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Seminario
La formación del analista

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Organizado por : PsicoMundo
Coordinado por : Lic.
Mario Pujó


Clase 23
El problema de la transmisión
Oscar Sotolano

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Voy a partir de una aclaración de base: no tengo una posición clara con respecto a cómo se trasmite el psicoanálisis. Pienso encarar la cuestión siguiendo un viejo apotegma de la escritura: escribiré para enterarme qué pienso acerca de aquello sobre lo que escriba. El tema me supera. A lo sumo tengo algunos indicadores difusos que me sugieren algunas pistas y una problemática que en estos momentos me preocupa. No más.

Si algo comparten todas las corrientes del psicoanálisis es que la única transmisión profunda del psicoanálisis se da en los divanes. Desde la época en que estudiaba en la facultad de psicología, sobre esto existía acuerdo unánime: si pretendía ser analista debía analizarme. Y fue siguiendo ese precepto que comencé a hacerlo –si también reconocía algunos conflictos que a veces me tenían a maltraer, ninguno me era tan intenso como para que hubiera decidido analizarme de no mediar los requisitos "pedagógicos" –. Simplemente eso. La enseñanza acerca de ese punto no hacía distinciones de escuela. Hasta allí estaban todas de acuerdo. En la existencia del inconsciente también. O en la represión de la sexualidad infantil, o en la lucha de los instintos –los llamaban unos– pulsiones –los llamaban otros– de Vida y Muerte. Así. Con mayúsculas (nunca supe si como consecuencia de la traducción literal de los sustantivos alemanes que siempre van en mayúscula o por la propia dimensión mayestática de ideas tan extremas). También el acuerdo era unánime si de resaltar la importancia de la transferencia se trataba. Aunque allí las cosas ya se hacían más claramente diversas, y luego, más tarde descubrí, diferentes.

En efecto, por aquella época, a medida que leía libros y más libros, artículos y más artículos, encontraba una contradicción fundamental entre un Freud que hallaba, a veces, lo inconsciente, después de largos derroteros asociativos, y una llamada escuela inglesa que parecía sostener que a todo enunciado consciente le correspondía otro, inconsciente éste, que, además, incluía irremediablemente al analista. Un analista que, por otro lado, funcionaba por fuera del mundo real, en un momento de la historia donde lo más importante era cambiar ese mundo.

Fue cargado de ese background teórico universitario y para-universitario con el que busqué con quien empezar mi experiencia de análisis impulsado por el hecho de haber asistido al proceso de descompensación psicótica, ¡hecho público mientras daba una charla sobre esquizofrenia!, de un psiquiatra amigo, en un servicio en el yo que hacía una concurrencia como estudiante.

Como no podía ser de otro modo, las razones pedagógicas no alcanzaban para que iniciara un análisis. La angustia tenía que ser, como siempre ocurre, su motor.

A pesar de estar en la época de los talk-shows, nada pienso decir de esa experiencia fundamental. Tan sólo que comprobé en carne propia que la experiencia del inconsciente no se da en los libros o en los seminarios, y que sólo luego o durante la experiencia es que las cuestiones formuladas en la bibliografía adquieren su densidad y su vida. Esto, y que mi sociologismo de base fue profundamente alterado, aunque las preocupaciones sociológicas no hallan desaparecido jamás. Hago esta aclaración porque explica cierta óptica de lo que quiero comentar.

¿He cambiado esta idea acerca de la transmisión? ¿Ha cambiado esta idea entre quienes practicamos el psicoanálisis, no importa a qué corriente pertenezcamos? Rotundamente no. Y no habría motivos para que sea así. Sin embargo siempre ha sido difícil definir de qué se trata un análisis. Hay innumerables textos sobre la cuestión y no pretendo transitar por caminos ya abiertos. Lo que me interesa enfatizar es otra faceta de la cuestión que no por faceta deja de comprometer al conjunto: en los últimos tiempos me ha venido preocupando –al igual que a todos nosotros– el modo en que hoy el psicoanálisis se practica, lo que ha dado lugar a un texto que titulé El psicoanálisis en la época de la medicina gerenciada, que servirá de base a lo que vaya escribiendo. Muchas serán las veces que me estaré plagiando.

En ese sentido, partiré del contexto.

En efecto. En la Viena burguesa de principios de siglo, Freud inventó un método que se fue trasmitiendo a través de sucesivas generaciones de analistas de modos más o menos formales, más o menos institucionalizados. Hoy nosotros somos receptores de esa tradición y al mismo tiempo transmisores eventuales de una herencia cuya repercusión futura no podemos ponderar aún. Los pioneros, siguiendo aquellos Consejos al médico de Freud, instituyeron ese método: el que se sostenía y constituía desde y en la asociación libre del paciente y la atención libremente flotante del analista, método para el cual el número abundante de sesiones era uno de sus ingredientes esenciales. En contrapartida, los análisis se prolongaban semanas, meses y, a veces, años. Es en relación con este punto de partida que quiero participar en este ¿ciberdiálogo? –podríamos llamarlo así– que en la propia densidad de su materialidad digital nos impide ignorar que ya no son parsimoniosos tiempos de mujeres que mantienen sus manos ocupadas haciendo bordados ante una bow-window frente a la que desfilan garbosos caballeros inaccesibles, ni de cartas demoradas en correos donde se estanca el deseo de un hombre amante del amor cortés. Aquella Viena quedó muy lejos.

