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Seminario
La formación del analista

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Organizado por : PsicoMundo
Coordinado por : Lic.
Mario Pujó


Clase 21
Salud mental, fin de siglo y diálogo analítico
Mario Pujó

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He elegido como título de mi intervención, «Salud mental, fin de siglo y diálogo analítico», acomodándome al tema de las Jornadas y recurriendo a un término, «diálogo analítico», que tenía su vigencia en los años '70, y la ha perdido, en parte, en la actualidad en beneficio del concepto, más elaborado, de «discurso»; al punto que la noción de «discurso del analista» parecería confinar la idea de «diálogo analítico» a una suerte de impropiedad conceptual.

Es uno de mis objetivos hoy, en el contexto de este fin de siglo que coincide con el fin del milenio (lo que lo grava de una inevitable connotación apocalíptica), rescatar la dimensión dialógica de la aventura analítica, en cuanto ella da lugar a un decir particular, a una experiencia de la palabra verdadera, una palabra que concierne íntimamente al que la dice, lo que representa una circunstancia única; especialmente cuando esa dimensión dialógica constituye una "rara avis", un ave en peligro de extinción, en las modalidades de intercambio social que se alientan en esta fase tardía de nuestra modernidad.

He escogido como epígrafe, un breve párrafo de Emmanuel Levinas, el pensador contemporáneo de la alteridad, quien en sus «Cinco nuevas lecturas talmúdicas», pone a cuenta del rabí Eliazar: «El rabí Eliazar descubrió que la fuente del mal se halla en la institución de la taberna. El café es la casa abierta a la calle, lugar de sociedad fácil, sin responsabilidad mutua. Se entra sin necesidad, se sienta sin fatiga, se bebe sin sed. El café es un no lugar para una no sociedad; sociedad sin compromiso, sin solidaridad. El café, casa de juegos, es el punto donde el juego penetra en la vida y la disuelve. Sociedad sin ayer ni mañana ... distracción ... disolución»

Hay en este rabino surgido de la pluma de Levinas, una notable intuición de ese cyber-café a escala planetaria en que tiende a convertirse nuestra aldea global, un presagio de esas relaciones de no relación sin compromiso ni responsabilidad, sostenidas en palabras superfluas propiciadoras de satisfacciones inútiles, (descansar sin fatiga, beber sin sed, jugar sin jugar -dice el rabí), satisfacciones efímeras que constituyen para Lacan el nombre privilegiado del goce.

Desde luego, más cerca nuestro, Santos Discépolo denuncia, lacanianamente

* Intervención en las «III Jornadas de Salud Mental: Modelos de atención, políticas y propuestas». Colegio de Psicólogos de Santa Fe, Rosario, Octubre de 1999.

a su modo, lo "inmundo" de este mundo, la transgresión de la legalidad que debería regir las relaciones, el imperio de esa «maldad insolente» que es otra manera de designar el predominio de una satisfacción individual que tiende a desgarrar la trama social.

Es difícil acercarse al Siglo XXI sin arrastrar el pesimismo del cambalache discepoliano, o esas visiones medievales de fin de mundo alucinadas como un vaticinio por Nostradamus. Pero el mundo, la vida, los conflictos, han de proseguir, y pese a la inquietud que el propio Lacan expresó alguna vez al respecto, el psicoanálisis tiene todas las perspectivas de sobrevivir al siglo.

Lo que nos obliga a situar el sentido de nuestra práctica, sus alcances, sus dificultades, en el horizonte de una subjetividad que se transforma al ritmo inexorable que le imprime el Otro. Porque, es un hecho, el Otro cambia, y cambian con él necesariamente las formas que adopta el malestar, las envolturas formales que asume en cada época, condicionando las demandas que se promueven o se acallan, las expectativas temporales de resolución de los conflictos, el tiempo que se predispone subjetivamente a su elaboración ...

No es lo mismo, la moral sexual victoriana, que la aparente declinación "posmoderna" de la genitalidad, ni son tampoco las mismas, las formas sintomáticas que adopta en relación a ellas la interrogación histérica del deseo. Cambia el Otro, cambia la subjetividad, ¿debería acaso el psicoanálisis cambiar?

