Ir a la página principal del Programa de Seminarios por Internet de PsicoMundo
Seminario
Fundamentos clínicos del
acompañamiento terapeutico

wwww.edupsi.com/at
at@edupsi.com

Organizado por PsicoMundo

Dictado por : Gabriel Pulice y Federico Manson


Clase 9
Los paseos

Bajar la clase en formato Word
Transferir clase en archivo .doc de Word para Windows


Abordaremos aquí un modo particular de realizar la labor de acompañamiento terapéutico: los paseos. ¿Cuál es su valor clínico en el trabajo con pacientes de difícil abordaje? ¿Es posible incluir los paseos como parte de las estrategias y los objetivos que a través del acompañamiento nos proponemos alcanzar? ¿Cuáles serían las consignas y planificaciones que es necesario considerar de manera preliminar para realizarlo? ¿Qué especificidades habrá que atender en cada grupo etario? Otra pregunta no menos importante es: ¿dónde pasear? ¿Qué lugares ofrece el espacio urbano para que quienes trabajan con estos sujetos puedan desplazarse con seguridad y sin que los pacientes tengan que experimentar en ocasiones el rechazo, la inquietud o la conmiseración que su presencia genera, precisamente —como resultado de un largo proceso que bien describe M. Foucault en su Historia de la Locura en la Época Clásica, que ha empezado a revertirse desde hace relativamente poco tiempo—, entre quienes habitan la ciudad?

Nos proponemos poner de relieve, a lo largo de este capítulo, algunas de las características que hacen al espacio urbano, y a la relación que tanto los pacientes como sus acompañantes pueden establecer con él; sin olvidar que en ocasiones también es posible realizar este tipo de actividades en ámbitos no ligados a su cotidianeidad y su hábitat acostumbrado. En este contexto, vale la pena detenerse a considerar, asimismo, la relación que se establece entre el sujeto y su cuerpo, así como también con su propia casa —entendida como «hogar»—, y su ciudad o lugar de residencia habitual. Como dijera Don Juan como parte de sus Enseñanzas, en la primera de las obras de Castaneda: «…aquí hay un lugar que es mi lugar y yo lo encontré, ahora tu deberás encontrar el tuyo…». De este modo, la pregunta dirigida al sujeto acerca de dónde pasear, tiene necesariamente el efecto de implicarlo como sujeto de deseo, es decir, abre una puerta de salida del circuito de la alienación y el encierro institucional o domiciliario, al tener que decidir él mismo adonde quiere ir: «...El paseo, desde luego —señala Tosquelles—, forma parte más del mundo de los deseos que del mundo de los deberes. Se espera en el paseo una «liberación» de los deseos; o en todo caso una mayor libertad...».

En sus diversos grados, el salir de paseo es una actividad que puede realizarse en todas las edades. No obstante, deben considerarse, en cada caso, las características y la función de esta actividad. La posibilidad de realizar paseos con pacientes graves internados en instituciones psiquiátricas o en forma domiciliaria, así como con niños autistas, psicóticos o débiles mentales profundos, abren frente a nosotros un área de trabajo particularmente rica e interesante, presentándonos al mismo tiempo algunos desafíos que deberemos enfrentar y resolver, en el amplio campo que representa la temática general de los paseos.

¿Acaso su única utilidad es la de permitir «descansar» al personal de la institución o a la familia; la de «cambiar de ambiente»? Por supuesto que no. Desde una posición de cierta ingenuidad podríamos pensar, en primera instancia, que los paseos se inscriben simplemente en el orden de las diversiones. Es posible situarlos entre esas cosas que parecen «a priori» no servir para nada, o entre las que se conciben como una mera «gratificación», una recompensa, una diversión con la que se premia a alguien, o con la que alguien se premia a si mismo. Sin embargo, hay que señalar que el efecto de alivio que se produce a través del paseo justifica de por sí su pertinencia: efectivamente, los paseos suelen «aliviar» ciertas ansiedades que con frecuencia se producen, sobre todo, en el ámbito institucional, teniendo en cuenta ese viejo aforismo que dice que «las instituciones hacen síntoma de aquello de lo que se ocupan», y esto suele generar situaciones desagradables en las que el sujeto queda habitualmente inmerso; en muchos de esos casos, el paseo posibilita una considerable disminución de las tensiones generadas por tales situaciones, es decir, suscita una «distensión». Sobre ello, F. Tosquelles señala que: «...El paseo se abre como una posibilidad, al menos, de salir, aún cuando sea provisionalmente, de una situación psicológica difícil, es decir de una situación en la cual las relaciones interhumanas constituyen un problema, o no evolucionan, una situación de encierro...» en donde esos sujetos se encuentran «...en cierto modo «sometidos» a condiciones materiales interhumanas que hacen ley —la clase, la casa, la celda de la prisión, la fábrica, la clínica psiquiátrica, el hospital de día, etc.— De momento se va a respirar un aire nuevo, a corazón abierto. Uno se va a pasear fuera, fuera de la situación que casi se volvía asfixiante...». Debemos advertir, sin embargo, que uno de los riesgos importantes que enfrentamos en relación con esta actividad es el de reducirla a que quede situada como un «intento de fuga hacia adelante», una postergación, allí donde hay algún desborde que no se está pudiendo tramitar en el espacio adecuado.