Aún así –podremos decir– el texto "internáutico" es como cualquier texto, sólo varía su soporte; y las histéricas de hoy, si bien ya no mantienen las manos ocupadas en agujas y bastidores, siguen ocultando la dimensión sexual de su vida, incluso detrás de las formas pragmáticas de un sexo reificado gracias a los consejos de los expertos en goces que ocupan los espacios mediáticos. Aunque todo ha cambiado mucho, nada ha cambiado tanto, se podría afirmar. Tal vez un Edgard Allan Poe del nuevo siglo podrá colocar una carta robada allí nomás en la pantalla de nuestra computadora entre los iconos omnipresentes de Mis documentos, Mi PC, Mi maletín, Entorno de Red, Microsoft Outlook y Papelera de reciclaje.

Es en base a los brutales cambios que ha producido esta revolución tecnológica que ha llevado hasta el paroxismo la tendencia concentracionaria, que el capitalismo tiene por su propia lógica interna, que hoy se afirma con mucha convicción, que los pacientes son otros y la clínica también, lo que me parece cierto siempre que no olvidemos que uno de los hallazgos del psicoanálisis, fue haber encontrado las razones estructurales que hacen que siempre un paciente sea otro y la clínica también.

Mi intención será plantear algunas reflexiones acerca del tema de la transmisión en el interior del forcejeo que se produce entre lo que parece cambiar de modo sustancial y lo que se resiste a hacerlo por puro conservadorismo, y lo que se ofrece al cambio de un modo resistencial y lo que no cambia por razones de estructura. En otras palabras, qué, en mi opinión, ha cambiado, qué parece cambiar y qué no debería hacerlo, en la práctica que como analistas llevamos adelante. Me parece que ésta es una discusión central que tenemos por delante. Es más, hasta es posible que sea en el interior de esta cuestión que el tema de la transmisión pueda encontrar algunos perfiles que la saquen del estancamiento que, por lo menos en lo que a mi propia reflexión respecta, tiene. Repitiendo el apotegma: iré escribiendo para enterarme qué pienso. Lo que hará que cualquier transmisión sobre la transmisión, de existir, lo será para quien esto lea pero, también, para mí.

Es claro que un psicoanalista hoy, no es el mismo que hace un siglo. Ni siquiera es el mismo que treinta años atrás. En los 60-70, en la Argentina, alguien que pretendía ser analista se analizaba 3 o 4 veces por semana durante una década o más, atendía pacientes con la misma frecuencia, supervisaba sus casos con uno, dos o más analistas más experimentados, hacía varios grupos de estudio y muy probablemente hiciese también una práctica pública que lo confrontaba con discursos sociales que no eran los frecuentes en la propia práctica privada. Ya fuese en las instituciones psicoanalíticas reconocidas, ya fuese en las formas extraoficiales de una marginalidad altamente fecunda, se cumplía con lo que se dio en llamar el trípode: análisis personal, supervisión y seminarios. Lo que variaba era la manera en que, de acuerdo a las distintas formas de entender el inconsciente, se concibiera su instrumentación. Para los analistas oficiales de una Asociación Psicoanalítica Argentina que para entonces se proclamaba kleiniana, el encuadre, la frecuencia, la llamada interpretación en el aquí-ahora-conmigo en el que, al entender de aquella perspectiva, se trabajaba la transferencia, creaban el campo inmodificable de cualquier psicoanálisis posible. Para los analistas que ya en crisis con esta concepción abrazaron de modos más o menos fecundos la entrada de la obra de Lacan en la Argentina, la perspectiva era diferente. Aunque un análisis no se pudiese definir por el número estandarizado de sesiones, en general estaba consensuado por el uso que fueran las más posibles; esto era así aun cuando la plasticidad de una teoría –no exenta de rigor– permitiese trabajar de modos más acordes con las condiciones de posibilidad económica –pero fundamentalmente psíquica– de quienes consultaban. Ciertas formas de la teoría le fueron dando consistencia a una práctica cada vez más extendida en hospitales, centros de salud y demás servicios públicos que por lo general se sentía realizando un psicoanálisis al borde de la excomunión.

En este sentido, en este entrecruzamiento sinérgico entre clínica y teoría, y en el contexto de empobrecimiento creciente de las capas medias que usualmente accedían al análisis, es que se fue produciendo una modificación gradual y casi imperceptible –que se fue haciendo consuetudinaria– de la experiencia de los analistas. Experiencia no sólo con sus pacientes, sino –fundamentalmente– consigo mismo en tanto pacientes. El número de sesiones de un análisis se fue espaciando de modo gradual, hasta que hoy por hoy sea bastante inusual que un analista se analice a razón de más de dos sesiones semanales, por lo general una –y, en algunos casos, hasta quincenal–. (No me interesa destacar en este grupo aquellos analistas que viajan periódicamente al extranjero para llevar adelante sus sesiones, pues me parece que en general se trata allí de reanálisis de personas que ya han adquirido en otros análisis más continuos la convicción en el inconsciente que el propio análisis debería generar, ni tampoco a los analistas de las instituciones que han hecho de las cuatro sesiones la condición de un análisis, atrapados en un fetichismo encuadrista y burocrático).