Preferiría detenerme un poco antes. Porque, ¿qué quiere decir que el Otro cambia? En principio, que no es el mismo simbólico el que regula las relaciones entre los seres hablantes en una época o en otra, en determinado momento de una cultura. Lo que singulariza esta etapa de la modernidad es, sin duda, el formidable desarrollo de la ciencia y su inmediata traducción en objetos técnicos que, integrados al intercambio mercantil que nos gobierna, inciden en los más pequeños detalles de la vida, afectando íntimamente nuestra subjetividad. La telemática, la informática, los mass media, modifican la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos, con los otros, con los objetos del mundo, la representación que nos hacemos de él, confiriéndole ese aire de ensueño que tiende a adoptar para cada uno la realidad.

Ciertamente, el vertiginoso desarrollo de la tecnociencia alcanza perfiles propios de la ciencia ficción. No se trata solamente de la expansión de las comunicaciones en tiempo real, la capacidad productiva exponencial que almacena un pequeño ordenador, la potencia destructiva de la tecnología de guerra, sino de algo que, más decisivamente, alcanza lo que hasta hace poco considerábamos el reino de lo dado, de lo fáctico, de lo que se presentaba de hecho como inamovible ... La capacidad, por ejemplo, de modificar frívolamente los rasgos más característicos del rostro en que podría sustentarse imaginariamente la identidad, la posibilidad de prolongar indefinidamente la edad de la procreación, la alternativa quirúrgica de cambiar de sexo y de identidad sexual, o de lograr a partir de una célula propia la reproducción, sin intervención alguna de un partenaire sexuado ... Cuestiones que creíamos atinentes a la esencia biológica de nuestra humanidad ...

Lo que permite prever una modificación de los usos, las costumbres y las tradiciones, la eventual transformación de la estructura familiar, que serán legitimados en los códigos y en la jurisprudencia, con la entronización de esa entidad sacralizada por el mercado que representa el derecho a elegir del sujeto concebido antes que nada como consumidor.

La capacidad de la ciencia de incidir sobre lo real, se salda, paradójicamente, por un efecto de irrealización, una suerte de "semblantización"(*) de la realidad; es difícil distinguir la Guerra del Golfo de la Guerra de las Galaxias, y el mundo pasa a ser sospechado de un «como si».

En "esa economía que hace de la plus valía, la causa del deseo" (como la define Lacan en Radiofonía y Televisión(1)), la realidad no sólo guarda para con el fantasma una relación de continuidad, sino que se demuestra capaz de ser transformada a partir de él. Lo que el «discurso del capitalista», tal como Lacan llegó alguna vez a formularlo, se propone escribir.

Es propio del razonamiento científico, la idea de que nada se sustrae a su posibilidad de cálculo, que los enigmas de hoy, ligados a un pensamiento en permanente evolución, serán despejados con su progresivo desarrollo. Por lo que todo aquello que escapa al dominio de la causa formal del ente, al cálculo de su determinación significante, «inexiste» al permanecer inaprehensible en la escritura que delimita su campo. Razón por la que Lacan puede decir que «la ciencia es la ideología de la exclusión del sujeto»(2), y ubicar el cogito cartesiano, como su punto de partida inicial; vale decir, el vaciamiento que el «je pense» [«pienso»] opera sobre el ser del «je» de todo aquello que es extranjero a esa existencia que le asegura el pensamiento.

Pero, lo que es forcluído en lo simbólico retorna en lo real, y a la forclusión científica del sujeto responde en el campo fetichizado de la mercancía, la emergencia tecnológica de objetos que se incluyen en nuestra estructura libidinal. Lo que lleva a Jorge Alemán a afirmar que, tal vez, «...la ciencia no ha sido otra cosa que el tiempo que le llevó al ser hablante el hacer coincidir la estructura significante con las exigencias de la pulsión».(3)

Ya que, en efecto, los «gadgets», esos simpáticos aparatitos que atrapan nuestra atención desde las vidrieras, al poner en juego la dimensión escópica e invocante, se ofrecen a nuestro consumo insaciable como remedos del plus de gozar.

La taberna de Levinas, la sociedad de consumo a escala global, son modos de nombrar el atrapamiento de los objetos y las técnicas, en un mercado universalizado por esa voluntad de goce que logra incluirlos en nuestra economía fantasmática, en ese tiempo efímero en que, el objeto de fascinación cede su agalma para asumir su definitivo estatuto de desecho. Desarmaderos de autos, de televisores, de computadoras ... El grado de desarrollo de una civilización es, para los especialistas, directamente proporcional al monto de basura que ella es capaz de engendrar.