Esto nos pone frente a la pregunta de cuál es el concepto de paseo con que nos manejaremos ante situaciones como las descriptas; es decir ¿pensaremos la actividad como un mero «remedio» usado como válvula de seguridad o de escape? Tosquelles nos advierte al respecto que el paseo podría constituirse en «...la evasión de una tensión irresistible...». Pensamos que este modo de abordar la actividad no es el más conveniente pues suele ocurrir que en muchos casos esa tensión irresistible o insoportable sale a pasear junto con el sujeto y el acompañante, con todos los riesgos y complicaciones que ello implica. En todo caso, será tarea de los profesionales a cargo —incluidos los acompañantes terapéuticos— evaluar las ventajas y desventajas de una salida en estas condiciones y tratar de elaborar la situación en la instancia clínica correspondiente, como paso previo a toda salida. El objetivo y las características del paseo tienen que poder justificarse por la «realidad» de lo que cada sujeto está atravesando en el marco de su tratamiento, tanto como en la coyuntura histórico-vivencial en que se halla inmerso.

Llegados a este punto, podemos ver que en ningún caso el paseo debe ser considerado —al menos en lo que hace a la tarea del acompañante—, como una simple «diversión» o un «pasatiempo». Por ejemplo, si se decide ir al cine, no es tan sólo para que el paciente y el acompañante vayan a ver una película —aún cuando la vean—, sino que pueda capitalizarse la situación propiciándose que sea el paciente quien elija el film teniendo en cuenta sus características, las indicaciones del equipo respecto de qué tipo de películas conviene o no que vea, y los posible efectos —a trabajar a posteriori con él— que puede tener durante y después de verla. Del mismo modo, la elección del lugar al cual concurrir tiene también sus efectos que es necesario elaborar, pues son parte esencial de la tarea. Nos parece importante, entonces, no situar el pasear bajo el aspecto de una huida del tedio o del encierro, ni tampoco bajo un aspecto rutinario desconectado por completo, o casi, de la orientación de la cura, sino que por el contrario se debe considerar como un punto central en su planificación, siguiendo a Tosquelles, «...que colaboremos con el sujeto en sus ensayos para obtener que su deseo se articule (...) vivificando y personalizando su trabajo de elaboración...». Como dijimos al comienzo, en los paseos es posible trabajar, por una parte, con algunas cuestiones relativas al deseo del sujeto, a lo que podríamos llamar el encuentro con aquellos objetos que por el acto de pasear se descubren, lo que nos conduce a la posibilidad de llevar adelante un trabajo de elaboración que implica en él al sujeto paseante.

Otro punto importante, que no se debe dejar de examinar, son las derivaciones que este tipo de actividad puede producir en el aspecto psicomotriz, especialmente en el trabajo con niños con diferentes patologías y pacientes de la tercera edad, a quienes los efectos secundarios de la medicación suelen producirles diversos síntomas físicos, tales como rigidización, enlentecimiento, mareos… Cabe decir, no obstante, que las precauciones y cuidados a tener en cuenta previo a la realización de esta actividad deben hacerse extensivos en general a toda población de pacientes. Entre esos preparativos, deberá considerarse la previsión de accidentes e incidentes —que pueden en ocasiones ser más o menos graves—, que todo emprendimiento de ésta índole puede deparar, desde una caída y/o un golpe de mayor o menor importancia, hasta la aparición de molestias musculares producidas por una sobre exigencia en la actividad: «Podemos decir —señala Tosquelles— que todo paseo implica una ejercitación, una práctica del dominio corporal», dominio que no se puede dar por sobreentendido. En el caso de los niños, en particular, es necesario apelar —agrega este autor— a «...Un poco de «polvos de la madre Celestina» que protegen al niño de sus propias emociones sádico-masoquistas y sus tendencias autodestructivas. Un poco de algodón, una cruz de esparadrapo, son para él un signo de triunfo sobre su propio cuerpo...». No se trata, en el caso de los niños con trastornos graves, los llamados débiles mentales o con síndrome de Dawn, de pretender enseñarles a no caerse —lo que los haría más temerosos y aumentaría su inseguridad y sentimiento de impotencia—, sino que por el contrario, conviene más bien prepararlos, dentro de lo posible, para que puedan caerse sin hacerse daño, o recibiendo el menor daño posible. Esto se obtiene con la práctica de los ejercicios adecuados, cuya supervisión estará a cargo de los psicomotricistas en su labor específica dentro —o fuera— de la institución; lo que nos conduce nuevamente al trabajo en equipo y al concepto de interdisciplina. Asimismo, es importante que los acompañantes sepan observar las insuficiencias psicomotrices que se revelan en el transcurso de la actividad, tanto como otras insuficiencias relativas a las posibilidades de ubicarse tanto temporo-espacial como socialmente.

