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Seminario
El psicoanalista y la práctica hospitalaria

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Organizado por : PsicoMundo

Coordinado por : Lic. Mario Pujó


Clase 1
El psicoanalista y la institución hospitalaria
Lic. Mario Pujó

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En primer lugar quería agradecer a Michel Sauval, administrador del web Psiconet, por el espacio brindado en este sitio a la revista «Psicoanálisis y el hospital», de la que soy director, y la invitación que nos ha cursado para realizar este seminario, que guarda en su organización una identidad de estructura con esa publicación, al punto que lo hemos imaginado como una suerte de «puesta en forma de curso» de lo que podría ser un número virtual de ella, un número no aparecido, que probablemente no va a aparecer, no al menos como libro, y que, sin embargo, constituye una suerte de repaso, una retoma en forma coloquial de algunas de las cuestiones que hemos considerado como más fundamentales entre las numerosas que hemos venido tratando en algunos de los once números aparecidos hasta ahora. Hemos invitado para efectivizarlo, a distintos psicoanalistas que han colaborado en más de una oportunidad con la revista, dando cuenta en sus artículos, interrogando, testimoniando sobre sus experiencias en el plano de la clínica o en el de la formación, con la consigna de intentar, en esta retransmisión, de dar una forma hablada a sus escritos, una forma coloquial, una forma de charla a algunas de las cuestiones que han venido elaborando en estos años de reflexión acerca de la práctica hospitalaria, y que la publicación se ha propuesto transmitir.

Hemos invitado así a la Lic. Alicia Benjamín, el Lic. Ricardo Scavino, la Lic. Silvina Gamsie, el Lic. Benjamín Uzorskis, el Dr. Roberto Neuburger, la Lic. Patricia Marrello, el Dr. Daniel Paola, la T.O. Clara Alvarez, la Lic. Elizabeth Maza, la Lic. Rosalía Enrigo, la Lic. Alicia Ganduglia, la Dra. Elena Lacombe, el Lic. Walter Gutiérrez, el Lic. Daniel Rubinsztejn, el Lic. Claudio Glasman, el Lic. Oscar Cesarotto, y el Dr. Benjamin Domb, en ese orden, a que expongan semana a semana, su experiencia acerca de diversos temas que consideramos de particular interés. En primer lugar, el tema de la admisión, es decir, la cuestión de la entrada, la aceptación de un sujeto en calidad de paciente en un servicio de psicopatología; en segundo lugar, lo que se denomina interconsulta, es decir, lo que se llama también "demanda interna" en una institución, la demanda que desde otro servicio se dirige a psicopatología en un hospital general; en tercer lugar, el tema de la urgencia, tanto en cuanto ella atañe al trabajo en la guardia, como en cuanto se refiere de manera más general a cierto tipo de demandas que suponen alguna precipitación, y, correlativamente, la invitación, aceptada o no, a responder a ellas, simétricamente, de manera urgida; en cuarto lugar, el tema del hospital de día, que constituye un régimen intermedio entre el tratamiento ambulatorio y la internación, y en relación a ambos, la función clínica del trabajo en talleres en el caso de pacientes psicóticos, y la incidencia de lo colectivo, vale decir la instancia de lo grupal en tanto instituyente, en la constitución del sujeto; las cuatro charlas siguientes abordan cuestiones cuya vigencia se evidencia en la actualidad de su alcance social como las que se refieren a esa categoría etaria que se denomina adolescencia y, en particular, el tema de la violencia, el abuso sexual infantil, el sida. Las tres últimas se inclinan más hacia el tema de la formación y la temática de la transmisión del psicoanálisis en relación al papel que puede eventualmente desempeñar la institución hospitalaria en ella, las dificultades inherentes a la supervisión institucional, la incidencia teórica y clínica de la presentación de enfermos en una sala de internación. Reservamos, a manera de epílogo, un breve espacio de comentario, en el que Michel Sauval y yo mismo, intentaremos dar al curso alguna forma de cierre o conclusión.

Evidentemente, se trata de un recorrido cuya amplitud obliga a dejar de lado muchas cuestiones que sería interesante abordar. Pero la idea es hacer una especie de introducción o de presentación razonada, de un campo de problemáticas vinculadas a estos puntos de cruce entre el psicoanálisis y la institución asistencial, para intentar situar su especificidad, señalar sus dificultades, sus obstáculos, sus posibilidades, en un lapso de tiempo deliberadamente acotado que se extiende entre esta última semana de septiembre y la última semana de enero; lo que no es óbice para que el seminario pueda ser proseguido o profundizado en alguna oportunidad posterior.

