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Seminario
Fundamentos clínicos del
acompañamiento terapeutico

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Organizado por PsicoMundo

Dictado por : Gabriel Pulice y Federico Manson


Clase 7
La problemática de la amistad en el Acompañamiento Terapéutico

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Introducción

Vamos a retomar hoy nuestro seminario introduciéndonos en uno de sus puntos cruciales, por tratarse de uno de los rasgos más frecuentes con los que suele configurarse —e incluso imaginarizarse— la función del acompañante terapéutico. Suele ser, además, uno de sus componentes decisivos, y no deja de estar íntimamente conectado con la problemática de la transferencia o, más específicamente, con la compleja posición del acompañante en el despliegue transferencial del sujeto en tratamiento.

Sabemos que en sus orígenes —al menos en la versión presentada por Eduardo Kalina— la alusión a la amistad, en términos de «Amigo Calificado», precedió incluso a la actual denominación de Acompañante Terapéutico, dando cuenta ya este sólo hecho del inevitable abordaje del tema por cuestiones que hacen a la modalidad misma de su praxis, abriéndose desde entonces fuertes interrogantes sobre la pertinencia de tal asimilación entre el Acompañamiento y la Amistad, a partir de los obstáculos que pronto comenzaron a observarse como consecuencia de la sobredeterminación condicionada a priori por ese nombre inicial. Sobre ello, resulta interesante el testimonio de quienes participaron de aquellos momentos fundacionales: «El cambio de denominación no fue un hecho trivial. Implicó un cambio en cuanto a la delimitación y los alcances del rol. Fundamentalmente, la nueva asignación surgió a partir de la experiencia clínica de las personas que comenzamos a trabajar en esta tarea. Cuando se empleaba la expresión «amigo calificado» se acentuaba, como es evidente, el componente amistoso del vínculo (...) La condición de «amigos» implica, desde el punto de vista del vínculo, simetría de sus participantes y, desde el punto de vista tempo-espacial, una frecuentación no delimitada de antemano y librada a los deseos de los participantes (...) Lo que en un principio se perfila como un componente que propende a facilitar el vínculo, se torna luego un elemento distorsionador del proceso terapéutico. Puede, incluso, conducir a la interrupción del mismo»1. La advertencia resulta oportuna, a condición de tener en cuenta que también el rechazo de ese componente amistoso esencial al vínculo entre el acompañante y el paciente puede igualmente conducir, de modo irremediable, al mismo e indeseable destino. ¿Cómo calibrar entonces su justa medida? Iniciaremos aquí un breve recorrido que nos posibilitará considerar, en primer lugar, una serie de cuestiones inherentes a la problemática de la amistad, para avanzar luego en su articulación específica con el trabajo clínico del acompañante terapéutico.

La amistad en Aristóteles.

Nos remitiremos, para comenzar, a uno de los trabajos más interesantes que hemos encontrado sobre el tema, un breve artículo de Pierre Aubenque publicado en mayo de 1990 en la revista El Murciélago2 bajo el título: «Sobre la amistad en Aristóteles». El texto, que es una presentación ante el VIII Congreso de Filosofía de la Lengua Francesa (1956), pone de relieve ciertas paradojas sobre la amistad —reconocidas como tales por el propio Aristóteles, quien le dedicara íntegramente a este tema dos de los diez libros que componen su Ética a Nicómaco—, paradojas cuya solución, a su entender, remiten a una reflexión más general sobre la antropología aristotélica: «No podemos dejar de pensar que Aristóteles conocía bien los desgarramientos de este género: la interrogación sobre el Bien, nos confía, se le hace difícil pues son amigos quienes han introducido la doctrina de las Ideas». La referencia se completa con la conocida proclama aristotélica alusiva a su confrontación, en el plano de sus concepciones filosóficas, con quien fuera su maestro y más estimado amigo, Platón: «Siéndonos los amigos y la verdad igualmente queridos, es nuestro deber sagrado dar preferencia a la verdad...». Vemos allí que todo el esfuerzo consagrado por Aristóteles a la elaboración y análisis del tema, está profundamente conectado con el hecho de haber tropezado él mismo, en su propia vida, con la necesidad de establecer ciertos límites. Para una mejor intelección del contexto de ese episodio conviene detenernos, antes de seguir avanzando con el artículo de Aubenque, en la consideración de algunas coordenadas esenciales del pensamiento aristotélico.