Conviene, en función de ello, ir modulando gradualmente tanto la cantidad de tiempo del que se dispondrá en cada salida, como las distancias que se recorrerán, siendo lo más aconsejable comenzar con una exploración por las cercanías del lugar de residencia o internación de cada sujeto, para evaluar a partir de esas primeras experiencias la posibilidad de ampliar el margen de tiempo y el campo de acción. No es un concurso ni un examen, ni una prueba de resistencia para el paciente ni para el acompañante, teniendo en cuenta que algunos pacientes por las características de su patología pueden tener una gran resistencia física. Las paradas no deben ser vividas, por aquellos pacientes por los que evaluemos la necesidad de detenernos, como un fracaso personal; es necesario preverlas y articularlas —en tanto estén debidamente planificadas— a otros motivos además del cansancio o la discapacidad, como por ejemplo: aquí hay tal o cual cosa interesante por la que vale la pena detenerse, una plaza, un árbol de características singulares, etc., sin por ello negar la posibilidad de que alguien se canse. En lo que hace al descanso es posible aprovecharlo para la contemplación, la valoración sensorial o de otro orden del objeto que atrae nuestra atención y la de los niños, así no sólo se descansa sino que «este» árbol, «esta» roca, «este» parque, se convierten para el niño en objetos de su atención, elementos con los que es posible trabajar; es decir: jugar, y a través del juego hacer posible que estos objetos pasen a tener un lugar en el niño y a ser de ese modo algo así como un puerto seguro, un puerto donde se puede descansar y desde el cual se puede volver a partir y retomar el camino. Como veremos más adelante en el caso de Juan, ese reconocimiento de lugares y objetos puede ponerse finalmente al servicio de un objetivo más específico, como generar las condiciones para su autovalimiento en la vía pública, pudiendo este joven, al cabo de un tiempo de acompañamiento, comenzar a viajar solo desde su casa hacia la clínica de día a la que concurría.

Otras cuestiones que se deberán prever son aquellas derivadas del traslado de los diversos elementos que cada paseo requiere: alimentos, bebidas, dinero, muda de ropa extra, materiales para desarrollar las actividades lúdicas programadas, elementos de comunicación —telefonía celular, handy—, mapas o guía de calles y transporte, etc. El paseo, al decir de Tosquelles, «...debe servir para beneficiarse de las «lecciones de cosas», aunque sin encadenarse a ellas y siempre en relación con el nivel de los niños...» —o, en general, de los pacientes con los que trabajamos. Asimismo debemos tener en cuenta que estas ocasiones resultan propicias para la emergencia de una dimensión de lo subjetivo, que supone la aparición de una espacialidad y una temporalidad psíquica que, justamente, la situación de pasear permite que se manifiesten. Puede ser entonces un escenario propicio, por eso mismo, para el acting out y el pasaje al acto, por lo que todos los cuidados y consideraciones previas son esenciales para que, llegado el momento, se esté en condiciones de afrontar tales circunstancias del modo más adecuado, minimizando los riesgos a los que tanto los pacientes como los acompañantes puedan quedar expuestos. En ese contexto, resultará conveniente — especialmente cuando se realizan salidas grupales— contar con la cantidad suficiente de acompañantes como para que al menos uno de ellos pueda apartarse del grupo con aquél paciente que, en determinado momento, requiriera una atención personalizada; y, de ser necesario, regresar con él a la institución o a su domicilio sin que se deba interrumpir el desarrollo de la actividad por parte de los demás participantes, con quienes si fuera necesario se abordarán en el momento las cuestiones derivadas de tal acontecimiento.

Otro sesgo importante que puede imprimirse a un paseo, cuando este se organiza desde el ámbito institucional, consiste en aquello que Tosquelles denomina la «organización de recogidas» o «búsqueda de objetos», que podrán ser considerados tanto como «bienes propios», o bien como «objetos de intercambio o de uso en los talleres de la institución», sirviendo para realizar luego con ellos distintas labores. Se apunta, desde esta perspectiva, a «…despertar el espíritu de conocimiento…», es decir, a movilizar en cada sujeto su propia curiosidad, a partir de la inquietud que se genera al plantearse, simplemente, qué se puede obtener en cada travesía, de acuerdo a la estrategia implementada para cada paciente, respetando su singularidad aún ante la posibilidad de que la actividad se realice en forma grupal. Decimos con Tosquelles, «...Se parte a la descubierta del mundo. Paseando se descubre todo ¿Qué se descubre? Personas y objetos en un fondo de Paisaje...». Hay en todo paseo cierta expectación de conquista del mundo y de la realidad externa que, cuando es debidamente orientada, puede constituirse en una substancial fuente de propulsión para el avance de la cura. Esto es muy importante en el trabajo con pacientes internados —sobre todo si pensamos en aquellos sujetos recluidos durante años en instituciones neuropsiquiátricas sin salir a la calle—, con quienes es recomendable, como señaláramos anteriormente, iniciar la actividad efectuando un reconocimiento previo de los diversos espacios libres que la institución posee, así como de sus áreas de libre acceso. Cuando el caso así lo requiera, los acompañantes deberán poner especial atención en la organización de estas «salidas de exploración» por los alrededores, que en algunas ocasiones será necesario repetir varias veces para asegurar de este modo el conocimiento, por parte del paciente, de la zona en cuestión.

