equipo.

Cuando adjudicamos al paciente un horario, y por algún motivo relacionado con él, tal horario no se cumple total o parcialmente, ese paciente o su familia deberán responder económicamente por ese tiempo; pues si aceptamos estos cambios y/o reducciones en los horarios, aún cuando las razones estuvieran «sólidamente fundadas», perderíamos buena parte de nuestro tiempo de trabajo disponible, sin percibir a cambio ningún pago. Si bien podemos pensar que en dinero y en afecto, el crédito dado al trabajo es el mismo tanto por el paciente como por la familia, nuestra presencia allí tiene una razón de ser y la cuestión de los afectos es algo que se juega absolutamente en el campo de la transferencia. Por supuesto, en caso de pacientes cuya derivación se inscribe en el contexto de una institución pública, la cuestión del pago adquiere una dimensión peculiar, siendo oportuno introducir a propósito de ello la pregunta acerca de cuál sería ese precio que pagaría el sujeto —el cual, por lo general, no se juega en términos de dinero—; y, por parte del acompañante, cual sería allí su rédito. Respecto del sujeto, hay en principio cierta dimensión del pago que se inscribe como cesión de goce —y ya tendremos ocasión de detenernos en lo que esto quiere decir. Del lado de los acompañantes —como de todos lo profesionales que trabajan en forma honoraria en los hospitales públicos— hay una ganancia en términos de su formación y aprendizaje, aunque esto tiene también ciertos límites que, cuando no se establecen con precisión, pueden presentar ciertas incomodidades difíciles de atravesar. Una de ellas es que la cantidad de horas que se le puede exigir a quien trabaja en tales condiciones es muy acotada, lo cual no siempre coincide con el tiempo y la frecuencia de acompañamiento que se requiere a partir de las necesidades de ciertos casos, por ejemplo, cuando luego de varios años de internación, se intenta trabajar con un sujeto en su salida del hospital, requiriéndose para ello, por un tiempo, una presencia cotidiana de n cantidad de horas. Hay cierto límite allí, puesto que tampoco resultaría conveniente, en casos así, multiplicar la cantidad de acompañantes para poder cubrir esas horas... El tema merece una indagación más detenida, que dejaremos para el momento en que abordemos las cuestiones referidas al lugar del acompañamiento en las políticas de Salud Mental.

Retomando lo que nos propusimos desarrollar aquí, debemos prever que en algún momento el paciente o su familia pueden preguntarnos acerca de cuál será la duración de nuestra intervención en el tratamiento. Al respecto, no es conveniente ni posible precisar de antemano ese tiempo. Ese dato que se nos pide, sólo se dará a conocer en la medida en que quién dirige la cura lo considere necesario. Siguiendo a Freud, es posible responder «... como Esopo al caminante que le preguntaba cuánto tardaría en llegar al final de su viaje; esto es, invitándole a echar a andar, y le explicaremos tal respuesta alegando que antes de determinar el tiempo que habrá de emplear en llegar a la meta necesitamos conocer su paso...». Es decir, no resulta posible fijar a priori el tiempo que puede durar nuestra tarea, por lo menos en la generalidad de los casos, si bien tenemos claro que casi siempre será menor que la duración del tratamiento mismo.

Volviendo sobre lo atinente al dinero, cabe citar nuevamente a Freud cuando enuncia: «... El analista —acompañante terapéutico, en nuestro caso— no niega que el dinero debe ser considerado en primera línea como medio para la conservación individual y la adquisición de poderío; pero afirma además que en su valoración participan numerosos factores sexuales. En apoyo de esta afirmación puede alegar que el hombre civilizado actual observa en las cuestiones de dinero la misma conducta que en las cuestiones sexuales, procediendo con el mismo doblez, el mismo falso pudor y la misma hipocresía...». Hay que estar alerta, dado el rol terapéutico desempeñado, y comunicarle al paciente y/o su familia, los honorarios que percibiremos por nuestro tiempo y nuestro trabajo. Desde la experiencia clínica no queda sino coincidir con lo dicho por Freud, en el sentido de que, las veces en que se ha permitido que se transgredieran las cláusulas del contrato pactado al inicio de la intervención, es decir, en aquellas oportunidades en que frente a la ruptura del encuadre se continuó con la tarea sin volver a reinstalarlo, se produjeron lo que podrían llamarse «situaciones antiterapéuticas». Puede considerarse «situación antiterapéutica» a aquella en la que los acompañantes pierden su posición y por lo tanto, «permiten» que se filtren o aparezcan cuestiones relativas a su propia subjetividad; situaciones que tienen que ver, mas bien, con el propio análisis de cada acompañante. «Permiten» es una manera de decir, nadie permite voluntariamente que suceda algo así; en todo caso, si sucede, es cuando se ha caído — sin percibirlo— en alguna trampa de lo imaginario. Estas cuestiones pueden precipitar por lo tanto en acting out del lado del acompañante terapéutico; por ejemplo: llegar tarde al encuentro con un paciente, olvidar la medicación —cuando ésta se halla a su cargo— teniendo que volver a buscarla... Acciones que llevan a la producción de molestia y enojo por parte del paciente, y que el acompañante debe soportar. Lo fundamental en todo esto es la sensación de insatisfacción y enojo consigo mismo que él acabará padeciendo.