Nacido en Estagira en el año 384 a. c., y habiendo sido Nicómaco, su padre, el médico personal del rey Amintas II —abuelo de Alejandro Magno— Aristóteles completó sus estudios a partir de los 18 años en la Academia de Platón, quien pronto lo invita a asociarse en sus labores docentes, siendo éste el punto de partida para el desarrollo de sus propias concepciones. Sobre ellas, es preciso situar que la filosofía práctica de Aristóteles —a diferencia de su filosofía teorética—, tiene por objeto la actividad del hombre orientada a la realización de valores morales, a la consecución del Bien específicamente humano. Los componentes esenciales de su «filosofía de las cosas humanas» son la Ética y la Política, entre las que hay para Aristóteles una unidad radical. «Esta unidad, además, es, para el pensamiento antiguo —señala Antonio Gómez Robledo en su introducción a la Ética Nicomaquea—, mucho más íntima de lo que hoy postularíamos, inclusive en el caso de que no compartamos la idea del divorcio completo entre Ética y Política, defendido por Maquiavelo»3. Para Aristóteles, por el contrario, no sólo es inconcebible esta separación, sino que, por el hecho mismo de ser el hombre un «animal político», no puede entendérsele, ni a él ni a su conducta, sino en el seno de la Polis, siendo ella parte de su estructura más íntima y en cuyo contexto, solamente, podrá el hombre realizar «... la perfección de su naturaleza específica».

A partir de Aristóteles —que fue quien la erigió en disciplina independiente— suele entenderse por Ética al capítulo de la filosofía orientado a la observación del valor de la conducta humana: «Sólo qué —nos advierte Robledo— la axiología de la conducta humana cubre en la ética antigua un territorio mucho más amplio que en la ética moderna...». Y esto se debe a que, en la mentalidad helénica, el concepto o categoría esencial a toda Ética, el concepto de virtud, aparece asimismo desplegado con mucha mayor amplitud. «Virtud (areté) quiere decir, para un griego, no sólo una perfección moral propiamente dicha, sino toda excelencia y perfección en general, que de algún modo es valiosa, y contribuye, por ende, a plasmar un tipo mejor de humanidad...». El ideal del hombre se sitúa de este modo como una mezcla indivisible de belleza y bondad, resultante de la puesta en juego de diversas cualidades éticas y estéticas, físicas y espirituales, las cuales veremos desgranadas por Aristóteles más que puntillosamente en cada uno de los libros que componen su Ética a Nicómaco. En este contexto, y junto con algunas que pronto coincidiríamos en considerar como virtudes, Aristóteles sitúa otras que resulten quizás más curiosas para nuestro tiempo, como la buena conversación, la magnificencia, y sobre todo la amistad. Sobre esta última, no es un dato menor que Aristóteles la sitúe en los dos últimos peldaños del camino a la Felicidad... Y no es casual que la ubique así, cuando vemos que lo primero que dice en su tratamiento del tema, en el inicio mismo del libro VIII, es por demás elocuente: «... la amistad es una virtud o va acompañada de virtud y es, además, la cosa más necesaria en la vida. Sin amigos nadie escogería vivir, aunque tuviese todos los bienes restantes. Los ricos mismos, y las personas constituidas en mando y dignidad, parecen más que todos tener necesidad de amigos. ¿Cuál sería, en efecto, la utilidad de semejante prosperidad quitándole el hacer bien, lo cual principalmente y con mayor alabanza se emplea en los amigos? ¿O cómo se podría guardar y preservar dicho estado sin amigos? Porque cuanto mayor es, tanto es más inseguro. Pues en la pobreza también, y en las demás desventuras, todos piensan ser el único refugio los amigos. A los jóvenes asimismo son un auxilio los amigos para no errar; a los viejos para su cuidado y para suplir la deficiencia de su actividad, causada por la debilidad en que se encuentran; y a los que están en el vigor de la vida, para las bellas acciones: son dos que marchan juntos4, y que, por ende, son más poderosos para el pensamiento y la acción». Llegados hasta aquí —y luego de este aristotélico elogio de la amistad—, resulta oportuno, no obstante, retomar el trabajo de Pierre Aubenque, en donde podremos hallar una precisa puntuación de aquellos bordes en donde el bien y la virtud inmanentes a ella se muerden su propia cola...