Si bien es probable que a algunos les parecerá banal este subrayado de la cuestión del número de sesiones, a mí no me lo parece en absoluto. En efecto, se juega allí una cuestión esencial entre lo posible y lo necesario, entre lo estructural y lo aleatorio, que si bien no se define por el número, sí se juega en su interior. El número de sesiones no es un elemento del método (aunque Freud pareció considerarlo así), lo es del encuadre. Y si bien hay incidencias de uno sobre el otro, no deberían ser yuxtapuestos.

Aún a riesgo de ser reiterativo, trataré de ser claro: pienso que hoy la experiencia –además de otros aspectos– ha saldado de modo concluyente viejas discusiones sobre si un análisis lo era porque alguien iba a su analista cuatro o más veces por semana, mientras lo demás debía ser degradado al estatuto de psicoterapia. Hoy esta discusión se resuelve, entre otras maneras, con un simple dato de observación: análisis de más de una década, a un promedio de cuatro o cinco veces por semana, con analistas incuestionables, no han garantizado siempre por ello mejores destinos mentales ni más genuinas convicciones de la dimensión de lo inconsciente, que otros más breves y menos asiduos. Y aunque las comparaciones sean imposibles desde el punto de vista de los resultados porque suponen cotejar sujetos diferentes, no por ello nos eximen de la obligación de no optar entre los extremos que encarnan: un encuadrismo canónico, en un polo, y un "todo vale" pragmático en el otro. La productividad de un análisis no está subordinada a encuadres estipulados por reglamento, pero tampoco puede dejarse librada a un libre albedrío ecléctico o emocional.

En efecto, cuatro o cinco sesiones no garantizan nada. El cercamiento de la dimensión del inconsciente no se define por esos parámetros. Ahora bien, ¿es indistinto el número? ¿El "consejo" de Freud es de corte epocal? ¿Podrá ocurrir que las condiciones de la época planteen contradicciones antagónicas con el método mismo? ¿Existe relación de exigencia entre la asiduidad (problema del encuadre) y las posibilidades de cumplimiento de la regla fundamental (problema del método)? ¿Habrá nuevas patologías que hayan desplazado a las tradicionales sobre las que Freud fundó la teoría? Estas preguntas me parecen centrales y, a mi entender, tienen consecuencias profundas en relación con el tema que nos convoca.

Partiendo de la base de que el psicoanálisis es una práctica social, no podemos pensar las condiciones de la transmisión sin pensar las condiciones de la práctica y la experiencia, que es de hecho la forma fundamental de transmisión.

No hay corriente en el psicoanálisis que no siga sosteniendo que es el análisis personal el que funda la condición de posibilidad de un analista; la supervisión, el estudio –sería esperable que de más cosas que textos de psicoanálisis– y –yo agregaría– el intercambio permanente con colegas, serán imprescindibles, pero no tendrán ningún sostén profundo sin esa experiencia personal con el inconsciente. Y no sólo con los fines "preventivos" que buscan que un analista no esté tan "loco" como para proyectar constantemente sus propios conflictos sobre sus pacientes, sino para que adquiera esa dimensión densa y al mismo tiempo evanescente que el inconsciente tiene en tanto alteridad radical de uno mismo.

Si hoy hay otra manera de ser analista, la pregunta surge inevitable: ¿qué se ganó y qué se perdió con los cambios?

Discutir si una cantidad de sesiones más o menos define un análisis, me parece una discusión, hoy por hoy, trasnochada. Lo que no me parece así es discutir en qué condiciones se puede o se debe trabajar de una cierta manera y no de otra. Qué consecuencias genera. Cuáles son los requisitos metapsicológicos que puedan hacer que nosotros aceptemos, sugiramos o exijamos ritmos más o menos frecuentes. Y cuáles son las posibilidades actuales de hacerlo. Hago hincapié en esto por varias razones.

