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Seminario
Actualizaciones en la clínica del
acompañamiento terapéutico

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Organizado por PsicoMundo

Dictado por :
Gabriel Pulice y Federico Manson


Clase 3


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El fantasma de la «mala praxis» y la responsabilidad profesional.

Presentación: Pablo Minini

Comentario: Gabriel O. Pulice

G. Pulice: El siguiente historial pertenece a un acompañamiento que se extendió a lo largo de dos meses, llevado adelante por un equipo compuesto por tres profesionales, de sexo masculino. El trabajo se inicia a partir de un llamado del terapeuta, médico psiquiatra con formación psicoanalítica —quien se encontraba en ese mismo instante en su consultorio, en presencia del paciente— al coordinador del equipo, solicitándole en forma urgente que un acompañante pase a buscarlo, dado que estimaba que el paciente no se encontraba en condiciones de regresar sólo a su domicilio. Afortunadamente, fue posible ubicar a un integrante de nuestro equipo que inmediatamente se dirigió hacia allí, iniciándose de ese modo una intervención que tendría lugar por el transcurso de poco más de un mes y medio, cuya reseña será presentada por Pablo a continuación:

P. Minini: Mi ingreso al acompañamiento fue un tanto apresurado, pues el pedido del psiquiatra que llevaba adelante el tratamiento del paciente no dio mucho margen de tiempo para reuniones preliminares. Así es que yo conocí al paciente sólo sabiendo que se trataba de un hombre de unos 50 años, alguien que había padecido de alcoholismo y estaba en recuperación, atravesando actualmente por un cuadro depresivo. Sabía, además, que había ocupado un importante cargo jerárquico en dos grandes medios masivos de comunicación.

Por lo tanto, desde el primer momento busqué entablar un diálogo que me permitiera conocer a la persona que tenía frente a mi. Así pude saber, en el primer encuentro, que en ese momento se encontraba «bajoneado» por dos grandes problemas: la próxima intervención quirúrgica que se le iba a practicar a la ex esposa —madre de sus hijos— y la decisión que tenía que tomar de enviar a su propio padre a un asilo de ancianos. Debo aclarar que para que el paciente pudiera comenzar a hablar conmigo pasó aproximadamente una hora. Al principio sólo respondía con monosílabos, afirmando o negando, sin tocar ningún tema en particular. Sólo se ocupaba en servirse agua, llenando el vaso hasta el borde, o en fumar —llegaba a fumar diez cigarrillos en el lapso de una hora—. Sentado, todo lo hacía economizando todo movimiento, o mejor dicho, controlándolo, dando una impresión general de artificialidad: era una persona que bebía o fumaba con una regularidad mecánica.

Lo que permitió que se rompiera el hielo entre acompañante y paciente fue un hecho casi nimio, pero que para él revistió una importancia fundamental. Al llegar me indicó que me sentara en un sillón que estaba ubicado frente al que él ocupaba, con una mesa de vidrio de por medio. Al cabo de un rato de permanecer casi en silencio, una gata siamesa apareció y comenzó a olfatearme. El paciente la llamó y le dijo que no me molestara. Yo respondí que me gustaban los animales, y dejé que la gata trepara a mi falda y se acomodara para dormir. Entonces el paciente miró al animal con sorpresa y me dijo: «Es raro; es más bien arisca. No deja que nadie la toque. Debe ser que le caes bien». Y como si quisiera hacer una prueba, se levantó, abrió una puerta y dejó pasar a una perra enorme. Acto seguido se sentó, esperando cuál sería su reacción. Si se me permite diré: afortunadamente para el acompañamiento, la perra me olfateó y después de dar unas vueltas a mi alrededor, se echó a mi lado y se durmió.

Estos datos pueden parecer indiferentes y hasta innecesario relatarlos: pero sin embargo tuvieron capital importancia, ya que el paciente le dio un significado a lo que hicieron los animales con una frase sencilla: «Dicen que los animales no confían en cualquiera». A partir de entonces pudo desarrollarse entre nosotros dos un diálogo que se extendió a lo largo de cinco horas. Es interesante remarcar que alguien que no se había molestado en conocer a un perfecto extraño al cual había dejado entrar en su casa y que había permanecido una hora frente a él durante una hora, comenzó a confiar en mi sólo cuando lo hicieron sus mascotas. En un encuentro posterior, me dijo que yo era su preferido —entre los acompañantes— porque no le insistía en preguntar cosas sobre él, inmediatamente después de decirme que con mis dos compañeros los animales no se llevaban tan bien como conmigo.