Las paradojas de la amistad.

Como punto de partida, Aubenque pone de relieve el hecho de que si bien podríamos pensar que los conflictos de ese género «...no conciernen más que a amistades imperfectas, o basadas en algún malentendido...» —sobre lo cual podríamos poner como ejemplo lo que señalábamos al comienzo respecto de los inicios de nuestra práctica, bajo aquella primera y confusa denominación de Amigo Calificado—, en un análisis más profundo queda a la vista que esas contradicciones «...no están ausentes en la esencia misma de la amistad». La primera de ellas podemos abordarla a partir de una tesis que Aristóteles retoma de Empédocles, según la cual «lo semejante ama lo semejante». De allí se desprende su caracterización de la amistad en términos de una «igualdad entre amigos». Esto, sin embargo, no quiere decir que entre amigos no puedan tolerarse desigualdades. ¿Cómo podrían tolerarse aquellas «desigualdades» que se presentan en una relación de amistad? Según Aristóteles, debe haber en ese caso una compensación, regulada por una «ley» que él enuncia de manera muy curiosa: «En todas las amistades donde interviene un elemento de superioridad, es según la ley de proporción que se hace necesario amar; por ejemplo: el mejor debe ser más amado de lo que él ama». Esto tiene sus límites, dado que si esa desigualdad es tal que no hay medida común entre ambos términos, entonces ya no habrá amistad posible. Es lo que sucedería en el vínculo entre cualquier hombre y un Dios. Más allá del interés o la polémica que se pueda plantear aquí respecto de las cuestiones religiosas, veremos la dificultad que se presenta al ponerse esto en conexión con el pivote central de la ética aristotélica, la cuestión del «bien».

¿Cuál sería, en la concepción aristotélica, el mayor bien que podríamos desear a nuestros amigos? Que se conviertan en dioses. Esto, sin embargo, nos lleva a una fuerte zona de conflicto, puesto que en ese caso, de acuerdo a la ley de proporción, de convertirse nuestros amigos en dioses esa amistad ya no sería posible, teniéndose que optar de este modo entre el deseo, para nuestros amigos, del mayor bien, o la posibilidad de perderlos como tales. Como señala Aubenque, «es el destino trágico de la amistad este desear para el amigo un bien mayor y más puro cuanto más grande es la amistad, que no subsiste empero "más que si el amigo permanece tal cual es": ni Dios, ni sabio, simplemente hombre. La amistad tiende a apagarse en la trascendencia misma que ella desea: en el límite, la amistad perfecta se destruye a sí misma. La amistad humana encierra pues en su definición una imperfección en esencia». La misma «imperfección» —podríamos agregar— que encierra la noción de Bien y la Ética que de ella se desprende, radicalmente opuesta a la naturaleza del sujeto deseante, tal como Freud lo desarrollara en El malestar en la cultura (1930), retomándolo luego Lacan en su seminario de 1959/60, sobre La Ética del Psicoanálisis.

Hay un texto de Italo Calvino, El vizconde demediado, que ilustra de manera maravillosa las paradojas y los límites propios del Bien, del amor al prójimo, de la bondad y cosas por el estilo. La situación que allí se plantea es francamente absurda, pero justamente por eso permite llevar al extremo todas esas cuestiones. Se trata de un gentilhombre que, en la época de las Cruzadas, es alcanzado en plena batalla por una bala de cañón, con el increíble resultado de partirlo exactamente en dos mitades; cada una de las cuales, en el desorden general de la refriega, logra sobrevivir autónomamente, determinando el azar que ya no se vuelvan a juntar. Una de esas mitades encarna desde entonces todas las «virtudes» del vizconde, todo lo bueno que habitaba en él; quedando concentrado en la otra lo que habitualmente designamos como «las fuerzas del mal». El efecto cómico del texto reside en dejar al descubierto el modo en que ambos, en el límite de su acción, terminan produciendo lo contrario de lo esperado, destacándose en particular lo insoportable que resulta para quienes lo rodean aquel que sin embargo representa al Bien en su máxima pureza... Todas sus acciones se ordenan en la búsqueda del Bien, en donde se descubre el completo dominio del evangélico mandato de amor al prójimo. Lo que termina resultando de ello, sin embargo, a casi nadie le cae bien... El tema, por supuesto, amerita un desarrollo mucho más profundo, que deberemos dejar para otra oportunidad. Prosigamos pues con el texto de Aubenque.