 

Me propongo abordar hoy, a modo de presentación general, el tema del lugar del psicoanalista en la institución hospitalaria, aunque no querría dejar de consignar en esta primera charla, el efecto de sorpresa, mezclado también con cierto sentimiento de extrañamiento que produjo en mí y en los distintos invitados a medida que conversábamos su participación, la idea de emplear este medio tan peculiar que constituye la «autopista virtual», el «ciberespacio» como se denomina a Internet. Sorpresa mayor para muchos de los participantes si se considera que la mayor parte de ellos no está «conectado» a la red, e inclusive, muchos de ellos se resisten simplemente al uso de la computadora, delegando en sus hijos aquellas tareas que inevitablemente requieren su empleo. Lo que me llevaba a pensar que el carácter ficticio de una charla, en el sentido de una conferencia que nunca ha sido pronunciada, constituye un artilugio frecuente en el campo del psicoanálisis, al que el propio Freud recurre, por ejemplo, en su segunda serie de "Lecciones de introducción al psicoanálisis" correspondientes al año lectivo 1932/1933. Freud señala en el prefacio de esas lecciones, que su edad lo releva ya de la obligación de tener que hacer patente su pertenencia, más no sea periférica, a la Universidad, y que una intervención quirúrgica en la mandíbula ha disminuido su capacidad de oratoria. Redacta, entonces, estas «charlas», indicando que la imaginaria presencia de un auditorio lo ayuda a no olvidarse de facilitar la exposición para hacer más accesible al lector la comprensión de los temas tratados.

Internet agrega al carácter «virtual» de las charlas, la posibilidad de conocer de algún modo a quienes van dirigidas, en la medida que hay una inscripción previa y un código para acceder a ellas, al tiempo que la audiencia se amplía a los confines del mundo, reconociendo como único límite la frontera que establece el conocimiento del idioma; permite, por otra parte, a través del correo electrónico, una forma efectiva de interacción, un intercambio de preguntas y respuestas que pueden o no ser hechas públicas, la posibilidad de un diálogo que no por ser virtual es menos verdadero.

Con lo que quiero señalar que a juzgar por la importancia que han tenido aquellas «conferencias» de los años treinta para la introducción al psicoanálisis de camadas enteras de futuros analistas, no es difícil imaginar que la hace sesenta años impredecible web, habría seguramente encantado a Freud.

 

Entrando entonces en el tema que nos hemos propuesto introducir hoy, el de la relación del psicoanalista con la institución hospitalaria, lo primero que podría decirse es que no se trata de una relación «natural», una relación que a priori pudiéramos considerar evidente, mucho menos necesaria, como sí lo es, por ejemplo, la relación del médico con el hospital, o la relación del psiquiatra con el asilo. En el sentido de que hay, efectivamente, una relación de tipo causa-efecto entre la institución hospitalaria y la medicina en el sentido moderno, la medicina considerada científica, y tanto el psiquiatra como personaje y la psiquiatría como disciplina, vale decir, como rama de esa misma medicina científica, están, como veremos, directamente vinculados al asilo de alienados concebido como institución de cura.

El psicoanálisis, por cierto, surge de otro tipo de vínculo, en el seno de una relación social singularizada, no colectiva, en cierto sentido una relación privada, si se entiende por privado aquello que no es público; al contrario, el psicoanálisis surge en el contexto de un diálogo que es, como tal, confidencial, no objetivable, no institucionalizado. La presencia de los psicoanalistas, los intentos de emprender un tratamiento analítico en una institución pública, colectiva, no supone ninguna vinculación evidente, sino que aparece en relación a la especificidad de la cura analítica, como una suerte de ampliación, de aplicación, de extensión, de prolongación, que alguno podría incluso concebir, desde cierto "purismo", como una forma de desvío.

Entonces, cuando uno se pregunta por la pertinencia de la presencia del psicoanálisis en el hospital como doctrina y como referencia, por la pertinencia de la presencia de los analistas, me refiero a la pertinencia analítica, es decir la que instaura la perspectiva de la práctica analítica, de lo que se ha dado en llamar el acto analítico, e inclusive, de lo que podríamos considerar como lo hacía Freud, la política del psicoanálisis, no alcanza con dar una respuesta de hecho; aunque, evidentemente, los hechos cuentan y se cuentan.

Uno podría tal vez contentarse con la respuesta de que hay de hecho psicoanalistas en los hospitales, hay practicantes del análisis que consideran los consultorios externos, la sala de internación, el hospital de día, como un ámbito propicio a su formación como analistas, psicoanalistas que hacen docencia, supervisión, analistas que intentan repensar ciertos dispositivos de tratamiento ya existentes conceptualizándolos desde el psicoanálisis y, dada su masividad, por lo menos en Argentina, podría resultar una respuesta contundente.

Puedo invocar mi propia experiencia -como la de la mayor parte de los colegas invitados a participar aquí-, en el sentido de que me he desempeñado efectivamente como pasante y concurrente en varias instituciones hospitalarias, he sido miembro de planta y formé parte de distintos equipos de atención en otras tantas instituciones asistenciales, y me he desempeñado como supervisor clínico y como docente en diversos servicios. Y puedo efectivamente testimoniar que este pasaje ha constituido para mí una enseñanza, tanto en el aspecto clínico, como en el aspecto docente y de supervisión. Se constata a menudo en las primeras supervisiones de quienes se inician en la práctica, que lejos de reparar en los obstáculos y las dificultades que la presencia de la institución introduce en la cura, encuentran por el contrario que el marco institucional constituye un ámbito propicio, particularmente securizante, para comenzar su práctica, reflexionar sobre ella, discutirla, en el seno mismo del grupo de atención, del equipo, del servicio.