En los paseos, en especial en aquellos que están centrados en caminatas, el equipo tratante debe evaluar cuales son aquellos pacientes que están en condiciones de realizar la actividad, si conviene efectuarla en forma individual o es posible llevarla a cabo en grupo. Para ello es necesario tener en cuenta, además de la condición física y la resistencia, los criterios de agrupabilidad de cada uno de los pacientes que podrían participar del programa, junto con otros factores tales como sus características psicopatológicas, la capacidad de integración de esos sujetos entre si, y sus posibilidades de establecer algún lazo social con el mundo circundante durante la actividad. Asimismo, será fundamental evaluar en forma previa las características del lugar que se elige para realizarla, pues cada ciudad —y cada espacio urbano—, tiene rasgos particulares, tanto edilicios como ambientales, que influirán y le darán forma al paseo en cuestión al facilitar o no a esos «sujetos paseantes» interaccionar entre si y con el medio que los rodea, en esa singular situación espacio temporal en la que se hallarán inmersos: es fundamental conocer entonces las condiciones objetivas del campo, el de la «geografía humana concreta», no sólo aquel por dónde se irá a pasear, sino también aquel en el cual habita el grupo social del que cada sujeto forma parte.

¿Qué implica tener en cuenta eso que llamamos «geografía humana concreta»? En primer lugar, debemos considerar hasta qué punto ha sido tenida en cuenta en el diseño de los espacios urbanos la diversidad subjetiva y social que implica la presencia en el ámbito de la ciudad de aquellos pacientes con quienes los acompañantes trabajan. Nuestra sociedad y nuestra cultura, hasta no hace mucho tiempo atrás, no otorgaba a los «locos», a los «débiles mentales», o a aquellos sujetos con «capacidades diferentes» —tanto psíquicas como físicas— demasiado espacio temporalidad a nivel de la polis, y hasta podemos decir que era propiamente expulsiva, ya sea por la vía del encierro como de la discriminación, respecto de estos sujetos considerados enfermos a los que aludimos, quienes no tenían en la mayoría de los casos expectativa alguna ni de incluirse, ni de ser incluidos en su trama. Basta recordar al respecto la figura de la Stultífera Navis invocada por Foucault.

Llegados aquí, es tiempo de examinar en profundidad ciertas cuestiones que ya fuimos anticipando, y que resultarán para nosotros de especial interés: nos referimos a la confrontación e inadecuación entre la espacio-temporalidad urbana —que inaugura la Modernidad y complejizará luego la Post-Modernidad—, y la dimensión temporo-espacial propiamente subjetiva, con las particularidades que ella presenta tanto en las psicosis como en las demás expresiones de la alienación. Para ello, vale la pena remitirnos al exhaustivo desarrollo que introduce Analice Palombini, a propósito de la experiencia por ella coordinada en el ámbito del sistema público de salud mental de la ciudad de Porto Alegre 1.

Espacio-Temporalidad de lo urbano.

En primer lugar, la autora señala que la discriminación entre un orden social y otro subjetivo de las experiencias espacio temporales es más bien relativa al advenimiento de la modernidad: la dimensión de la subjetividad que emerge en ese momento histórico supone un tiempo interior y un espacio psíquico cuya peculiaridad conviene examinar. En las sociedades modernas, según señala Joel Birman —uno de los autores por ella citados—, la distinción entre un dominio público y un dominio privado del espacio social viene a inscribir una disparidad radical entre el individuo y la sociedad. Deshecha así la unidad entre el hombre y las condiciones y finalidad de su producción —la cual se definía anteriormente por sus necesidades— , su actividad laboral se torna ajena a su existencia misma. El tiempo pierde su dimensión cíclica —otrora ligada a los ciclos de la naturaleza—, pasando a presentarse de manera lineal en una escala cuantificable subordinada a los procesos sociales de producción. También el espacio sufre una transformación, estableciéndose a menudo una distinción entre el lugar de trabajo y el de residencia. Aún incluso cuando el trabajo se hace en casa, los efectos no son menos problemáticos, quedando buena parte de la intimidad del sujeto y su familia, frecuentemente, sin lugar en su propio hogar... El sujeto, cuya expresión se encuentra circunscrita al espacio de su privacidad, se torna presa de los montajes cuantificantes de lo social, impedido así de disponer libremente no sólo de su espacio, sino también de su tiempo, incluso de su cuerpo...