¿Existen otras amistades, más allá de las propiamente humanas? Los siguientes párrafos del artículo están dedicados a despejar este interrogante, que lleva al autor a considerar —en un breve recorrido— la problemática de la amistad respecto de los animales, los esclavos, el sabio, y nuevamente Dios. Lugares, hay que decir, que —infortunadamente— no son para nada ajenos a los que suele transitar, en algunos momentos de su experiencia clínica, el acompañante terapéutico. No nos detendremos aún en ello, más que para introducir las siguientes cuestiones que atañen a nuestro recorrido. La primera, tiene que ver con una dimensión especular o imaginaria de la amistad, que nos remite a ciertos temas que ya hemos tenido ocasión de comenzar a desarrollar en las clases anteriores, y que podemos conectar con aquello que Freud conceptualiza en torno de la identificación5. En este punto, la amistad cobra en la concepción aristotélica —según Aubenque— una función esencial para la configuración de la propia imagen del sujeto, para la cognición de sí mismo: «la condición humana es tal que el conocimiento de sí es ilusorio, y se convierte en autocomplacencia, si no pasa por la mediación del otro». Siguiendo a Aristóteles, «No podemos contemplarnos a partir de nosotros mismos... al igual que, si queremos contemplar nuestro rostro, lo hacemos mirándonos en un espejo, cuando queremos conocernos nos miramos en un amigo. Pues el amigo es otro yo mismo». Se sigue de ello que «Dios no necesita amigos, pero sí el hombre semejante a él...». No los necesita Dios, en la medida en que nada hay mejor que él mismo, y por lo tanto nada hay más allá de sí mismo que pudiera interesarle contemplar: Dios es para sí mismo el bien, y en él la intención y el acto están signados por su recíproca inmediatez, nada se interpone entre ellos. El hombre, por el contrario, en su vida moral, en su conocimiento, en su trabajo, en su búsqueda del Bien, necesita de medios que le permitan realizar sus propósitos: «Así, —concluye Aubenque— es necesario que el hombre tenga amigos, ya que no puede conocerse y realizar su propio bien sino "a través de su otro yo mismo". En este sentido, la amistad no es más que un mal sustituto de la autarquía divina, como la reflexión no es más que un sustituto de la autocontemplación, y la virtud no es más que un sustituto de una sabiduría más que humana». No obstante, a pesar de la desvalorización que parecería desprenderse de esta concepción aristotélica sobre las cosas humanas —y entre ellas la amistad—, se debe señalar que Aristóteles, al mismo tiempo, ubica al hombre como «...el agente privilegiado de esta inmensa sustitución por la cual el hombre imita y acaba lo que la Naturaleza o Dios han querido, pero no han acabado...». En ese contexto, «...la amistad también prolonga, a nivel del hombre, las intenciones divinas: sustituyendo a la contingencia del encuentro por la inteligibilidad de la elección reflexiva, introduce en el mundo sublunar algo de esa unidad que Dios no pudo hacer descender hacia él...». Vemos cómo, sin proponérnoslo, nos hallamos de pronto frente a la problemática de la castración. De acuerdo a la conceptualización de Aristóteles, el hombre, estructuralmente «incompleto», requeriría en el camino de la felicidad de la mediación del otro, del semejante, el otro con minúsculas de la terminología lacaniana. Allí, la amistad encuentra un lugar privilegiado: «...la amistad es una asociación, y lo que el hombre es para sí mismo, esto es también para su amigo (...) en lo que a nosotros concierne, la conciencia de nuestro existir nos es amable, y también, por tanto, del amigo; y como esta conciencia se traduce en acto en la vida común, de aquí que con razón los amigos tiendan a ella. Y lo que la existencia significa para cada hombre en particular o aquello por lo cual apetecen vivir, en esto quieren pasar su tiempo con los amigos; por lo cual unos se reúnen para beber, otros para jugar a los dados, otros para el deporte, o para ir juntos de caza, o para filosofar en compañía (...) Y así, como puede verse, se hacen progresivamente mejores por el ejercicio de los actos amistosos y la corrección recíproca, y se modelan tomando unos de otros las cualidades en que se complacen...». Lo destacado en negritas de este último párrafo, con el que Aristóteles cierra sus dos libros sobre la amistad, nos permite tender el puente para retornar a lo específico de nuestra práctica, para poder ubicar ahora, luego de esta breve puntuación, algunas cuestiones esenciales para orientar las intervenciones del acompañante ante la emergencia de esta problemática.