En esas cinco horas de diálogo hablamos de su ex esposa, de su padre, de cómo había sido despedido de su antiguo empleo y de mi persona. Cuando él consideró que habíamos hablado lo suficiente por el momento de su persona, comenzó a preguntarme sobre la psicología, sobre mi carrera y sobre otros paciente míos. Opté por no guiar la conversación, ya que hacerlo de otra forma hubiera sido sentido como un forzamiento. Cuando se cumplió la hora me despedí y él me preguntó si podía llamarme por cualquier cosa que se presentara. Le dije que podía llamarlo al coordinador o que podía quedarme un rato más, a lo que respondió que si necesitaba me iba a llamar.

Una eventualidad hizo que yo no pudiera escuchar un mensaje telefónico que me dejó mi coordinador esa misma no che. El paciente había pedido que me enviara de nuevo a su casa, pues estaba angustiado y quería hablar. Otro acompañante me cubrió esa noche. Este es un dato que nos permite pensar en qué tipo de transferencia establecía este paciente en particular: era una transferencia masiva, que había pasado de una total indiferencia hacia mi persona, a una necesidad de tenerme nuevamente a su lado para acompañarlo. Aclaro que no estoy pensando en ningún diagnóstico diferencial a partir de lo que he dicho del tipo de transferencia que estableció. Es sólo un dato que tendrá importancia luego, ya que el paciente cambiará de acompañante «preferido» a lo largo del trabajo, pasando los tres acompañantes sucesivamente a ocupar ese lugar preferencial.

Ya en el segundo encuentro, comienza a hablar de los dos temas que parecen hallarse en el origen de la depresión. Me cuenta sobre su ex esposa, sobre la excelente relación que tuvieron ambos durante su matrimonio y aun después de la separación. Como ya dije, se le iba a practicar una intervención quirúrgica en el estómago que implicaba algún riesgo. Escucho en el paciente una demanda, no de información, pues ya se había informado mucho sobre los aspectos médicos de la operación en si, sino una demanda de que le diga algo que lo tranquilice. Entro en el juego, y le comento sobre un pariente mío que fue sometido a una operación similar hace muchos años, luego de la cual tuvo una vida normal y sin complicaciones posteriores. No importaba si lo que le estaba contando era cierto o no; seguí un juego que el paciente había planteado: te cuento algo horrible, a ver qué me decís. Y fue una buena apuesta, ya que días después me dijo «Como le pasó a ese pariente tuyo, ahora mi esposa...». Ese pequeño juego le permitió intentar una salida a la angustia de no saber qué pasaría, una salida simbólica, donde eso que le pasaba a su esposa era algo de rutina en la práctica médica y que tenía un pronóstico favorable. De hecho, la esposa pasó por la intervención, el post operatorio y la convalecencia sin ningún problema. Es más, el paciente pudo visitarla en la clínica primero y en su casa después, dejando atrás su angustia y acompañando a su esposa.

Con respecto al padre, el conflicto central era que no sabía cómo convencerlo a él y a su madre de que la decisión era la mejor para todos. El padre, un anciano de casi 90 años, padecía de una enfermedad ósea y solía perder el equilibrio, lo que provocó diversos tipos de fracturas a causa de sus reiteradas caídas. Lo que más le preocupaba al paciente, según él mismo, era que su padre se iba a negar a ser internado en un geriátrico, ya que toda su vida había sido un hombre muy activo y emprendedor. Él racionalizaba la decisión diciéndose que era lo más lógico y lo más conveniente tanto para su padre como para su madre que lo cuidaba. Por indicación del psiquiatra, comenzó a visitar a su padre una vez que éste estuvo internado.