La primera. En los últimos tiempos he escuchado repetidamente una reflexión parecida a la que sigue: "como han variado las patologías es lógico que varíe la clínica. La incidencia de las llamadas patologías narcisistas genera variaciones en el método. El método sirve con los pacientes neuróticos pero como ahora los neuróticos son menos (de cada 10 pacientes, 7 no son neuróticos) el método varía. Con los neuróticos sí se puede mantener, pero con la patología narcisista no". La reflexión me parece elocuente. En efecto: 1) se tiene una situación de facto: las condiciones de tratamiento han variado; 2) entonces hay que aceptarlas y producir una teoría que dé cuenta de una realidad inamovible, cual sería –se dice que variaron las patologías esto con aval(¿?) estadístico incluido; 3) Estas patologías nuevas exigen un psicoanálisis distinto, más acorde con los tiempos; 4) Y así tenemos lo que queríamos demostrar. Yo no comparto ese punto de vista. Tal vez, saber que mi abuela fue una gallega anoréxica en un pueblito de la cordillera Cantábrica, y una amiga española en la adolescencia de mi madre también, mucho antes de que las empresas de prêt à porter hubieran impuesto la belleza de la percha de alambre, me hacen básicamente escéptico en relación con los enfoques que tiende a un culturalismo fácil. Sin negar las incidencias que los cambios culturales tienen en la subjetividad, creo que en lo que a la constitución del psiquismo se refiere todavía rigen las condiciones básicas de un siglo atrás (aunque queda por ver por cuanto tiempo más). Aunque suscribamos la idea que afirma que la constitución del aparato psíquico es un fenómeno que tiene en el Otro y en el otro, su motor y su dirección pulsante y estructural, ello no nos autoriza a establecer correspondencias fáciles y generalizadoras entre psiquismo y época. Me parece que históricamente el problema del inconsciente se encontró cercado entre dos formas de reduccionismo: una que encontraba en una dimensión de la pulsión pensada biológicamente o en una metabiología de corte lamarckiano como la que se encierra en la teoría de los fantasmas originarios la fuente de toda "evolución" psíquica; otra, que apoyándose en la dimensión exógena que define la vida humana como experiencia que transcurre desde sus orígenes en una intersubjetividad que no siempre llegar a serlo, destacaba las peripecias de esa exterioridad como fuente de cualquier modificación en lo interno. El problema de lo interno y lo externo, del adentro y el afuera, de lo que Freud llamaba yo – no yo, está en la base de la definición de lo inconsciente en tanto interno ajeno, interno – externo lo llamaba Freud, que define la realidad psíquica tanto como realidad gnoseológica como experiencial. El asunto no es si el fundamento es interno (biológico o metabiológico) o externo (sostenido en el Otro – otro), sino cómo lo externo se hace interno construyendo, por un proceso que Laplanche ha llamado metabola, esa realidad interna–externa radicalmente extraña a ambos elementos del par. En este punto se me hace imprescindible hacer algunas precisiones de base: el aparato psíquico –uso la denominación de evocaciones mecanicistas que Freud acuñó– se construye en un largo proceso signado por inscripciones, transcripciones, represiones primarias y secundarias, identificaciones múltiples que afectan simultáneamente a distintas instancias en procesos temporales no lineales que se rigen por una temporalidad retroactiva. «Si la muerte de X va a ser traumática o no te lo contesto dentro de unos años», afirmaba un personaje de un film francés. El aparato psíquico se construye en el interior de un magma que desde Freud se puede reconocer como sexual –siempre que no se confunda sexual con genital– y del cual emergerán las múltiples posibilidades libidinales de un sujeto –desde las marcadas por una astenia mortífera, pasando por las formas de una sexualidad maníaca y vacía, hasta las más creativas y gozosas–. Ese tejido complejo de relaciones metabolizadas de modo múltiple y variado que en afán de ser científicos y formular leyes universales incluimos bajo la denominación de Complejo de Edipo es un cuerpo vivo que si bien define sus características en los primeros años de vida se caracteriza por su constante trabajo de autoproducción, en el cual se combinan de modo conflictivo –y aún no delimitado con claridad– lo repetitivo con lo neogenético.

Es desde esta perspectiva que me ubico. En ese sentido las formas que tienden a producir causalidades simples entre psiquismo y época creo que corren el riesgo de hacer perder la dimensión del inconsciente en tanto realidad interna radicalmente externa. Externa, por sobre todo, a lo externo mismo que, sin embargo, no deja de incidir.

El aparato psíquico se construye en el interior de la cultura pero retraduce, inscribe, de modo permanente las sucesivas excitaciones que vienen del mundo. En este sentido, sostener que la neurosis ha desaparecido sería suponer que el inconsciente como tal lo ha hecho. En todo caso, habrán variado las formas de la neurosis, lo que no es poco. Para retomar una referencia del comienzo: no creo que entre la joven modosa de la bow-window en Viena y la cultivadora del sexo desprejuiciado de nuestros días haya más diferencia que la que hace –en este punto la categoría lacaniana me parece fecunda– al deseo del Otro. Lo que parecerá mucho o poco, según el punto de vista. Si de aquella se esperaba recato, de esta se espera acción. Lo que traerá un sinnúmero de consecuencias en el estilo de los lazos sociales.

No es mi intención adentrarme en esta cuestión, que exigiría además poner en consideración la presencia en la clínica de conflictos más ligadas los problemas de la autoestima. Lo remarco como puerta al segundo punto que me quiero mencionar.