La amistad como problemática clínica en el Acompañamiento Terapéutico.

Como decíamos al inicio de la clase, previo a todo debate sobre el tema debemos señalar un hecho irrecusable: en su trabajo clínico, el acompañante terapéutico se ve llevado, con suma frecuencia, a una modalidad de vínculo que se plantea en un plano de «amistad» —pronto veremos por qué ponemos la palabra «amistad» entre comillas—; incluso, podemos decir que suele ser el paciente mismo, casi sin ambigüedades, quien a menudo tiende a ubicar al acompañante en ese lugar. Esto es algo de lo más habitual, y se desprende, en primer término, de la asidua circunstancia de ser tan numerosas las horas de trabajo dedicadas por el acompañante a un mismo sujeto, que en el caso extremo de las internaciones domiciliarias o institucionales pueden ser 5, 6 y hasta 8 horas diarias o más —aunque esto último no sea muy recomendable—, varias veces por semana. Si se suman a ello las características peculiares de las actividades que se suelen realizar en ese ámbito —charlas, caminatas, juegos, incluyendo salidas recreativas tales como ir al cine, a un bar, etc.—, es decir, si consideramos el hecho de compartir con frecuencia y durante tantas horas actividades de esas características, vemos cómo se configura casi inevitablemente el escenario propicio para que se generen, por parte del paciente, tales sentimientos. Ahora bien, habida cuenta de ello, se hace entonces preciso discriminar allí aquellas cuestiones que pueden constituirse en un obstáculo para que la intervención del acompañante resulte eficaz, de otras que hacen que ese componente amistoso del vínculo —o esta relación de «amistad», reiterando las comillas— favorezca el trabajo a realizarse en ese espacio, haciendo posible, incluso, su propia configuración. Es decir, es preciso discriminar, en nuestro abordaje de la problemática de la amistad, por un lado, su vertiente favorecedora del trabajo clínico; y, por otra parte, todo aquello que puede operar como un obstáculo.

¿De qué modo puede favorecer el trabajo clínico que el vínculo establecido entre el acompañante y el paciente tenga características amistosas? Habría que aclarar, en primer término, que el acompañante terapéutico va a ubicarse necesariamente en un lugar distinto al del terapeuta o el psicoanalista. Esto es un punto importante para subrayar. No sólo por el tipo de actividades, el tipo de consignas que se establecen generalmente como «objetivos» de su intervención, sino porque también hay que destacar como una de las claves de su eficacia el hecho de que el acompañante terapéutico pueda ofrecerse prevalentemente como semejante, a diferencia de la disparidad esencial a la función del analista. ¿Por qué sería esta una de las claves para la eficacia de su intervención? Simplemente, porque ese acercamiento abre las puertas a la depositación de una confianza en el otro que a menudo resulta decisiva para que el sujeto pueda dar algún paso hacia el reordenamiento de sus relaciones con el mundo. Por supuesto, esto habitualmente tiene lugar cuando es correlativo de un cambio de posición subjetiva jugado a otro nivel de su tratamiento.