F. Bollnow —otro de los autores citados por A. Palombini—, al abordar la relación del hombre con su espacio vivencial, lo hace en conexión con un tema central en la estructuración subjetiva: la rivalidad entre el yo y el otro. Esto se justifica si consider amos que, desde los momentos más tempranos de su experimentación del mundo por parte del sujeto, conquistar un espacio propio implica, inevitablemente, medir fuerzas con los demás. Es en ese juego de fuerzas que se dimensionan los espacios diferenciados de unos y otros. Lo que nos interesa abordar —para dar un paso más respecto de aquellas cuestiones que comenzamos a introducir a propósito de los paseos— es cómo pensar los procesos a través de los cuales es posible favorecer la apropiación, por parte del sujeto, tanto de su temporalidad como de sus espacios, en una subjetivación del espacio y del tiempo que implica, para él, el ejercicio de su dominio. En este contexto, vale la pena detenernos a considerar algunos aspectos esenciales en la relación del sujeto con su hábitat.

La casa.

En primer lugar, concibiendo el cuerpo como la entidad —al mismo tiempo exterior e interior— con la cual el sujeto se encontraría parcialmente identificado e indisolublemente vinculado, Bollnow considera de forma análoga la relación del hombre con su casa, a la que toma como una expresión parcial de la totalidad de la persona, incidiendo sobre sus determinaciones y teniendo el poder de transformarla. La casa estaría situada para el hombre como el centro del mundo que lo enraíza al espacio al cual están referidas todas sus circunstancias espaciales: «El mundo está allí afuera en toda su vastedad con sus puntos cardinales y regiones, con sus caminos y autopistas. En ese sentido, como vías comunicantes, la puerta representaría la libertad para abrirse y cerrarse con seguridad, y las ventanas, posibilitando la entrada de luz, serían como ojos abiertos para el exterior…». Al mismo tiempo, el hecho de poder cerrarlas —en el caso de las ventanas, mediante sus correspondientes cortinas o persianas— hace que, a nuestro criterio, funcionen como «párpados», es decir protegiendo al sujeto de aquellos estímulos externos que le resultan amenazantes. Allí, «la cama, en contrapartida, representaría el centro de máxima protección, en el cual el hombre encuentra calor y está en su intimidad». La cama se constituye así en el centro en que comienzan y terminan los días de una vida entera. El dormir, al que ella se destina, es —según este autor— como un dejarse caer en un espacio sin determinación. Al dormir y al despertar, perdemos y volvemos a ganar conciencia del espacio vivencial. En sintonía con esa configuración propuesta por Bollnow, la mesa, por su parte, resulta ser el centro común de una familia, reunida en torno de las comidas: «La atomización de las relaciones familiares es lo que llevaría a la búsqueda de un centro correspondiente para cada individuo, en el que se encontrasen vinculados todos los caminos interiores y exteriores de la casa». Toda la vida humana —concluye— es un ir y venir: «de casa al trabajo, de la patria al extranjero, del sueño a la vigilia; cargando energía para sustentarse y prevalecer». En ese sentido, la casa representaría una esfera de tranquilidad y paz en la que un hombre puede prescindir del constante estado de alerta respecto de una posible amenaza del mundo exterior, representando ese espacio externo la falta de protección, los peligros, en donde el sujeto puede quedar a merced de todo.

En la conferencia en la que trata el simbolismo de los sueños, Freud (1916-1917) va a estar de acuerdo con la interpretación corriente que relaciona la imagen de la casa con el yo. Profundiza allí esa interpretación invistiéndola de una connotación propia del orden sexual: las paredes lisas simbolizan hombres, y las paredes rugosas mujeres; las ventanas y puertas representan los orificios del cuerpo; el acto de subir o descender escaleras se asocia al acto sexual... En esta misma perspectiva, el interior de la casa —y sus aposentos— sería una representación del útero materno, lo que nos permite aproximar la interpretación de Freud a la lectura que hace Bollnow respecto de la casa como espacio de protección. No obstante, es precisamente esa perspectiva de la casa como espacio identificatorio, de representación del yo — como expresión de una representación simbólica de una fantasmagoría personal—, la que se encuentra en el centro de las críticas que L. A. Baptista (2003) dirige a los abordajes que en campo de la Salud Mental, invisten de sacralidad el lugar de morada. Para este autor, la casa, así como la ciudad, es, potencialmente, no un espacio de confirmación de la identidad, sino un campo de experimentación de vida, de encuentros, de sociabilidades... Es, por lo tanto, un espacio polisémico, mutante y multifacetado. Pero no sólo eso: sabemos que esa dificultad recién señalada por situar los límites entre lo externo y lo interno, ha sido oportunamente abordada por Freud con mucha precisión, revelándose a partir de su análisis que el encuentro con lo ominoso, lo siniestro, es justamente el encuentro con algo familiar (heimlich), que se ha tornado repentinamente extraño, amenazante, terrorífico (unheimlich). En este sentido, la casa puede de pronto convertirse en el peor de los infiernos, siendo ese mismo lugar que debiera constituirse para el sujeto en un refugio, donde se despliegan súbitamente sus más cruentas fantasías. En todo caso, más allá de que aparezcan adentro o afuera de la casa, es la presencia misma de esos fantasmas en que se halla alienado lo que será necesario elaborar y desactivar, para que ese sujeto pueda habitar de una manera soportable tanto su casa como los demás espacios del mundo.

La ciudad.