Cabe hacer una aclaración. Todo esto que el paciente refería sobre su esposa, su familia y su padre en particular lo hacía en un tono monocorde, sin afectos, como si estuviera relatando una historia cualquiera, no la suya. Incluso cuando decía sentirse angustiado, aducía falta de ganas de hacer nada, pero no demostraba ningún sentimiento, ni positivo ni negativo. Cada vez que intenté ir un poco más allá, preguntando sobre cómo conoció a su mujer, cómo eran sus hijos —tiene tres hijos ya adultos— o cómo era la relación con su padre, avanzaba unos pocos datos formales, respondiendo estrictamente lo preguntado y volvía a un mutismo sólo interrumpido por monosílabos.

Sólo una vez, hablando de su niñez, pudo hablar de su padre y logró emocionarse, demostrando un dejo de enojo. Comentando sobre los negocios que había emprendido su padre a lo largo de su vida, dejó entrever que si le había ido mal en los negocios, era porque no había seguido los consejos que él (el paciente) le había dado. Pero fue sólo un destello que lamentablemente no volvió a repetirse. De lo que sí pudo hablar con más apasionamiento fue del trabajo que había desempeñado durante cuarenta años. Debido a una reestructuración de la empresa para la cual trabajaba fue despedido. Si bien había sido indemnizado, había sentido la separación de su cargo como una injusticia, pues él sentía que había dado todo por la corporación y que con su trabajo le había dado el renombre que actualmente tiene. Tal y como él lo presentaba, era una historia más, con la eventualidad de ser él el protagonista. En ese punto opté por llevarlo a historizar su ingreso en la empresa y todos los años que pasó en ella. Lamentablemente, ese trabajo de historización, que estaba comenzando a rendir frutos a poco de comenzar, quedó trunco por un emergente que le dio un giro inesperado al acompañamiento y a su depresión.

Con parte del dinero de la indemnización había montado una remisería junto con un socio. El paciente había aportado el capital y el socio se encargaba de la administración. A instancias del psiquiatra, el paciente comienza a interesarse por las finanzas del negocio, y descubre que su socio había casi llevado a la bancarrota la remisería. Lo importante del hecho es que la necesidad de ocuparse de recuperar el dinero y mantener en marcha el negocio lo saca del estancamiento en que se encontraba. Vuelve a conducir su auto, a interesarse por la organización del trabajo; comienza a pasar varias horas al día en la remisería. Los otros emergentes sobre los que se había basado el trabajo pasan a segundo plano. De alguna manera, queda absorbido por la tarea de reencaminar su empresa y de enfrentar a su socio. En distintas oportunidades enfrenta a este estafador, lo acusa de haber actuado de mala fe y le exige que le rinda cuentas por el dinero que desapareció de la caja. Lo importante a remarcar es que en sus enfrentamientos con este sujeto, usa a los acompañantes como sostén imaginario: nos pregunta qué debe hacer, cómo debe plantarse frente al otro. La línea del equipo fue mantenerse como un apoyo, como un auxiliar, pero no ceder ante la demanda de una respuesta salvadora.

Excelente organizador, el paciente pudo resolver el problema en tan solo dos semanas. Puso en regla la empresa y se plantó firmemente frente a su socio. Sin embargo, no dejó de demostrar cierto comportamiento mecánico, cierta rigidez en sus conductas, y una relativa falta de sentimientos con respecto a lo que le estaba pasando. Y ese fue el final del acompañamiento. Tan abrupto como había comenzado, terminó. Fue decisión del paciente acabar con el trabajo, decisión tomada sin consultar con el psiquiatra que nos había convocado.

En las reuniones de coordinación surgió una divergencia entre los acompañantes. El punto central de la discusión fue el diagnóstico diferencial. Una perspectiva era considerar que el paciente padecía una estructura psicótica, que de lo que se trataba en ese momento era de un período de perplejidad. Esto estaba abonado por la alexitimia, por la transferencia masiva que desplegaba y por la alternancia de depresión – manía en la que había entrado. Desde esta perspectiva, el trabajo podía verse como un síntoma, como algo que mantenía la estructura estable, o en todo caso, algo que permitía sostener un «como si». Sin embargo, a lo largo del tratamiento no hubo nada concluyente que permitiera al equipo decidir un diagnóstico, pues hubo líneas de trabajo sobre las que no se pudo avanzar, como por ejemplo, la relación que tuvo este paciente con su padre, y en la cual se podía leer alguna conflictiva edípica relacionada con la competencia y el enojo hacia el padre que se dejaba escuchar en el paciente. Pero estas son hipótesis que no pudieron corroborarse debido a lo corto del trabajo de acompañamiento.