Sobre ese lugar del semejante, podemos pensar algunas cosas más en su conexión con la problemática de la amistad. Veíamos en el texto de Aristóteles que ella «...se caracteriza como una igualdad entre amigos», siendo posible admitir en todo vínculo, sin embargo, alguna asimetría, sin que eso vaya en desmedro de su componente amistoso... En ese caso, siguiendo a Aristóteles, debe haber alguna compensación, regulada según la ley de proporción. No obstante, es preciso recordar los límites que él nos advierte: «...si la superioridad de uno de los dos términos es tal que no hay medida común entre ellos, ya no habrá amistad posible». En este punto, lo que queremos señalar es que en tanto el acompañante terapéutico se aleje demasiado de ese lugar de semejanza, se correría el riesgo de perder la posibilidad de instituir con el paciente — tomando las palabras de ese texto— «...algún tipo de medida común». Podría suceder, en consecuencia, que se disloque la construcción del vínculo, haciéndose muy difícil la progresión del trabajo clínico. Incluso, hasta puede suceder que en ocasiones el acompañante se erija en un objeto persecutorio, o que se generen por parte del paciente reacciones de hostilidad hacia él. Supongamos el caso de que busque un acercamiento afectivo ya sea a través de bromas, juegos, un abrazo, etc., y que el acompañante, como única respuesta a esta demanda, tome distancia de él y lo rechace sistemáticamente, señalando cada vez que «no es su amigo»... Sería difícil que se diera la posibilidad de establecer algún vínculo favorable con respuestas así. O, llevado al extremo, si el acompañante terapéutico se pusiera en el lugar de la atención flotante, o del muerto —tal como Lacan lo plantea en su analogía con el lugar del analista, en el juego del Bridge— , imagínense, en una relación de 6 u 8 horas continuas, lo que resultaría si se respondiera todo el tiempo a un paciente con silencios, o preguntándole «¿Qué se le ocurre...?», o pidiéndole asociaciones con cada cosa que dice... Cuando esto sucede, se ve en la práctica que se generan situaciones de gran hostilidad, porque aunque sea imaginariamente, lo que el paciente busca, en primer término, es una cierta relación de semejanza, algún espejo que le permita comenzar a verse, al menos, un poquito mejor...

Lo importante a considerar aquí es desde qué posición responde el acompañante a todo esto. En la entrevista a Roland Broca —que incluimos como parte de la bibliografía6—, hay un interesante pasaje en el que habla sobre cómo él se plantea el trabajo con pacientes psicóticos, que puede servirnos como referencia: «...Una de las primeras lecciones en el abordaje de las psicosis fue la idea de que había que tener un respeto humano comparable al que uno puede tener hacia un amigo, que uno puede dirigirse al psicótico con la misma espontaneidad, con las mismas palabras con las que uno se dirige a alguien familiar. Aunque parezca evidente, esto de tratar a los locos como seres humanos, como semejantes, es a mi parecer lo más difícil y lo más complicado del abordaje de las psicosis, es decir, no considerar al otro como objeto». Hay varios puntos interesantes en este breve fragmento de la entrevista, pero lo que importa destacar aquí es cómo el hecho de ubicarse como semejante, en un lugar de cierta «espontaneidad» y «familiaridad» —vamos a llamarlo así también entre comillas—, abre la posibilidad de establecer un vínculo cualitativamente distinto. Aquí Broca está hablando específicamente de las psicosis, pero lo que dice no sólo tiene validez para el tratamiento de pacientes psicóticos, sino que puede hacerse extensivo también a todos aquellos sujetos cuyo tratamiento —más allá del diagnóstico— requiere en algún momento la intervención de otros recursos complementarios al análisis o la psicoterapia, que posibiliten el reencauzamiento de su posición subjetiva. En otras palabras, lo que él plantea apunta a evitar la poco feliz estrategia de ubicar al paciente como objeto de tratamiento, en una apuesta que, por el contrario, intenta sostenerlo en su condición de sujeto deseante. Nos preguntaba un alumno, en uno de nuestros seminarios: ¿La función del acompañante terapéutico consistiría entonces en un «dejarse ubicar »? Efectivamente, de algún modo, esto es lo que vamos describiendo: sería preciso oscilar entre, por un lado, este «dejarse ubicar» en un plano de amistad —haciendo la aclaración de que aunque no podríamos decir que el acompañante será siempre situado como un amigo, sí por lo menos debemos dar la posibilidad de trabajar sobre ello cuando el vínculo sea así planteado por el paciente—; y, por otro lado, es necesario que el acompañante tenga en claro sus límites, en tanto que su posición está enmarcada en una estrategia... El encuadre del dispositivo en el que se incluye su intervención pasa a ser, de este modo, ese elemento regulador comparable —en cierto sentido— con la ley de proporción que formulaba Aristóteles.