Podríamos también tomar apoyo en las experiencias de Freud y de Lacan, y comprobar que, efectivamente, el hospital ha tenido para cada uno de ellos un lugar decisivo en su formación, y, específicamente, en su formación como analistas.

Tomemos el caso de Freud, quien se desempeña durante tres años en el Hospital General de Viena, entre 1882 y 1885, años que representan uno de los cambios más decisivos en su vida. Freud debe abandonar su carrera de investigador en el Instituto de Fisiología por no encontrarse en condiciones económicas de solventarla, y siguiendo el consejo de su admirado director, el Profesor Brücke, toma la para él difícil decisión de ganarse la vida como médico. Se dispone entonces a acrecentar su experiencia clínica en el hospital pasando por distintas especialidades y distintas cátedras, como cirugía, otorrinología, psiquiatría, etc. En «Análisis profano...», recuerda este pasaje como una especie de accidente, un desvío respecto de su verdadera inclinación por la investigación, y señala que no considera haber sido nunca un médico en sentido estricto, habiendo elegido esa carrera como un camino concreto de aproximación a su interés por las ciencias naturales. Agrega que su triunfo en la vida ha consistido en haber retomado, luego de este rodeo por la clínica médica, el camino de su verdadera vocación investigadora. Lo que es sin duda cierto. Pero como se desprende de su correspondencia con Martha, su paso por el hospital además de valerle cierto curriculum académico y una necesaria formación con vistas a establecerse de manera independiente, despierta en él por vez primera un hasta entonces insospechado deseo de curar. El estudioso de las células nerviosas del cangrejo fluvial, el inventor del método de cloruro de oro para los preparados neurológicos, confrontado con los padecimientos de la enfermedad, ve trastabillar su saber y es presa de una inclinación terapéutica hasta ese momento desconocida. Escribe a Martha haberse sentido plenamente médico en ese tiempo, y su curiosidad, su ambición y su necesidad de progresar económicamente para poder casarse, lo conducirán a ensayar métodos novedosos ante la constatada escasez de recursos terapéuticos existentes.

Es en esos años que Freud cree encontrar en la cocaína, sustancia por entonces de venta legal y poco conocida en Europa, una especie de panacea universal, capaz de tratar eficazmente las más diversas afecciones, desde la fatiga nerviosa, la dispepsia, la depresión, la morfinomanía, la neurastenia, los síntomas histéricos, el alcoholismo. Freud se basa entonces en su propia experiencia y en los abundantes informes científicos publicados en las revistas norteamericanas de la época, creyendo haber hallado una especie de remedio universal, ilusión que ha constituido desde siempre un sueño en la historia de la medicina, cuya vigencia el furor por medicamentos como el Prozac viene en cierto modo a ratificar. Pero más allá de las polémicas que se encienden en torno al empleo de la cocaína y los perjuicios que ella termina acarreando a su prestigio, las esperanzas que Freud deposita en ella evidencian la presencia de ese deseo de curar que viene por un tiempo a equiparse a su aceptada curiosidad intelectual, su pasión por saber.

La originalidad de Freud consistirá precisamente en dar a este deseo de curar una resolución no médica, vinculada por cierto a su deseo de saber. Si Freud descubre años después que la verdad enferma, su genialidad será intentar curarla por el saber, curar la verdad por el saber, por un saber que su deseo de investigador incita en las histéricas a producir. Señalemos que en su recorrido, el paso en sus años de hospital por la Clínica psiquiátrica de Meynert, su desempeño en el Sanatorio para enfermedades mentales de Obersteimer, y el logro de una beca que le permitirá concurrir a la Clínica de Charcot en Paris y asistir a sus clases en el Hospital de la Salpetrière, tendrán una incidencia decisiva.

Si consideramos por otra parte el trayecto recorrido por Lacan hacia el psicoanálisis, es conocido que su formación en psiquiatría lo llevó a frecuentar distintos servicios hospitalarios y a tener diferentes "patrones", distintos jefes de servicio. Recordará en particular su paso por la "Infirmerie Spéciale", una especie de guardia a la que eran derivadas todas las urgencias psiquiátricas de Paris, reconociendo en Gaëtan de Clérambault que estuvo a su cargo durante muchísimos años, su «único maestro en psiquiatría». Sabemos, además, que, como psicoanalista, alentó en su entorno una gran cantidad de experiencias institucionales de tipo asistencial, en particular para pacientes psicóticos, y que mantuvo regularmente a lo largo de su vida la presentación de enfermos en el Hospital de Sainte Anne ; presentación que ofrece por cierto bordes polémicos y puede suscitar más de una controversia, pero a la que Lacan entendía inscripta sin concesiones en su práctica de analista, como una actividad que tenía tanto una vertiente clínica, en cuanto incidía en el curso de la evolución del paciente presentado, como una vertiente de enseñanza para todos los analistas que asistían a ella y participaban en la discusión.