En efecto, la época ha cambiado, se dice; por eso, los analistas tenemos que ponernos a tono con los nuevos tiempos. Afirmación totalmente válida si de lo que se trata es de confrontar el método con las condiciones de posibilidad de su ejercicio. Pero me parece muy riesgoso hacer modificaciones sin considerar si existe o no contradicción radical entre los cambios que se puedan hacer y los principios que lo sustentan. El psicoanálisis no debería cambiar para adaptarse acomodaticiamente a las épocas sino servir como instrumento de interpretación en una época, hasta el punto de poner en cuestión su propia viabilidad.

Me introduzco así en el segundo punto, que podría llamar, de acuerdo al título que antes mencioné: el psicoanálisis en las condiciones de la medicina gerenciada.

En efecto, si antes me refería al tema del número de sesiones es porque quería dejar claro que la decisión de un análisis debería ser definida de acuerdo a los niveles de conflicto en juego, y cuando digo: decisión de un análisis, me refiero no sólo a si se indica psicoanálisis u otra cosa, sino también a en qué momentos de un proceso terapéutico se puede hacer psicoanálisis y en cuales no. Hoy me parece –a muchos nos parece– que uno no hace siempre psicoanálisis; escuchar a un paciente incluye también escuchar cuando no está dispuesto o no puede analizarse, esto es parte del proceso del análisis mismo. A veces tendremos pacientes y a veces analizantes, más aún, todo paciente será a veces analizante y todo analizante será a veces paciente. Es el interior de esta lógica que pienso el tema del número de sesiones. Habrá pacientes que podrán estar dispuestos a experiencias breves o al menos no querer remover sus conflictos más allá de ciertos límites, y esto es muy atendible. Tener esto en cuenta me parece una conquista en relación con análisis que se eternizaban por puro requerimiento burocrático y no por su propia dinámica. Pero el problema al que quiero referirme ahora es otro, a mi parecer mucho más acucioso: ¿qué hacer cuando el que instituye el encuadre no es el saber y entender de un analista sino la estricta normativa de un sistema de salud que se rige por un criterio de lucro o, por lo menos, de recorte de gastos? Planteo esto, porque me parece que allí se está jugando en la actualidad la práctica de muchos analistas y hasta la experiencia de análisis (¿?) de muchos analistas (¿?). Lo que define un modo de circulación de lo que se considera experiencia del análisis y, en este sentido, de una transmisión.

Remarco esto porque, al menos en Buenos Aires es así, y viendo las condiciones mundiales de imposición de políticas en salud no es difícil deducir que en toda Latinoamérica debe ser más o menos igual, las discusiones sobre el tiempo, la frecuencia, los modos de entender el diagnóstico y la clínica según los parámetros del DSM-IV, no son definidos por los obstáculos o éxitos que la propia práctica pueda encontrar en la aplicación de un método, lo que obliga a la rediscusión y confrontación permanente de sus instrumentos teóricos y técnicos, sino a las exigencias de empresarios advenidos prestadores de salud, cuyo único criterio ético está sostenido por los balances de rentabilidad anual. Esto no viene de hoy, ya estaba presente en las preocupaciones de Ferenczi discutidas por Freud. En la Argentina, hace 30 años se pretendía buscar adaptar el método a los pobres recursos de la salud pública, en aquellos momentos desde perspectivas populistas, acentuando aquella vieja discusión sobre el oro y el cobre. Pero hoy, la situación toma ribetes dramáticos.

Esta cuestión involucra, e involucraba entonces, toda la salud en general (tanto la pública como la privada), pero en el campo de lo «psi» toma dimensiones de escándalo. A nadie se le ocurriría (por lo menos todavía no –ignoramos qué nueva perversidad nos puede estar esperando a la vuelta de la esquina–) exigirle a un cirujano que opere en una hora y que en el caso de no terminar en ese lapso haga salir al paciente del quirófano con el intestino entre las manos, o a una señora que no logra dar a luz en un tiempo prefijado que convenza a su cría de que posponga su decisión de venir al mundo hasta un momento con menor concentración de parturientas. Nadie (¿nadie?) propondría esto. Sin embargo, en el esquema de prestaciones en salud mental cada vez más monopolizada por instituciones de similares características, resulta habitual que los conflictos psíquicos de alguien tengan predefinido el tiempo necesario de atención. Que se trate de una psicosis, una neurosis obsesiva, una depresión de tipo reactivo, una neurosis traumática, una crisis de angustia o un hoy tan de moda ataque de pánico, entrará en el rasero de las 20 o 30 sesiones con posible extensión a otras 10, previo informes profesionales que justifiquen –según la óptica de los especialistas en microeconomía– tamaño despilfarro de recursos. Pues si no se pudo hacer nada en el tiempo asignado rondará la sospecha de que algo debe haber sido mal hecho y el terapeuta que querría pensar como analista teme quedarse sin trabajo, con lo cual lenta e imperceptiblemente se va asimilando a las condiciones impuestas considerándolas naturales. Esta cuestión: la de dar por lógicamente natural lo que es una imposición social, es un problema de enormes consecuencias en las formas que vaya adoptando la transmisión. Corre el riesgo de promover que el psicoanálisis se parezca cada día más a lo que las multinacionales de la salud requieran. Que la lógica de las pre-pagas se traslade a las cabezas de los analistas haciéndose teoría.