Tomaremos aquí como referencia otro de los autores que introduce A. Palombini en su recorrido, R. Sennett (1997), quien en su obra Carne y Piedra, avanza desde la polis griega hasta las megatrópolis modernas, en una demostración del modo en que la arquitectura urbana y la planificación de los espacios públicos determinan una forma específica de apropiación del cuerpo, culminando en el individualismo y la pasividad característicos de la contemporaneidad. Este autor viene así a confirmar el pensamiento de M. Berman (1986), que sitúa la emergencia de la contemporaneidad en la fragmentación y discontinuidad que caracterizan la crisis del mundo moderno: «...Los cuerpos individuales que transitan por la ciudad se van desligando gradualmente de los lugares en que se mueven y de las personas con las que conviven en esos espacios desvalorizándolos en esa locomoción y perdiendo la noción de destino compartido...». La revolución urbana imprime a la locomoción la marca de la velocidad de la cual el automóvil se convierte en signo: lo que se privilegia ahora es el cuerpo en movimiento, más se trata de un movimiento peculiar, cuyos rasgos salientes son la dispersión y la pasividad. Lo que resalta el autor es una apatía de los sentidos en medio del «vacío flujo de la vida, el individualismo y la velocidad...», que van amorteciendo el cuerpo moderno, y obstaculizando el establecimiento de vínculos. Entretanto, es apenas gradualmente que la rapidez se va a asociar a una experiencia pasiva, a medida que los avances tecnológicos posibilitan disfrutarla confortablemente, en soledad y en silencio. El confort, la comodidad y el reposo —según R. Sennett— son ideales que emergen en el siglo XIX, en el contexto industrial urbano que exige, en beneficio de la productividad, una recuperación de las fuerzas escurridas en largas y extenuantes jornadas de trabajo. Basta mencionar algunos ejemplos, para ilustrar lo que este autor intenta transmitir: en primer término, hace referencia al proceso de transformación que —apuntando al bienestar individual—, fue teniendo lugar en los medios de transporte público, con sus correspondientes efectos sobre las relaciones sociales. Inicialmente, la adaptación de almohadones a los asientos de los carruajes morigeraba los sobresaltos provocados por la velocidad creciente de los vehículos. De manera similar, los primeros vagones ferroviarios europeos, a semejanza de los coches tirados por caballos, mantenían, en cada cabina, de seis a ocho pasajeros sentados frente a frente unos con otros. El silencio de las nuevas máquinas —señala Sennett—, a diferencia del bullicioso movimiento de los carruajes, tornaba embarazosa esa convivencia forzada durante el viaje; al mismo tiempo, el mismo confort del tren permitía a cada uno sumergirse en la lectura u otras actividades introspectivas. En los vagones completos, con sus pasajeros absortos en leer u observar el paisaje por la ventana, el silencio funciona como garantía de privacidad, y lo mismo pasa a ocurrir entre los transeúntes, en la calle. La expectativa de abordaje entre los paseantes da lugar al ejercicio del derecho de no ser interpelado por un extraño, interpelación que puede ser considerada como una violación de ese derecho.

«A solas y en silencio» se torna igualmente en el modo de estar en los cafés y otros espacios públicos, inicialmente constituidos como lugares de conversación e intercambio de informaciones entre personas que no se conocían, de diferentes posiciones sociales: «conversando, se sabía sobre las condiciones de la ruta, de los últimos hechos ocurridos en la ciudad...», etc. El silenciamiento de los cafés, continúa Sennett, tiene su inicio en el siglo XIX, con la colocación de mesas en las calzadas —estimulada por la pavimentación de grandes avenidas—, donde los clientes se ocupaban más de observar el paisaje urbano que de envolverse en conversaciones. Desde hace algunos años, un nuevo elemento viene a profundizar esta tendencia: la televisión encendida en forma permanente en muchos de estos establecimientos, con los canales de noticias actualizando la información minuto a minuto, hace innecesaria esa interlocución. Cada teleespectador recibe, de un pantallazo, desbordantes cantidades de imágenes y testimonios sobre lo que sucede en el mundo, aún en lejanos lugares por los que jamás él transitará. Nos ahorraremos aquí el comentario sobre la naturaleza y las peculiaridades de dicha información, a menudo contradictoria e imposible de asimilar.

Los avances tecnológicos se van a aplicar también a las edificaciones urbanas, alterando profundamente las condiciones de vida, que se tornan cada vez más independientes respecto del medio exterior. Es así que los sistemas de calefacción y refrigeración, cada vez más sofisticados, posibilitan regular la temperatura ambiente sobre las más diversas condiciones climáticas con sólo apretar un botón. Asimismo, la utilización de la luz eléctrica prolonga las posibilidades de uso de los espacios interiores, prescindiéndose de la iluminación natural que, a través de las aberturas de las casas, caracterizaba el tránsito entre el interior y el exterior. Finalmente, la invención del ascensor, que desliga al cuerpo del esfuerzo motor de locomoción vertical, intensifica la experiencia de desenraizamiento de los cuerpos con respecto al espacio abierto de la ciudad, tornando posibles los deslizamientos de un lugar a otro sin ningún contacto físico con el mundo exterior. Del elevador al garaje subterráneo, de allí a la autopista, y nuevamente del garaje al elevador, la circulación por el espacio urbano, lejos de llevar al sujeto al encuentro con la diversidad, lo lanza hacia la cómoda monotonía del individualismo.