Comentario del caso: Previo a todo comentario del caso, hay que señalar que debido a las «particularidades» de la demanda con la que se inicia el acompañamiento, tanto como del modo en que este llega a su fin, resulta difícil avanzar en un análisis mucho más profundo en lo que hace a su interpretación, es decir, a una lectura que nos permita vislumbrar las coordenadas subjetivas inconcientes puestas allí en juego. De la misma manera, el establecimiento de cualquier diagnóstico diferencial resultaría en un todo forzado, más allá de las hipótesis diagnósticas que en su momento estuvieron en el centro de la discusión, en alguna de las reuniones de equipo. No obstante, desde cierto punto de vista, podemos decir que, a pesar de ello, ha sido ésta una intervención absolutamente exitosa, siendo valorada de ese modo tanto por el paciente y su familia, como por el médico tratante. Su finalización, sin embargo, tan abrupta como el inicio, puso en juego toda una serie de cuestiones problemáticas que vale la pena considerar en detalle, dado que nos permitirán reflexionar sobre uno de los puntos más delicados en lo que hace a las coordenadas jurídicas que serpentean la intervención del acompañante terapéutico: el fantasma de la «mala praxis» y la responsabilidad profesional. Basta recordar —para dimensionar de algún modo el problema— aquello que se señalaba en uno de los trabajos presentados en el Congreso de Córdoba, en 2001: «El progreso en complejidad de los ejes generales de la asistencia en Salud Mental no esta separado del marco de consideraciones jurídicas y de su correspondiente mercado. Actualmente los indicadores más serios con que se cuenta en el desarrollo del estudio de los errores en la practica son provistos no por el campo de las disciplinas terapéuticas sino por las investigaciones de las agencias de riesgo de trabajo o «Risk Management». Las administradoras de riesgos destacan que en la actualidad la psiquiatría ocupa el segundo lugar, debajo de la cirugía, del crecimiento de las demandas por mala praxis (...) En el futuro próximo es de esperar que al lado de este crecimiento crezcan también los resguardos y las exigencias de la competencia de los auxiliares así como también una redistribución de responsabilidades técnicas». En sintonía con esta predicción, resulta interesante agregar algunos datos referidos al contexto social en que, azarosamente, se desarrolló el trabajo de los acompañantes en ese momento: de manera inédita, y durante varias semanas, el Acompañamiento Terapéutico había ganado los primeros planos de los medios masivos de comunicación, a partir de dos acontecimientos trágicos: la «accidental» muerte de un conocido conductor de televisión en nuestro país; y, algunos días después, la muerte por sobredosis de cocaína de uno de los socios de otro famoso conductor y productor televisivo. En ambos casos, tomaron estado público las vicisitudes de sus respectivos tratamientos, fuertemente cuestionados, y la figura y «actuación» de los acompañantes terapéuticos, pasó a estar en el centro del debate nacional, y no de la mejor manera... Desde los programas de «chimentos», a las noticias policiales de los periódicos, radio y televisión, nadie se privó de hacer algún comentario sobre el tema: entre otras cosas, se mostraban algunas fotos, a primera vista muy comprometedoras, del conductor con su acompañante terapéutica y su psiquiatra todos abrazados, disfrazados, etc.

Recibimos por entonces varios llamados telefónicos invitándonos a participar, en representación de AATRA 1, en alguno de esos programas televisivos, desistiendo por supuesto de exponernos a formar parte del inmenso circo mediático que se había montado alrededor del tema. Como contrapeso, debemos decir que también desde otros medios más «serios» se generó un genuino interés cultural y científico, a lo que sí respondimos, publicándose como uno de los temas centrales de algunas revistas y otros medios gráficos varios artículos y entrevistas en los que fue posible transmitir, desde otra posición, diversas cuestiones concernientes al lugar del acompañamiento, a sus fundamentos, y a la creciente valoración de su eficacia clínica. Más allá de lo anecdótico de esta inusual situación, lo cierto es que quedó allí revelado del modo más crudo el vacío jurídico que, desde hace mucho tiempo, veníamos situando en torno de nuestra actividad2.