En efecto, me parece que hoy por hoy muchas discusiones aparentemente teóricas sobre clínica y técnica no son otra cosa que racionalizaciones (no razones) que intentan permitirnos sobrevivir como terapeutas en las condiciones de la lógica del costo-beneficio. El informe de Banco Mundial, Informe sobre el Desarrollo Mundial 1993. Invertir en salud, un texto que combina una retórica humanista plagada de preocupación por los pobres con propuestas que no sería exagerado llamar genocidas, es una clara manifestación de esta lógica. En la página 10, cuando plantea la importancia de jerarquizar lo que llama servicios esenciales, afirma que en países de ingreso bajo, muchos servicios de salud tienen niveles tan bajos en función de los costos que los gobiernos tendrán que considerar la posibilidad de excluir de los servicios clínicos esenciales la cirugía cardíaca, el tratamiento (distinto del alivio del dolor) de los cánceres de estómago, hígado y pulmón, de alta letalidad; las quimioterapia costosas en casos de infección con el VIH, y los cuidados intensivos de niños muy prematuros. Es difícil justificar –afirma– el uso de fondos públicos para esos tratamientos médicos cuando al mismo tiempo hay servicios mucho más eficaces en función de los costos que benefician sobre todo a los pobres y están insuficientemente financiados. Parece que sí pueden haber quienes imaginen personas saliendo del quirófano con sus intestinos entre las manos, y que, además, nos explicarán que no hay nada más ventajoso que un intestino expuesto.

Este es, hoy por hoy, el contexto histórico-económico social de producción de nuestro arte con vocación legítima de cientificidad. La Viena de principios del siglo pasado, queda cada vez más lejos. Ya ese contexto es cada vez menos el del profesional liberal, sino el de un trabajador intelectual asalariado, contratado por un consorcio de salud privado, estatal o mixto, para quien los límites de su ética serán definidos en los hechos, y aunque lo ignore, en la asamblea anual de accionistas; en una época donde los sujetos han pasado a ser consumidores o escoria.

Creo que todos los que trabajan en estas condiciones pueden reconocerse soportando los múltiples conflictos que esta situación genera. Y los que todavía gozamos de los beneficios de una práctica liberal cada vez más marginal difícilmente podamos desconocer estos hechos salvo a condición de la utilización de mecanismos decididamente renegatorios. Aún así, recalcarlo me parece imprescindible, sobre todo si queremos pensar algunas de sus consecuencias. Entre ellas, las relacionadas con el método y el encuadre.

Creo que es claro que, desde esta perspectiva, estoy pensando las variaciones epocales como conflicto a pensar y no como situación de facto a la que haya que resignarse... y adaptarse, sirviéndose para ello de racionalizaciones de ropaje psicoanalítico que hagan nuestro trabajo más cómodo.

Desde la perspectiva compleja en que antes planteé el problema de la constitución del aparato psíquico resulta un despropósito o una malintencionada mentira suponer que en un tiempo predeterminado y siempre breve se puedan recomponer las vías representacionales que han culminado en tal o cual destino sintomático o caracterológico. No me refiero a un análisis «completo» –si es que tal cosa pueda existir– sino, más modestamente, a destrabar algunos de los nudos pulsionales de nuestros pacientes. Si algo ha demostrado el psicoanálisis es el carácter atemporal del inconsciente y la pretensión de imponerle por decreto los ritmos de la temporalidad de los sistemas secundarios tiene una dimensión de sinsentido. Puede ocurrir que alguien nos consulte en situaciones de acotamiento temporal –viajes, migraciones, intervenciones quirúrgicas, etc.– pero en esos casos la temporalidad externa funcionará como parte constituyente de los conflictos y no como agregado fruto de una mala praxis vestida de técnica moderna.

He hecho todo este largo derrotero pues me interesa ubicar las condiciones en que la práctica hoy se desarrolla. Es que si el objeto del psicoanálisis es el inconsciente, su práctica compromete a sujetos sociales singulares caracterizados por funcionamientos mentales específicos donde conviven conflictos de distinto nivel : conscientes, preconscientes e inconscientes o relativos al Yo, Ello y Superyó con sus correspondientes o eventuales clivajes horizontales y verticales definidos según parámetros que tendrán en la transferencia su modulador principal. Desde esta perspectiva, si los analistas nos resignamos a una práctica regida por condiciones ajenas a cualquier acuerdo entre sus protagonistas (aunque los protagonistas verdaderos no son, en sentido estricto, ellos), si no tenemos más opciones que las que imponen los auditores de las pre-pagas, ¿no terminaremos llamando psicoanálisis a cualquier cosa?