Conviene aquí detenernos para hacer una nueva aclaración, relativa a una pregunta que suele presentarse a propósito de este «dejarse ubicar», u «ofrecerse» a ese vínculo amistoso, desde un lugar de semejanza o amistad. ¿Se trata de un engaño, o de propiciar una suerte de «ilusión»? Nos parece interesante la comparación que proponía otro de nuestros alumnos, introduciendo el interrogante acerca de si el amor de transferencia es ilusorio o es genuino. Hay que decir, en primer término, que Freud jamás consideró al amor de transferencia como algo meramente ilusorio. De la misma manera, podemos preguntarnos si el amor que siente el niño por su objeto transicional es meramente ilusorio: basta con intentar quitárselo cuando está por irse a dormir con él, por la noche, para comprobar la real naturaleza del lazo que lo une a ese objeto. Hay que entender que, de algún modo, los pacientes con los que solemos trabajar en acompañamiento terapéutico son como niños que vienen de romper o perder a todos sus ositos, y una de las claves en la dirección de la cura es averiguar cuál es la trama oculta de esa escena... Está claro que, en ese camino, no es conveniente que los acompañantes se rompan... Por eso insistimos en que sus intervenciones deben ajustarse siempre a una estrategia, en el marco de un dispositivo suficientemente continente. Enseguida volveremos sobre esto.

Nos queda por situar, por último, como otro de los aspectos positivos del establecimiento de un vínculo de características amistosas, el efecto de «bálsamo» —llamémosle así—, que produce muchas veces la presencia de un semejante, de alguien que pueda brindarse simplemente al diálogo, o a estar allí presente en un momento en que el sujeto se encuentra desbordado por su angustia o en situación de crisis. Comprobamos con frecuencia cómo esta sola presencia genera una substancial sensación de alivio, permitiendo que ese malestar que acosa al paciente en esos momentos pueda tener, por la vía de la palabra, alguna tramitación. En las próximas clases vamos a volver sobre esta cuestión de la presencia del semejante en relación a su operatividad frente a ese exceso de padecimiento psíquico que retorna compulsivamente sobre el sujeto —y los fenómenos clínicos que ello motoriza—, eso que desde Lacan podríamos situar en términos de goce. Y cómo la presencia del acompañante terapéutico puede facilitar su acotamiento.

¿Cuáles son los aspectos, en la problemática de la amistad, que pueden instalarse como obstáculos en el acompañamiento? Vamos a mencionar, en principio, que en el caso de que el acompañante terapéutico se sitúe o responda desde el lugar de un amigo, es decir, que no solamente sostenga esta relación de semejanza posibilitando el establecimiento de estas características amistosas en el vínculo, sino que además él mismo —parafraseando a Lacan— «responda a esta amistad con amistad», inevitablemente esto va a tener como consecuencia que se borren ciertos límites indispensables para operar de manera eficaz desde su función específica. Podemos tomar como ejemplos paradigmáticos dos elementos esenciales al encuadre, como son el establecimiento de los horarios o el manejo del dinero. Cuando se genera alguna confusión de esta naturaleza y en nombre de esa «amistad», ante alguna demanda del paciente destinada a hacerlo cómplice en alianzas contrarias al trabajo terapéutico, el acompañante se ve envuelto en alguna trasgresión al dispositivo —quedándose más tiempo del pautado sin que haya un motivo que lo justifique, o prestándole dinero, etc.—, las consecuencias suelen ser nefastas. Porque por mínima que sea esa trasgresión, su ocultamiento introduce invariablemente un malestar en el propio seno del dispositivo, abriendo una brecha entre el desprevenido acompañante y el resto del equipo interviniente que, más tarde o más temprano, terminará produciendo cortocircuitos.