Veamos cómo se fueron dando los últimos acontecimientos, previos a la finalización de nuestra intervención en este caso: el día lunes se comunica el paciente con el coordinador del equipo, diciéndole que «al día siguiente tendría una reunión con su abogado justo en el mismo horario del acompañamiento, a la que prefería ir solo». Se le responde que, por nuestra parte, no habría inconvenientes, pero que era necesario poner en conocimiento de este cambio a su terapeuta, dado que no podíamos modificar el dispositivo sin su consentimiento. Se le deja un mensaje al terapeuta, quien recién el miércoles se comunica con el coordinador del equipo, anunciando que ese mismo día estaría viajando al interior del país regresando luego del fin de semana. Su indicación, en ese momento, fue que se continuara con el acompañamiento tal como se había planteado hasta entonces; y que el lunes siguiente, día en que él volvería a ver al paciente, evaluarían juntos cuáles serían las modificaciones a introducir en el dispositivo. Asimismo, nos deja la indicación de que ante cualquier asunto que se pudiera presentar, podíamos dejarle un mensaje telefónico en su contestadora, dado que él recogería sus mensajes diariamente. Al día siguiente, el paciente llama nuevamente para suspender el acompañamiento de la tarde, poco antes del horario pautado. Se le transmiten las indicaciones de su terapeuta y, luego de una breve conversación, acepta que se modifique el horario de acuerdo a las actividades que él tenía programadas para ese día, sin suspenderlo. El viernes, vuelve a comunicarse con el coordinador, pero esta vez para hacerle saber su decisión de «dar por finalizado el acompañamiento». Se le plantea la conveniencia de hablar primero con su terapeuta, a quien dice haberle dejado un mensaje aún sin respuesta. Acepta volver a hablar más tarde, en el intento de ganar algo de tiempo para poder establecer contacto con el médico, pero transcurren varias horas sin que este alcance a responder a los mensajes que se le dejaron. Frente a esto, se vuelve a llamar al paciente, quien se mantenía firme en su negativa de continuar. Se le plantea entonces que, dado que su decisión iba en dirección contraria a las indicaciones de su terapeuta, y habiendo quedado el coordinador del equipo como responsable de su cumplimiento, tendría que firmarnos tanto él como su ex-mujer —quien desde el inicio había participado en todas las decisiones relativas al tratamiento, siendo ella incluso quien se ocupaba de abonar los honorarios del equipo— una constancia que nos deslindara de toda responsabilidad posterior por lo que a él le pudiera ocurrir en ausencia del médico. La mujer se negó a firmar esa constancia, cosa que él apenas aceptó a regañadientes...

Buenos Aires, 29 de mayo de 2004

                             Se deja constancia, a través de la presente, que por nuestra decisión personal, y contra opinión médica, damos por finalizada la prestación de Acompañamiento Terapéutico de ..............................., DNI .................................., oportunamente indicado por el Dr. ................................, y coordinado por el Lic. Gabriel O. Pulice.

Firma ................................                         Firma .......................................

Aclaración ............................             Aclaración ...............................

Queda a la vista que el precario valor jurídico de esta constancia que el paciente finalmente accedió a firmar, apenas subsana la carencia de una legislación adecuada que regule las diversas cuestiones puestas en juego en torno de nuestra actividad. No obstante, más allá de la cuestión jurídica en juego, consideramos que resultaba indispensable sancionar de algún modo la peligrosidad de lo que allí se podría poner en juego en esa trasgresión, tratándose de un sujeto que tenía el hábito de conducir a altísimas velocidades —los acompañantes que participaron en el caso pueden dar testimonio de ello—, en un momento en el que el riesgo de reincidencia en su alcoholismo se hallaba claramente al acecho...

Notas

1 Ateneo Clínico realizado en Buenos Aires, el 28 de octubre de 2004.

2 Pulice, G.; «El acompañamiento terapéutico en las políticas de Salud Mental», en AAVV; Eficacia clínica del acompañamiento terapéutico, Buenos Aires, Polemos, 2002.


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