La expansión de lo que llamaría «el carácter tóxico del objeto tecnológico» (del que al fin de cuentas las drogas no son sino una expresión) no deja de tener incidencias concretas en la subjetividad.

En 1975, Lacan afirma al respecto : «No hay más que un síntoma social, cada individuo es realmente un proletario, es decir, no posee ningún discurso con qué hacer vínculo social, dicho con otro término, semblante»(4). Lo que podríamos traducir por la idea de que la posesión del objeto fantasmático de satisfacción que hace del sujeto, individuo, esto es, ilusoriamente indiviso, arrastra en contrapartida un efecto de desposesión, en el plano del discurso, que lo expulsa como «proletario» del vínculo social.

Si el desarrollo de la ciencia conmociona al Otro, lo fragmenta, lo torna inconsistente, los recursos discursivos del sujeto vacilan en su función de protección frente a lo real. Cuando el discurso no logra velar lo real a través de la estabilización de las significaciones, el ordenamiento de los valores, los rituales, las prohibiciones, el sujeto queda expuesto al despertar de la pesadilla, y el sinsentido emerge como exceso(5); la violencia gratuita, el abuso infantil, el incesto, el pasaje al acto inmotivado, son quizás por ello formas crecientes del "síntoma social" de la actualidad.

Pero es también propio de la era de la ciencia, y una consecuencia directa de la fragmentación del Otro, la devaluación permanente que sufre la palabra en su empleo habitual. Nada mejor, para constatarlo, que sentarse confortablemente y asistir a través de la televisión, a la sociedad del espectáculo.

Una nena de cinco años le contaba a su mamá el programa de Susana Giménez. Es fácil, le explicaba, uno dice blablabla, el otro responde blablabla, y luego «vamos al corte». O sino: blablabla, blablabla, y ... ¡pasamos al juego del millón!

Los niños tienen esa ingenua lucidez de decir la verdad. No se trata simplemente de que la palabra carezca de sentido, pura cháchara al servicio de la venta de una mercancía o el sorteo que remeda el objeto de satisfacción; la palabra es puesta en circulación de un modo tal que la desacredita, vaciándola de todo efecto de verdad.

Aquí en Rosario deben tener probablemente también la suerte de ver el programa «Hablemos con Lía»; no sabría recomendárselos lo suficiente. No sólo porque las desmesuradas cirugías de la conductora hacen de ella un ejemplo princeps de «semblantización», sino porque las confesiones más desgarradoras, el marido traicionado, la mujer prostituida, el niño vejado, alcanzan un despojamiento y una banalización superlativa, haciendo del horror apenas una parodia, una pantomima.

Ciertamente, el "talk show" encuentra en una época electoral, su ocasión más favorable. El criterio de verdad de la palabra política, no es, por supuesto, el de la correspondencia de la cosa con la representación; ni siquiera el de la verosimilitud de la promesa. El éxito del mensaje de un político estriba en su acierto, vale decir, su sentido de la oportunidad [que antes llamábamos su "oportunismo"], definible como la coincidencia de lo dicho con lo que se supone se querría escuchar. La palabra verdadera es aquí la palabra eficaz, una palabra operativa, la que logra su objetivo, su finalidad.

Por nuestra parte como analistas, no estamos tampoco exentos ni a salvo de ese ejercicio de devaluación de la palabra.

Es, cuando menos, llamativo, que el cuidadoso tratamiento que la palabra merece en el interior de la sesión, padezca fuera de ella la inflación de una proliferación insensata. La sucesión de jornadas, congresos, paneles, es quizás también una manifestación de la incidencia mediática en el interior del psicoanálisis, que introduce en su reiteración, un riesgo efectivo de trivialización. Cuando el hecho de que determinados invitados estén en una mesa deviene más importante que lo que esos invitados pueden llegar a decir, cuando los analistas cumplimos con el compromiso, conformándonos a las expectativas de lo que se esperaba aproximadamente debíamos decir, la palabra adopta un valor de contraseña, de signo de reconocimiento, de insignia de pertenencia grupal, las citas se acumulan, se repiten, haciéndonos olvidar que es la transmisión de una experiencia lo que les confiere su sentido verdadero.