Cuestiones todas en las que sería posible explayarse y que representan una descripción de acontecimientos y circunstancias que permiten establecer una relación de hecho entre el psicoanalista y la institución hospitalaria, relación que no podría por sí misma conformarnos. Se podría argumentar que hay también psicoanalistas que se desempeñan en otro tipo de instituciones, como las escuelas públicas, los juzgados, las cárceles, experiencias todas que tienen sin duda su importancia y su valor, pero que no fundan de por sí una legitimidad de derecho ni justifican la pertinencia de esa presencia, de ese desempeño, de esa relación.

 

Voy a tratar repasar algunos hitos de la historia del hospital y del manicomio, en el tránsito progresivo a su constitución como instituciones terapéuticas, para despejar aquellas coordenadas que nos permitan pensar la especificidad del lugar del psicoanalista en ellas, su eventual carácter no meramente aleatorio, a pesar, o, tal vez, en razón, de que esas instituciones han dado origen a otros personajes, otras investiduras, como la del médico o la del psiquiatra, y no justamente la del psicoanalista.

De los múltiples relatos de esta historia, los de Michel Foucault resultan particularmente atractivos. Quizás por su estilo de denuncia, por esa entusiasta y militante toma de partido que no evidencia esperanza alguna al no proponer ninguna reforma, ni alentar siquiera la ilusión de una mejora en la gestión. Cuando Foucault se ocupa de aquellas instituciones cerradas por las que siente particular debilidad, las cárceles, los manicomios, los hospitales, lo hace en el espíritu de cuestionar radicalmente los fundamentos de su legitimidad, sin por ello pensar, como lo señala por ejemplo Fernando Savater, que los males creados por el racionalismo ilustrado pudieran ser corregidos con mayor racionalismo o mayor ilustración. Quizás, también, porque cuando Foucault aborda la historia de una institución, lo hace desde la perspectiva de aquellos que la institución toma como objetos y cuya existencia, así concebida, justifica la existencia de la propia institución, ya se trate explícitamente de curarlos, vigilarlos, sancionarlos o corregirlos.

 

Hay una conferencia de 1974 realizada en Río de Janeiro titulada "Incorporación del hospital público a la tecnología moderna", y pronunciada en el contexto de un seminario sobre medicina social, en la que Foucault puntualiza los acontecimientos que a su juicio dan cuenta del surgimiento del hospital moderno como se lo conoce en la actualidad. Indica entonces que si el hospital en tanto identificado a una determinada arquitectura representa una institución extremadamente antigua, como instrumento terapéutico, es decir, concebida como medio para curar al enfermo y tratar las enfermedades, constituye un concepto relativamente reciente, de finales del Siglo XVIII, vale decir contemporáneo del iluminismo y del surgimiento de la ciencia moderna.

Durante la Edad Media, las actividades del hospital y la práctica de la medicina no se superponen ni se entrecruzan, dado que el hospital, de gran importancia en la vida urbana, no constituye una institución médica, y la medicina no es aún una disciplina hospitalaria.

Antes del Siglo XVIII, el hospital funciona esencialmente como una institución de albergue y asistencia de los menesterosos (en el francés de la época se lo denomina precisamente hôtel), y, al mismo tiempo, como una instancia de segregación social. El pobre que requiere asistencia es portador de enfermedad y, por lo mismo, capaz de contagio; peligroso, debe ser aislado. Los magníficos muros del hospital pre-renacentista que podemos admirar en Baume por ejemplo, son, si se quiere, espléndidos monumentos a la caridad y, al mismo tiempo, sólidos dispositivos de aislamiento.

El verdadero personaje que esas paredes albergan no es entonces tanto el enfermo, como el moribundo, aquél que se encuentra prometido a una muerte segura. Se trata de una persona que debe ser asistida en el plano moral y espiritual, alguien a quien el hospital recibe para ofrecerle los últimos auxilios y dispensarle los últimos sacramentos. De modo que los que atienden al enfermo, imbuidos en su mayor parte de una vocación religiosa, no están allí tanto para curar su cuerpo como para salvar su alma, logrando a través de esta obra caritativa la propia salvación espiritual.

Es en el contexto positivista y racionalista del Siglo XVIII que empieza a observarse que el plano arquitectónico de los hospitales, su emplazamiento en la ciudad, la disposición de las salas, la ubicación de los enfermos, su mayor distancia o proximidad, incide, por razones que se desconocen con exactitud, en el curso de la enfermedad, la mejoran o la agravan, disminuyendo o acelerando su propagación. Por esa razón, en ocasión de la reestructuración del Hôtel Dieu de Paris, l’Académie de Sciences encomienda a un hombre de ciencia, un médico -M. Thénon-, a recorrer y evaluar comparativamente los demás hospitales de Europa; lo que lo lleva a estudiar sistemáticamente cada establecimiento como si se tratara de un objeto natural, con el mismo espíritu con que se observan las plantas, los animales, las geografías, los climas.