Desde mi punto de vista lo que define un análisis es ese trabajo sostenido en la asociación libre y en la atención libremente flotante en el interior del campo de la transferencia. Si no hay libre asociación no hay análisis, no importa el número de sesiones a las que concurra. Cuando algunos analistas se sorprenden de lo bien que pueden a llegar a trabajar con algunos pacientes con pocas sesiones y en períodos acotados, creo que denuncian cómo previamente han fetichizado la frecuencia. Pero esto no autoriza a que concluyamos que entonces se ha tratado de un error histórico, una práctica demodé que las nuevas condiciones han descubierto en toda su falsedad.

La regla fundamental y la atención flotante en el interior de la transferencia hacen al método, el número de sesiones, el uso o no uso de diván, los modos de pago, la forma en que se agrupan los horarios hacen al encuadre. Lo he planteado desde un primer momento, porque muchas veces se ha jerarquizado el encuadre en perjuicio del método o se ha mezclado uno con el otro, cuando no se ha planteado que el encuadre es la condición del método lo que ha llevado a aquello que he llamado encuadrismo canónico.

Hoy estas cuestiones nos ponen en un constante conflicto con nuestro trabajo, al punto que es necesario mantener una pregunta insoslayable: ¿cuántas veces las condiciones en que se trabaja harán que nuestro trabajo sea un como si de análisis?

Creo que más que las que creemos o deseamos. Sobre todo cuando es usual que el voluntarismo sugestivo sea uno de los modos en que los analistas solemos responder a encuadres que nos encierran en una paradoja: si atendemos al paciente de acuerdo a los cánones que nos exigen, sentimos que lo mal atendemos, y si nos rebelamos, el paciente se quedará sin atención... y nosotros, sin trabajo. Ante lo cual, la renegación se activa bajo la formula clásica que desarrollara Octave Mannoni: sé que no lo puedo ayudar pero aún así lo voy a hacer. Al voluntarismo bien intencionado le puede seguir, como segunda fase, el voluntarismo teórico: hay que dar razones metapsicológicas que justifiquen lo que hacemos.

En mi opinión el desafío es otro: hay que intentar dar las razones metapsicológicas que explican porqué hay cosas que no se pueden hacer. La ruptura del corsé de la paradoja, compromete dos vías: una, eminentemente política, implica el reconocimiento de nuestra ya indiscutible condición de trabajadores intelectuales y de los efectos, consecuencias y compromisos que ello supone; la segunda, más ligada a nuestro trabajo específico, plantea el rescate riguroso de los elementos teóricos y experienciales que le dan sentido al psicoanálisis en tanto método que encierra en el mismo proceso de investigación su potencia curativa.

Los pacientes mejoran porque van descubriendo en una experiencia viva (es decir que compromete lo afectivo de modo privilegiado) los distintos conflictos y modos transaccionales de resolverlos. La perlaboración es su centro. No es que el paciente sepa porque el analista le dijo, se trata de que el paciente vaya descubriendo en tanto el analista lo ayuda a darse cuenta. En un proceso que no consiste en que el analista ayude a descubrir algo que ya sabe de antemano, sino que él también descubra con su paciente. Proceso en el que la sorpresa compartida del descubrimiento tiene su motor y que se produce no por un repentino insight cercano a una "iluminación", sino por el meticuloso trabajo de rescate de la dimensión profunda y densa de la palabra propia, incluso, y en especial, la menos destacada.

Esto se irá haciendo sobre distintas cuestiones y ejes que tendrán su fuente de luz, su foco como gustan decir los especialistas en terapias breves, en el interior del propio paciente, sobre un escenario donde conviven como en el teatro medieval, distintas escenas. Ese llamado foco podría ser pensado como la dirección en que las asociaciones del paciente en transferencia (es decir escuchado por un terapeuta singular) van orientando, en el trabajo analítico mismo, diversas catexis de atención.

En este sentido, el proceso podrá ser detenido en alguna de ellas, dar por terminada la obra en una escena sin prolongarse en otra, y así asemejarse a una terapia de objetivo limitado, siempre y cuando ese objetivo no este condicionado de antemano sino, lo repito, determinado por movimientos que sólo reconoceremos de modo retroactivo, en la dinámica transferencial que el proceso mismo impone. Es esta peculiaridad del análisis la que hace que un psicoanálisis no deba ser necesariamente prolongado para ser llamado tal. No todo el mundo que se analiza desea ser analista ... por suerte.

Sin embargo me parece imprescindible destacar estas cuestiones, pues los analistas cargamos hoy en día con la tensión de trabajar y formarnos en las condiciones antes enunciadas y tenemos que ser conscientes de ellas y soportar sus efectos en el trabajo cotidiano: sentimientos legítimos de culpa, insatisfacción, astenia por impotencia, riesgos de salidas omnipotentes, identificación con el agresor, pueden ser algunas de las formas que tiñan nuestra escucha, en una posición donde nuestra perspectiva tendrá poco que ver con lo que usualmente se entiende por contratransferencia, aquella que involucra los fantasmas de nuestros pacientes. Ellos encontrarán muchas veces a terapeutas que se vuelven intolerantes porque no tienen tiempo para ser tolerantes. El furor curandis, la ansiedad por interpretar, la oferta sugestiva de alternativas signadas por el superyo o el ideal del yo del analista, funcionan al modo de burdos remedos de una elaboración genuina. Y muchas veces los analistas (impotentizados) podemos terminar dando señales de irritación hacia los pacientes cuando estos no se «curan» en los tiempos previstos. Si en cualquier análisis la atribución a las resistencias de los pacientes es, cuando no toleramos nuestros límites o los del método, un riesgo mayor de resistencia por parte de los analistas, ni qué decir de la prevalencia de esta reacción en aquellos casos en los que, al estar el proceso viciado de antemano, los fracasos se ciernen inminentes. Más que hablar de contratransferencia habrá que hablar de antitransferencia.