La movilidad propia de la vida de los grandes centros urbanos, representada por las autopistas, el flujo ininterrumpido de vehículos, el crecimiento continuo y fragmentado de la ciudad hacia la periferia, tiene como resultado paradojal una apatía de los sentidos, reduciéndose la complejidad de la experiencia urbana a un mínimo contacto posible, en una economía de gestos y percepciones. Velocidad, fuga y pasividad —concluye Sennett— determinan la existencia corporal en la ciudad.

El valor clínico del paseo, en la búsqueda de una subjetivación del espacio y el tiempo.

Avanzando en el recorrido propuesto por A. Palombini, otro de los autores por ella citado, Pelbart, ubica a la locura como algo del orden del descarnamiento y la atemporalidad: preso en un momento de suspensión anterior a la propia temporalidad en que, en un estado de inacabamiento, todavía no está configurada una imagen corporal, el loco, el psicótico transita —según este autor— por una existencia sin inicio ni fin. Sin embargo, la indagación psicoanalítica de pacientes psicóticos ha permitido captar que, lejos de la atemporalidad señalada por Pelbart, nos encontramos allí, en cada caso, con una dimensión singular de la temporalidad, propia de cada sujeto, cuyos ritmos, marchas y contramarchas, estarán signados por otras coordenadas que las del uso horario o el calendario por el que habitual y neuróticamente pretendemos regirnos. Los diferentes estadios de la psicosis, por otra parte, estarán asimismo caracterizados por una temporalidad propia: aquella que domina el momento del desencadenamiento de la crisis, no es la misma que la del trabajo del delirio o la estabilización.

Según este autor, por otra parte, la inmovilidad y la lentitud, característica de la burocracia de las grandes instituciones psiquiátricas, representan el régimen temporal que aprisiona a la locura, sin pasado ni futuro. Los manicomios, así, constituidos como una especie de freno contra la temporalidad hegemónica de la vida en sociedad, absorberán e impregnarán, a lo largo de los siglos, a todos aquellos que rechazan adaptarse a esa temporalidad descrita por Sennett, la de la aceleración máxima, absoluta. Paradojalmente, llevado a su extremo, el imperio de la velocidad llega al punto de la inmediatez, a la abolición del tiempo y las distancias que las tecnologías mediáticas vienen a propiciar. La desmaterialización provocada por la velocidad absoluta equivale a una inercia absoluta, haciendo coincidir la velocidad máxima con la inmovilidad total. El mundo contemporáneo abriga sin embargo múltiples regímenes temporales que se superponen a ese régimen de velocidad, transitando entre sus dos polos: el del tiempo casi instantáneo de la computadora, y el del ocio casi infinito. Sobre esa diversidad navega nuestra existencia. Es del dominio de esa navegación de una temporalidad a otra que el psicótico se ve privado, faltándole un punto de amarre para conectarlas. Allí donde, entre turbulencias y calmas, seguimos conduciendo nuestras naves, él termina por naufragar.

Pélbart considera que el trabajo en Salud Mental debería cuidar de preservar esa temporalidad diferenciada, de forma que la lentitud no se transforme necesariamente en impotencia, y que los gestos, los movimientos, no cobren sentido sólo por su imposibilidad. Sería preciso para eso liberar al tiempo del control al que la tecnología lo somete, devolviéndole su potencia inicial, la posibilidad de lo imposible, el surgimiento de lo inesperado. Sería preciso dejar al tiempo correr y con él la posibilidad de que algo surja, un proyecto, el momento de decidir y de hacer. Entretanto no tenemos tiempo ni paciencia para esperar ese momento. Gustamos de las cosas ordenadas, del futuro ya previsto en el presente, del trabajo dirigido a un fin. Nos encontramos sumidos en las urgencias de lo cotidiano, por los plazos, ultimátum que ahora dejan al psicótico a merced de ese tiempo que antes los muros del hospital hacían retroceder. En efecto, es notable la diferencia entre el flujo del tiempo «real» de la ciudad y el tiempo —no menos real, podríamos agregar— experimentado por el psicótico: «...Una ciudad es por excelencia el espacio de regulación y ordenamiento de flujos: flujos de personas, de tránsito, de palabras, de mercaderías, de ondas de radio y TV, dinero, etc.», señala Pélbart. El conjunto de esos flujos compone discontinuidades temporales llevando a una pulverización del tiempo. El autor cita a su vez a G. Bachelard, quien critica la concepción bergsoniana de la continuidad del flujo temporal. Para Bachelard, tal continuidad no existe, debiendo ser constantemente construida. Él va a valerse de un autor brasileño, L. A. P. dos Santos, que en 1931 publicó un libro titulado Ritmoanálisis, proponiéndose analizar al sujeto a partir de su heterogeneidad rítmica.