La medicina, por su parte, en su lenta evolución como disciplina y como profesión, sigue un curso totalmente independiente. La medicina medieval es una medicina individual e individualista; el médico se forma en el contexto de una experiencia iniciática, constituida por la lectura y el aprendizaje de algunos textos magistrales, la memorización de un determinado número de recetas, y la intervención práctica directa sobre cierta cantidad de enfermos. Vale decir que la transmisión del saber médico transcurre en el seno de una asociación en todo semejante y regulada por normas similares a las que rigen las corporaciones encargadas de la enseñanza de los distintos oficios. En cuanto a la cura, el tratamiento es concebido como un combate, una batalla entre la naturaleza y la enfermedad, aliándose el médico a las fuerzas de la naturaleza que intentan doblegar el mal, la anti-naturaleza, que encarna la enfermedad.

Hacia finales del Siglo XVII se produce un cruzamiento entre el ámbito de la institución hospitalaria, como espacio de reclusión, y la disciplina médica, como práctica de cura, cruzamiento sumamente productivo que provoca una reformulación completa del concepto de institución al que Foucault concibe como un proceso de medicalización.

Es interesante observar que Foucault no describe esta transformación como inspirada en algún sentimiento humanitario o la búsqueda de algún progreso, sino como enmarcado y determinado objetivamente por un proceso que procura antes que nada la anulación de los efectos negativos, los trastornos que provoca la institución hospitalaria tanto en el plano económico como en el plano sanitario. El hospital se ha convertido en un factor desestabilizante, un factor de desorden en relación a las enormes transformaciones políticas y tecnológicas del Siglo XVIII.

Y es en efecto notable que la gran reforma hospitalaria se origine antes en el plano del hospital militar y del hospital marítimo que en el del hospital civil. Lo que atiende a razones que Foucault se encarga de precisar. En primer lugar porque en el terreno militar la invención del fusil y su adopción sistemática, transforma la estructura de los ejércitos, tanto en lo que se refiere a su disposición espacial, como a la formación y el entrenamiento de los soldados. Modificación que acarrea, como primera consecuencia directa, la revalorización de la vida del soldado. Si es ahora sumamente largo y costoso adiestrarlo en el manejo del fusil, enseñarle a ocupar su lugar en el regimiento, el hospital deberá entonces intentar recuperar a los heridos, restablecerlos para el combate, y, simultáneamente, evitar que deserten, es decir, impedir que finjan una enfermedad para escapar a las batallas.

En el plano marítimo, el aumento del comercio mundial, los progresos de la navegación, la constitución de nuevas naciones y el establecimiento de sus correspondientes fronteras, hacen que los hospitales marítimos se conviertan en un factor de descontrol por la propagación de las enfermedades, y, simultáneamente, en espacios particularmente aptos al contrabando y la burla de cualquier medida de fiscalización aduanera.

Cuestiones todas que inducen la necesidad efectiva de una reforma. Movimiento que coincide con una importante modificación de la perspectiva médica, cuyo modelo pasa a ser el que rige en la botánica el tipo clasificatorio introducido por Linneo. La enfermedad, fenómeno límite, casi exterior, a la naturaleza, pasa entonces a ser observada, clasificada, seguida en su evolución de manera sistemática. Lo que conduce a una revalorización no sólo del enfermo sino también del medio en que éste se desenvuelve, por cuanto la enfermedad puede ser entendida ahora como un fenómeno natural y debe responder entonces a leyes naturales que tomen en consideración, entre otras, la acción del entorno sobre el organismo. Será entonces necesario controlar los elementos fundamentales de ese entorno: el aire, el agua, la higiene, la alimentación.

El personaje del médico desplaza entonces al personaje religioso : se lo consulta para la construcción y la organización del hospital, y para la prescripción y dirección de los tratamientos. El hospital pasa entonces a ser un lugar particularmente privilegiado para la acumulación de casuística, el ensayo y la aplicación de nuevas terapéuticas, y, correlativamente, el ámbito natural para la instrucción de los médicos, instrucción hospitalaria que se instituye normativamente como obligatoria hacia finales del siglo XIX. De este modo, la medicina deja de ser esencialmente una medicina del individuo para convertirse en una medicina de poblaciones.

Como lo señala Lacan en su conferencia titulada «Psicoanálisis y medicina» (1966), si la medicina se instituye finalmente como científica, no lo hace tanto en función de su evolución interna, como consecuencia del desarrollo de su propio saber, dado que en cierto sentido ella ha sido siempre "científica", ya que en cada época, en cada momento histórico, se ha referido a los saberes vigentes como tales. Lo que cambia verdaderamente a partir del Siglo XVIII es la ciencia misma, si tomamos como paradigma la física-matemática a partir de los descubrimientos de Newton y de Galileo. La incidencia del saber de la ciencia en el mundo, afecta por supuesto al mundo y alcanza inevitablemente la posición del médico, sus recursos, su capacidad de acción, pero también y fundamentalmente, la calidad de las demandas que ese mundo empieza a dirigirle. Cuestión que entraña también una modificación de su personaje y su figura, en tanto ese personaje y esa figura forman parte ineludible de su posición.