A esto hay que agregar, por otra parte, que el borramiento de toda diferencia, de toda asimetría entre el acompañante y el sujeto, suele generar el terreno propicio para que ese vínculo desemboque en una relación de rivalidad luego difícilmente manejable. Podría expresarse en estos términos: «si somos iguales —podría argumentar el paciente— porqué tendría yo que aceptar o dar lugar a tu palabra, a tus consignas, a tus horarios; si somos amigos, ¿porqué quedar yo en ese lugar de subordinación respecto de ti...?». Digamos que si el acompañante terapéutico queda capturado en ese vínculo de amistad, si se cristaliza en este lugar de amigo en que puede tender a ubicarlo el paciente, va a enfrentarse sin dudas con las mismas paradojas que Aubenque —siguiendo a Aristóteles— plantea como intrínsecas a ella, las que lo llevarán a su vez a confrontarse con cuestiones éticas tales como las que fuimos describiendo, pero fundamentalmente con una encerrona técnica de la que le será muy difícil librarse. Es decir, en última instancia, se llegaría a toda una suerte de conflictos de deberes que pronto alejarían al acompañante de su función, neutralizando su operatividad y eficacia clínica. Por eso es fundamental que el acompañante esté advertido de estas maniobras que el paciente muy probablemente intentará realizar —por lo general, de manera inconciente— tendientes al resquebrajamiento del dispositivo: no se trata de otra cosa que de su propia resistencia a la curación al servicio de la pulsión de muerte. Frente a ello, la única respuesta que lo pondrá a salvo será remitir toda demanda «extraña» o inquietante, al lugar adecuado... Es decir, al terapeuta, al analista, o a la instancia del tratamiento desde donde se pueda hacer alguna lectura más precisa de lo que allí pueda estar en juego a nivel de la problemática subjetiva de cada paciente, que permita una intervención apropiada, por encima de toda rivalidad especular. Algunas veces se dirá que sí, otras se dirá que no, pero lo importante es cómo se inscribe esa respuesta en el marco de la estrategia del tratamiento, en la lógica singular de cada caso.

Por último, quedaría por puntualizar que más allá de las maniobras que puedan ponerse en juego atendiendo tanto a lo que hace a la amistad como obstáculo, como a sus aspectos favorecedores del vínculo, no se trata de introducir jamás, bajo la máscara de la amistad, a un agente —el acompañante terapéutico— que estaría destinado a ser soporte de un «modelo de salud mental», ni que deba ofrecerse a esta relación de semejanza para brindarse solapadamente como un modelo al que el sujeto deba identificarse para alcanzar la curación. La eficacia de sus intervenciones difícilmente residirá allí. Por el contrario, asumir una posición semejante, solidaria de un Saber acerca de cuál sería el Modelo de Salud Mental a alcanzar por todo paciente, no sólo ubicaría al acompañante inadecuadamente del lado del Sabio o de Dios —remitiéndonos nuevamente al texto de Aristóteles—, sino que dejaría poco espacio para la palabra u otras manifestaciones del sujeto, propiciando el acallamiento de esa verdad subjetiva que está a la base de su padecimiento psíquico.

Gabriel O. Pulice

Marzo/04

Notas

1 Kuras de Mauer, S.; Resnizky, S.; Acompañantes Terapéuticos. Actualización teórico-clínica, Buenos Aires, Letra Viva, 2003.

2 AAVV; El Murciélago, Buenos Aires, Anáfora Editora, 1990. Director: Germán García.

3 México, Editorial Porrua, 1992.

4 La Ilíada.

5 Ver en particular la clase n° 3 de este seminario, La función del acompañante terapéutico y su inclusión en la estrategia de un tratamiento.

6 Broca, Roland; Entrevista por Daniel Geller; en Revista Psicoanálisis y el Hospital, año 2, n° 4, Buenos Aires, 1994.


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