En este contexto, revalorizar la dimensión del «diálogo» en la experiencia analítica, apunta en primer lugar a recuperar el prestigio de esa dimensión dialógica que la temporalidad de la sociedad informática tiende a excluir. Para intentar extender el dominio de su posibilidad.

Desde luego, no se trata de oponer el diálogo al discurso. Sino más bien de considerar que si «el dispositivo analítico es la puesta en acto del discurso del analista», su noción se halla indisolublemente ligada al sostén de la cura analítica en tanto tal. Y son muchos y variados los espacios por los que un analista transita en su práctica, tanto dentro de su consultorio, como en el ámbito institucional en el amplio campo de la salud mental; lugares donde tiene la oportunidad, y quizás el deber, de hacer resonar la dimensión de una palabra verdadera, en cuanto no atañe a una operación, una finalidad, un objetivo, ni sostiene ninguna ambición instrumental. El espacio de una palabra que no busca sencillamente la reciprocidad(6), y que más allá del yo, más allá de la intersubjetividad, deja escuchar lo inesperado, lo sorpresivo de la emergencia del sujeto, por el que la palabra dicha alcanza su efecto de verdad.

Es provechoso, al respecto, recordar el carácter artesanal de la técnica elaborada por Freud, quien, desde el inicio, distingue el análisis de cualquier forma de sugestión. Emparenta entonces su práctica al arte de la escultura que opera por sustracción, más que a la pintura que agrega colores en la tela vacía, enunciando de este modo la forma propiamente analítica de dirigirse a la verdad.

No creo entonces redundante recordar en relación al título de estas jornadas, que el psicoanálisis tiene, en el campo de la salud mental, una política: la de creer en el síntoma, vale decir, creer que el síntoma significa y que habla al hacer hablar, allí donde la electrónica tendería a concebirlo como el cortocircuito de un microchip. Y que el psicoanálisis tiene también una propuesta, la de reintroducir en el campo del Otro al sujeto que tiende a ser expulsado de él, para darle en la palabra, su oportunidad.

El azar quiso, días atrás, que tuviera la ocasión de ver en video algunos minutos de una entrevista a Lacan, probablemente la última, a escasos meses de su muerte. Ya anciano, deja entrever cierta dificultad para completar las frases, se fastidia, se hace repetir las preguntas. Pero es visible su terquedad.

Interrogado sobre lo que tiene para testimoniar sobre el psicoanálisis en tanto analista, no vacila: «... La sorpresa», dice, y agrega: «... Es notable, se trata de análisis de muchos años, y siempre ocurre así, de repente, la sorpresa ...» «...Eso me maravilla».

Querría concluir con esta frase.

Porque después de esa larguísima vuelta que constituye propiamente una enseñanza, después de la fenomenología, la topología, el mathema, los nudos, Lacan, psicoanalista, testimonia aún del inconsciente en el asombro que le produce [¿todavía? ¿siempre?] cada irrupción inesperada de una verdad.

 

Notas

(*) Jacques-Alain Miller introduce esta expresión en su seminario conjunto con Eric Laurent de 1996/1997 «L’Autre qui n’existe pas et ses comités d’Ethique».

(1) Jacques Lacan. Psicoanálisis. Radiofonía & Televisión. Editorial Anagrama, Barcelona, 1972, página 58.

(2) Jacques Lacan. Le Séminaire. Livre XI. Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse. Seuil, Paris, 1973.

(3) Jorge Alemán. La experiencia del fin. Psicoanálisis y Metafísica. «Marx : Derrida. Espectros. Presencias de Marx». Miguel Gómez Ediciones, Málaga, 1996. pág. 72.

(4) Jacques Lacan. «La tercera». Intervenciones y Textos 2, Manantial, Buenos Aires, 1988, página 86.

(5) Colette Soler. «Los discursos pantalla». Escritos psicoanalíticos 4: Trauma y discurso. Eolia/Miguel Gómez Ediciones. Málaga, 1998.

(6) Claudio Glasman. «Lo posible de un diálogo imposible». Redes de la letra Nº 3: «Retorno al diálogo», Legere, Buenos Aires, 1994.


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