Un proceso semejante se produce, poco tiempo después, en el plano de la concepción de los manicomios, la consideración de la locura y el tratamiento de los locos. Al respecto, recordemos que en el transcurso de esa misma conferencia Lacan saluda la aparición de la «Historia de la locura en la época clásica» de Michel Foucault, libro que ha devenido a su vez, como paráfrasis de su título, un texto clásico. Lacan subraya que su lectura podría ayudar al psiquiatra a entender algo acerca de su propia posición.

El Capítulo IV de esa «Historia ...», titulado el "Nacimiento del asilo", constituye una referencia ineludible, pocas veces eludida en la formación de los psicoanalistas, los psiquiatras y los psicólogos, de modo que para no extenderme, sólo voy a retener de ese capítulo algunos elementos que me parecen indispensables al desarrollo que me he propuesto seguir y a las conclusiones que espero poderles transmitir.

Se trata de pensar para Foucault, el cambio del estatuto del loco que se establece a partir del Siglo de las Luces, y la enorme modificación que introduce en la psiquiatría la constitución del asilo de alienados como institución terapéutica. Algo que por cierto representa un corte en esa larguísima historia de la psiquiatría que por su extensión a lo largo del tiempo atraviesa inevitablemente una serie de vicisitudes, pero a la que podríamos más que nada caracterizar por sus desconocimientos, sus brutales tentativas de ensayo y error, su incapacidad para aislarse como un objeto preciso; una disciplina en la que durante siglos los pocos conocimientos objetivos logrados se entremezclan con supersticiones, ideas religiosas, prejuicios políticos y otras concepciones oscurantistas, y que, en el plano concreto de su aplicación, evidencia una decidida inclinación por las prácticas abusivas, aberrantes, hasta épocas relativamente recientes.

Uno podría sintetizar la historia de la psiquiatría como la historia de una larga impotencia, tanto en el plano de la constitución del campo de lo observable, en el que pone de manifiesto una clara incapacidad para efectivizar una clasificación rigurosa, como en el plano del establecimiento de una fisiopatogenia definida, específica, de lo que resulta la imposibilidad consecuente de concebir y llevar a cabo una terapéutica eficaz. La "Breve historia de la psiquiatría" de Erwin Ackernecht, de fácil lectura, es suficientemente ilustrativa de esa impotencia y de los abusos que una práctica ciega es capaz de engendrar.

Es sobre el fondo de la extensa crónica de ese oscurantismo, por el que la locura es sancionada con el aislamiento, cuando no directamente con el castigo y condenada siempre a la marginación, que cobra toda su relevancia esa «edad de oro» en que finalmente la locura es reconocida y tratada como tal, como locura, según «una verdad frente a la cual los hombres habrían permanecido ciegos durante siglos».

Existe una fecha precisa de nacimiento de la psiquiatría, en cuanto ese advenimiento puede ser identificado a un gesto que cobra valor de acto y que a finales del Siglo XVIII recorre Europa, cuando Abraham Joly en Ginebra (1787), Vicenzo Chiaruggi en Toscana (1788), William Tuke en York (1796), Philippe Pinel en Bicêtre (1798), y Johann Langermann en Bayreuth (1805), liberan a los locos de sus cadenas.

De todas estas experiencias, Foucault retendrá dos por su valor ejemplar, intentando con su detenida descripción, despejar las coordenadas históricas, los contextos de pensamiento, sociales y políticos que articulan su acontecimiento: la del cuáquero William Tuke y la fundación de un establecimiento especial para alienados con el nombre de «El Retiro» en la británica ciudad de York, y la de Philippe Pinel liberando a los enfermos en Bicêtre, y estableciendo los fundamentos de lo que denominará el "tratamiento moral" del alienado, paradigma de todo tratamiento psiquiátrico posterior.

El Retiro constituye una casa privada, aunque colectiva, sostenida por los aportes de la comunidad, construida en un campo apropiado al trabajo y al descanso de los internos. La terapéutica consiste en una suerte de retorno a la naturaleza, coherente con una explicación de la locura no tanto como enfermedad del hombre como tal, sino como efecto de las pasiones engendradas en él por la sociedad : emociones, agitación, incertidumbre, alimentación artificial, ...

Mucho más políticas las circunstancias que rodean la intervención de Pinel en Bicêtre, inseparable de las convulsiones políticas que se suceden en Francia a partir de la Revolución. De esas circunstancias, Foucault retiene la certeza que formaba parte de la mitología revolucionaria, de que habían sido internados "inocentes" entre los "culpables", gentes de razón entre los locos furiosos. La idea de que las víctimas del poder arbitrario, las víctimas de la tiranía familiar y el despotismo paterno, eran condenadas a vivir sin aire y sin luz en sucias mazmorras, excitaba la imaginación de los republicanos; se temía, en fin, que Bicêtre fuera el escondite de los opositores políticos, el epicentro de una inquietante conspiración.