Un ejemplo clínico de una situación así se produjo en un equipo de acompañantes terapéuticos en el momento en que se estaba trabajando con varios pacientes en forma simultánea. Uno de ellos reunía todos los requisitos para que se produjera una «situación antiterapéutica» en su tratamiento, a saber: una casi absoluta imposibilidad —por parte del equipo— de mantener un contacto fluido con quien era en ese momento su terapeuta, su familia pagaba un honorario muy bajo y además se atrasaba sistemáticamente en el pago. A esto se agregaba el hecho de que el paciente era considerado —por los acompañantes en particular y por el equipo en general— «un paciente aburrido». Las consecuencias de ello se manifestaban en la dificultad para hablar del caso en las reuniones de equipo, en las que siempre era dejado para el final, momento en el que el resto de los acompañantes se retiraba quedando sólo quienes trabajaban con él en forma directa y el coordinador, contrariamente a lo que sucedía con los otros pacientes que generaban el interés de todo el equipo. Cuando era necesario realizar un reemplazo de alguno de los acompañantes, aparecían grandes dificultades para hacerlo por falta de disponibilidad de los otros integrantes del equipo; de lo que más se hablaba en las reuniones era del atraso en el pago, quedando con frecuencia relegadas las situaciones clínicas que debían ser trabajadas en ese espacio, resultando a veces infructuosas las intervenciones del coordinador para reconducir el trabajo hacia ellas. Como verán, el caso es ilustrativo de cómo la falta de claridad en el manejo de estas cuestiones suelen afectar directamente la calidad y eficacia del trabajo clínico.

Retomando lo que veníamos desarrollando sobre la iniciación, se deberá tener en cuenta que uno de los objetivos prioritarios en el comienzo de todo acompañamiento es el de favorecer el establecimiento de los primeros lazos transferenciales entre el paciente y sus acompañantes. En este punto, también conviene tener presentes una serie de «indicaciones» que al respecto da Freud: «... para ello no hay más que dejarle tiempo (...) Si le demostramos un serio interés, apartamos cuidadosamente las primeras resistencias, y evitamos ciertas torpezas posibles, el paciente por sí solo establece enseguida ese allegamiento y enhebra al médico —acompañante terapéutico, en nuestro caso— a una de las imagos de aquellas personas de quienes estuvo acostumbrado a recibir amor. En cambio, si adoptamos desde el principio una actitud que no sea esta de cariñoso interés y simpatía, y nos mostramos rígidamente moralizantes, o aparecemos ante los ojos del paciente como representantes o mandatarios de otras personas —en el caso del acompañamiento terapéutico: de otras personas que no sean el analista y/o el equipo tratante—, destruiremos toda posibilidad de semejante resultado positivo».

Un hecho importante en la labor del acompañante terapéutico es el acceso a relatos y anécdotas familiares que a veces, por una u otra circunstancia, no han llegado a conocimiento del terapeuta, y que pueden resultar aportes relevantes al tratamiento. Toda la información de este tipo debe llegar inmediatamente a quien está a cargo del mismo, quien determinará el tiempo y la forma en que este material será incluido para su elaboración. Cuando la información no es oportunamente transmitida al terapeuta y trabajada en las reuniones del equipo con él —en las que se evaluará la conveniencia o no de su uso y las consecuencias que el mismo puede acarrear al tratamiento—, esta omisión puede resultar problemática y hasta riesgosa para el devenir de la cura en la medida en que sería difícil para los acompañantes determinar por su cuenta tales cuestiones. Es de importancia crucial en situaciones así el manejo del «timing», o sea, poder hacer uso del material que tenemos sólo en el momento en que el paciente esté preparado para ello, lo cual depende de la estrategia indicada por el terapeuta. Sin caer en una labor pedagógica, los acompañantes deben trabajar, como dijera Freud «... con el interés intelectual y la comprensión del enfermo...», siempre que sea posible.

Son con frecuencia evidentes las dificultades que implica poder llevar adelante un modo de intervención en todo acorde a lo que venimos diciendo, pero vale la pena sostener la vigencia de estos conceptos freudianos y, en el caso de no ser posible en algunas ocasiones puede ser preferible no continuar ese acompañamiento, pues se puede correr el riesgo de que frente a una posible caída de lo terapéutico en el lugar de la falta, la intervención de los acompañantes se transforme en algo meramente cosmético, cubriendo imperfecciones al modo de una máscara.

Llegaremos por hoy hasta aquí.

Gabriel O. Pulice y Federico G. Manson

BIBLIOGRAFÍA

Freud, S.; Sobre la Iniciación del tratamiento (1913).

Notas

1 Pulice, G.; Rossi, G.; Acompañamiento Terapéutico, Buenos Aires, Polemos, 1997. La primera edición, publicada también en Buenos Aires por Xavier Bóveda, es de 1994.

2 Manson, F.; Teoría y clínica del Acompañamiento Terapéutico, inédito.

3 Por otra parte, y a propósito de la urgencia con que suelen tener que intervenir los acompañantes, un hecho a tener en cuenta es que si, cuando son convocados, esa intervención en el tratamiento registra una demora en concretarse, es muy probable que ella no se alcance a producir, debido a que probablemente haya amainado la tempestad.

4 Un punto especial lo constituye lo que se pone en juego respecto del pago de los honorarios, tema que luego retomaremos.


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