El acompañamiento terapéutico, de este modo —señala A. Palombini—, podría ser pensado como «una especie de ritmoanálisis, en el que la ciudad se ofrece con sus millones de ritmos, para que los ritmos estrambóticos y las frágiles arritmias no sean sofocados ni orquestados, sino más bien conectados o simplemente posibles...». El tiempo, entonces, es concebido como diferencia y multiplicidad. Se trata simplemente de que el psicótico, en su insubordinación contra el sentido y la velocidad habitual de los flujos urbanos, pueda sobrevivir en la ciudad, que le sea facilitada la manifestación de su densidad singular, siendo necesario, para ello, acompañarlo en su ritmo desacompasado.

No obstante, es necesario agregar aquí algo más, no siendo suficiente para orientar nuestras intervenciones con la mera tolerancia de esa diferencia: es preciso interpretarla, inteligir cuál es la lógica singular en la que ese «desacompasamiento» de un sujeto se sostiene. Porque aún un ritmo desacompasado —desde un punto de vista externo— responde sin embargo a su propia partitura o, para más precisión, a su propia métrica. La cual, por supuesto, es asimismo desconocida tanto para el sujeto que la padece, como para el equipo tratante. ¿Cómo captar aquello que marca los ritmos de esa existencia del sujeto? Será necesario historizar esa temporalidad, ir situando, en la medida en que ella se despliegue, aquellos acontecimientos de su historia a la que esa alocada temporalidad se remite, qué es lo que allí se actualiza. La práctica del acompañamiento terapéutico se desenvuelve en un contexto que habla de la posición del sujeto respecto del mundo, ya sea su cuarto, su casa o su barrio. La ciudad, por lo tanto, se incluye así como un importante elemento de esa clínica. Puede pensársela en función de la alteridad del sujeto acompañado, toda vez que, potencialmente, ella resguarda, en relación a otros espacios habitables, una mayor distancia (real) del cuerpo materno.

La ciudad se constituye sobre un cierto ordenamiento, un orden fálico que, entretanto, deja a la vista sus propios agujeros —lugares de exclusión o excéntricos a ese orden. Nos interesa mirar la ciudad desde esos lugares, en el sentido que propone Walter Benjamim (1995): la ciudad como cuerpo colectivo, material, y como lugar de sueño, de utopía. En el acompañamiento de psicóticos, surge un interrogante sobre el modo en que un sujeto que no puede enunciarse como deseante, habría de construir esa utopía. ¿Cómo podría un sujeto psicótico soñar la ciudad, o soñar por medio de ella? ¿Cómo propiciar su implicación? ¿Cómo hacerle lugar allí a algo de lo relativo a su deseo?

Cabe señalar que es común que el psicótico domine plenamente el espacio urbano: su exigencia de un saber total puede muy bien llevarlo a describir perfectamente la ciudad, a dominar su mapa, sus recursos, su trazado vial, su geografía, su arquitectura. Se le escapa, sin embargo, esa dimensión utópica. Cuando se lanza en ese campo, mucho de lo que puede alcanzar en esa experiencia corre el riesgo de traducirse en una dimensión radical del horror o la fascinación. El uso del conectivo, en este caso, no es de una importancia menor. No se trata del «...o...» presente en el registro de la duda. Ese «...o...» nos remite a una lógica de exclusión; lógica en la cual el sujeto mismo está capturado. El horror y la fascinación son, de ese modo, dos caras de la misma moneda: la de la alienación. Entretanto, algún lazo ese sujeto mantiene, pudiendo incluirse a través de una condición polarizada: él vive en los límites de la subjetividad moderna. La sensibilidad moderna se estructura «...entre...» la fascinación y el miedo. Aquí, la preposición entre crea un medio, define un campo tridimensional para el sujeto, en el cual la conjunción «...y...» permite la inclusión de estos dos aspectos polarizadores. Junto con el acompañante, el sujeto va a recorrer el «...entre...», sólo a partir del cual se torna posible el lenguaje, y su apropiación. El acompañante terapéutico va a dar lugar a esas conjunciones o preposiciones, ahí donde las va vivenciando junto al sujeto acompañado. El espacio y la temporalidad misma del acompañamiento se constituyen de ese modo en lo «transicional». Él mismo, el acompañante, produce, de entrada, ese puente, hasta que el sujeto esté en condiciones de construirlo por sus propios medios. Conocer la ciudad, caminar por sus calles, explorarla y dejarse tocar por ella, es sin dudas una experiencia que apuntará a fundar un lugar más habitable para el sujeto, propiciando la conjugación de su tiempo y su espacio con los del Otro. Ese es el horizonte que guía el trabajo del acompañante terapéutico.

Federico Manson

Gabriel O. Pulice

Junio de 2006

Notas

1 Palombini, A.; Acompanhamento Terapéutico na Rede Pública, Porto Alegre, 2004.


Ir a la página principal del Programa de Seminarios por Internet de PsicoMundo

Logo PsicoMundo