Philippe Pinel, médico internista célebre y valorado, es nombrado director de Bicêtre en 1893, siendo considerado lo suficientemente republicano como para no proteger a los funcionarios del antiguo régimen, ni demasiado favorable a quienes perseguía el nuevo ; lo que lo revestía de una indiscutida autoridad moral.

En su artículo «Pinel, Esquirol, Freud, Lacan», Ph. Julien describe cómo la liberación de los locos de sus cadenas se inscribe, en un movimiento de ideas que el libro del propio Pinel, «Tratado médico filosófico sobre la alienación mental y la manía», publicado en 1902, expresa con claridad. De las muchas cuestiones que se podrían desarrollar, retengamos la idea de que la fundación de la psiquiatría es correlativa de la emergencia de un nuevo sujeto, por cuanto a partir de Pinel y de su discípulo Esquirol, este objeto satanizado y perseguido por la Inquisición, esta especie de bestia salvaje sobre la que se ensayan las más crueles y disparatadas terapéuticas, es por fin considerado un enfermo, palabra clave de la fundación del asilo.

Si el alienado es un enfermo, merece, por tanto, un tratamiento acorde a su condición. Lo que es posible porque a partir de la Revolución, el hombre es un amigo del hombre, es un amigo del género humano, y sabe reconocer el imperio de la razón universal allí donde hasta hace poco se la desconocía: en el niño (tal como lo hace Rousseau en el Émile), en el salvaje (como el niño lobo de Aveyron), en el insensato. No se tratará entonces de encerrarlo de por vida con los vagabundos, ni de excluirlo de esa sociedad de los ciudadanos que la consigna «libertad, igualdad y fraternidad» enuncia en su magnanimidad.

La locura deja de pertenecer al campo político-religioso para incluirse en un orden médico: el acto de Pinel arranca al insensato de las categorías de la criminalidad peligrosa de la prisión, y lo aparta de las enfermedades somáticas propias del hospital, para ofrecerle la posibilidad de vivir en una institución especializada durante las veinticuatro horas del día. Esa institución, el asilo, torna factible el tratamiento del alienista, y parte de concebir a la locura como una enfermedad curable.

Ph. Julien señala que este extraordinario cambio de perspectiva sobre la locura que se encuentra en el origen de esa nueva disciplina que representa la psiquiatría, no surge, por cierto, de la nada. Aparece en verdad, como consecuencia del retorno en el seno de ese cambio de régimen por el que la república desaloja a la monarquía, de una vieja tradición filosófica, la sabiduría estoica, cuyos principales representantes han sido Séneca, Cicerón y Plutarco en la historia de las ideas. Y así, a la distinción tradicional entre el alma (psyché) y el cuerpo (soma), fundadora de dos disciplinas que se ocupan de sus respectivos desordenes, la filosofía y la medicina, Pinel propone la asunción por parte del médico del lugar del filósofo, y la creación entonces de eso que llama «medicina filosófica» como medicina del alma, es decir, de la psyché. Creación que cristaliza en la lengua en nuevos sustantivos : psicólogo (1760), psicológico (1795), psiquiatra (1802), psíquico (1808), psiquismo (1829), psiquiatría (1846). Serie a la que debemos agregar el término «psychanalyse» que Freud forja por primera vez así, en francés, en una carta a Fliess de 1896, y que si bien se inscribe en la tradición médico-filosófica de la «psyché», representa, como veremos, respecto de ella, una solución de continuidad.

Para la tradición estoica, los desarreglos de la razón son consecuencia de una pérdida del control de las pasiones, de modo que las pasiones han triunfado sobre la razón. La pena desmedida, la excesiva tristeza, la desdicha amorosa, el fanatismo religioso, la exaltación de la ambición se encuentran en el origen de esa explosión o de esa restricción pasional que caracteriza respectivamente la manía o la melancolía. El desarreglo pasional constituye la causa del trastorno de las facultades morales, y el libro de Esquirol de 1805 lo indica en su título : «Las pasiones consideradas como causas, síntomas y medios curativos de la alienación mental». Pero si la locura es consecuencia de un exceso o una merma de la pasión de la que la razón resulta víctima, el enfermo es originalmente responsable de aquellas pasiones que se encuentran en su origen. Responsabilidad que indica la existencia de un sujeto, y establece un punto de amarre entre el psiquiatra y el enfermo, haciendo factible el lazo indispensable a un «tratamiento moral». Tratamiento al que su creador, Philippe Pinel, define como el "arte de subyugar y de domar" al alienado, por la vía de una estrecha dependencia del enfermo a un hombre cuyas cualidades físicas y morales ejemplares sean capaces de ejercer sobre él un imperio irresistible hasta incidir en el curso de sus ideas.