¿Tiene todo esto que ver con la transmisión? Creo que sí. Dime cómo llevas un análisis adelante y te diré como te has analizado podría ser una versión del refrán. Las presiones sobre los modos en que los terapeutas – analistas nos vemos obligados a trabajar, cada día de modo más iatrogénico, favorecen el desarrollo de un psicoanálisis ad hoc, apto para la ocasión. Su modo de pensarse generará inevitablemente un modo de trasmitirse. Si un pretendido analista cree que asociar es ejercer el derecho democrático a hablar de lo que se tenga ganas y no la obligación incumplible, pero por ello fértil, de decir todo lo que se le pasa por la cabeza, no podrá crear el campo donde un análisis se despliegue. Escuchar no es un acto arbitrario o espontaneísta, tiene sus leyes y sus líneas de fuerza. La concepción que se tenga de la transferencia balizará la marcha. Pero si las balizas fueron colocadas por contadores los psicoanalistas tendremos poco para hacer.

Es aquí donde se abre un desafío. En efecto. Muchas veces se ha tratado de crear una falsa división entre psicoanalistas teóricos y clínicos. Estos últimos se arrogan un saber empírico que justifica su quehacer por encima de cualquier consideración teórica y los primeros son mostrados haciendo gala de niveles de abstracción ajenos a cualquier posibilidad referencial, en esa falsa disyuntiva las dificultades de la práctica actual pueden ser fácilmente capturadas por los cantos de sirenas de un realista sentido común: hay que tener en cuenta las condiciones de la época, nos dirán al oído, como si fuera posible hacer lo contrario. La cuestión será entonces cómo hacer de esas condiciones de la época un referente pensado en el interior del método, cómo seguir siendo psicoanalistas aunque la realidad de los monopolios prefiera profesionales-empleados de la salud mental. Cómo seguir pensando psicoanalíticamente en el marco de procesos que se resisten –en definitiva de la resistencia se ha tratado siempre la cuestión del inconsciente–. Cómo no abroquelarnos tras conceptos transformados en dogma, sin sacrificar los conceptos fundamentales. Cómo garantizar una práctica del inconsciente que no se dé de patadas con sus propias fuentes: es decir los procesos de análisis conducidos con convicción (es decir con la suficiente incertidumbre).

En el Prólogo a la tercera edición de los Tres Ensayos Freud afirma que "esos ensayos no pueden contener más que lo que el psicoanálisis necesita suponer o permite comprobar. Por eso queda excluido que alguna vez pueda ampliarse hasta constituir una ‘teoría sexual’, y es comprensible que ni siquiera tomen posición sobre muchos problemas importantes de la vida sexual. Pero no se crea que estos capítulos omitidos del gran tema fueron ignorados por autor, o que los desdeñó por considerarlos accesorios" (pág. 118)

Freud nos plantea un campo de trabajo delimitado por lo que el psicoanálisis necesita suponer o permite comprobar. Ese territorio es definido por su método, no por la psicología general, ni por "Weltanschaungs" con congruencia teórica. Freud descarta construir desde el psicoanálisis una teoría general de la sexualidad, porque su objeto es el inconsciente, no las conductas sexuales –lo que no significa que se desinterese de las conductas sexuales–. En el mismo sentido, el método crea un campo de investigación (sucedánea de la investigación sexual infantil) propio, que no podrá ser regido por intereses "globalizadores".

En este sentido, creo que el desafío es cómo pensar maneras para que en las condiciones actuales de la práctica el psicoanálisis se trasmita sin tornarse un folleto adjunto al DSM-IV. Cómo hacer para que el psicoanálisis se trasmita cuando los analistas se analizan "discutiblemente", cuando supervisan sus casos sólo cuando el paciente está por irse, cuando Freud se lee mutilado en fotocopias de páginas sueltas y muchos autores y obras clásicos son ignorados.

Es probable que quien buscaba respuestas en este texto se halla sentido defraudado; yo mismo lo estoy de no poder encontrar algunas que me orienten, pero me parece que plantear una cuestión en su dimensión problemática sigue siendo un modo necesario de empezar.

sotolano@arnet.com.ar

Notas

(1) Lo que continúa es una versión extractada de ese trabajo.

(2) Las bastardillas son mías.

(3) Octave Mannoni, "Ya lo sé, pero aún así", en La otra escena. Claves de lo imaginario. Amorrortu editores. Buenos Aires. 1973.

 


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