El psiquiatra se instala en ese lugar de autoridad central, hipnótico, que debería ocupar una razón capaz de reinar sobre las pasiones descontroladas, y el aislamiento sirve entonces a sustraer al enfermo de toda otra influencia que la del médico, quien debe regir sobre el intelecto, la voluntad, y las facultades morales superiores del enfermo, instituyendo algo así como el área de influencia determinante de un «Yo fuerte» capaz de sustituir «el Yo enfermo» del enfermo, concepción vigente en ciertas corrientes analíticas actuales, y que representa una suerte de lastre psiquiátrico en nuestra comunidad.

Respecto de esta posición de dominio del alienista, Foucault indica que no es su calidad de médico lo que le confiere su autoridad en el asilo, sino esta facultad moral que asegura su supuesta «prudencia». La profesión médica es exigida en realidad como una garantía jurídica y moral más que como una certificación de orden científica o una especialidad. El alienista cura por su ejemplo, por su influencia; debe por ello ser un hombre íntegro, virtuoso, "estoico", para poder llevar adelante esa inmensa tarea moral que el asilo emprende y que es la única capaz de restablecer la ascendencia de la razón en el insensato.

 

Tanto el hospital general como el hospital psiquiátrico, reconocen así el origen de su constitución en ese ámbito de exclusión que instauran las paredes del hospital medieval, como espacio de aislamiento y de exclusión social. La introducción en ese ámbito del médico, oficiante de una práctica eminentemente individual, da origen al médico moderno y a la medicina como práctica hospitalaria, medicina de poblaciones, medicina científica, sólo viable a partir de la acumulación de casuística y el registro de la evolución de las enfermedades que posibilita el hospital. De modo semejante, la introducción del médico como figura de autoridad moralmente respetable en el ámbito del manicomio, concretada en el espíritu de las ideas de la Revolución, transformará el carácter de prisión del manicomio en un instrumento terapéutico, dando origen al asilo, al alienista y a la psiquiatría como especialidades médicas.

Ahora bien, y retomando el hilo inicial, si intentamos situar las coordenadas de la intervención analítica en este ámbito, definido entonces como un espacio médico, o más bien, medicalizado, en cuanto la medicina moderna es efectivamente tributaria del desarrollo de la ciencia, habría que precisar que más allá de las invitaciones que eventualmente se le dirigen, y del modo en que su presencia puede ser procesada administrativamente, el psicoanalista no podría desempeñarse en este espacio simplemente como un especialista más. La dimensión propiamente médica del acto analítico -y vamos a tratar de precisar el alcance que podemos dar a semejante expresión-, no se refiere en todo caso al recorte en un campo objetivable de un determinado fragmento de la realidad, como puede serlo una parte del cuerpo (los ojos, la garganta, el sistema digestivo, el sistema nervioso, etc.), un área de trastornos específicos (lo «somático», lo «mental», etc.), o un cuadro definido por determinados síntomas (de conversión, trastornos de conducta, síntomas psicosomáticos, etc.), inclusive si la mayoría de las veces es a partir de alguna de estas referencias que la intervención del analista es requerida.

Para intentar dar cuenta de la especificidad de su acción, es necesario en primer lugar, partir de reconocerle al hospital su doble valor de ámbito de segregación y de refugio, de asilo, en el sentido en que efectivamente puede albergar y alberga, desde siempre, una cantidad de demandas que exceden en mucho las respuestas que la formación del médico moderno le provee para dar. La función social del hospital lo predispone a ocupar el lugar de un destinatario privilegiado, una suerte de imán al que las demandas de quienes sufren se dirigen, demandas que pueden tomar formas diversas, más o menos confusas, con un grado variable de compromiso social, planteando problemas de orden ético, de orden jurídico, incluso policial, y cuyo tratamiento no podría restringirse a decodificarlas universalmente como una búsqueda de supresión de la enfermedad.

Hay, al respecto, dos afirmaciones de Lacan, dos citas, que me gustaría recordar. La primera pertenece a «Psicoanálisis y medicina», y se refiere a la demanda del enfermo, por cuanto Lacan recuerda que es por esa demanda que el médico en sentido pleno se constituye como tal. Y agrega, hacia el final de la conferencia, que algo de esa dimensión médica, de la antigua función del médico, perdida por la incidencia de la ciencia en el mundo y las demandas que ese mundo alcanzado por ella ahora le dirige, ha sido heredada por ese personaje recién venido que representa el psicoanalista. Para sorpresa de los propios analistas, concluye su intervención confesando que siempre se consideró como un misionero del médico, y que la función del médico es análoga a la del sacerdote y no se limita al tiempo que cada uno le dedica.

La segunda afirmación puede ser leída en diferentes seminarios y escritos, como en el Seminario XI o en «Subversión del sujeto ...» y en ella Lacan señala que el sujeto del psicoanálisis es el sujeto de la ciencia, es decir, el sujeto que la ciencia forcluye, el sujeto que la ciencia excluye absolutamente en su constitución. Lo que si por una parte sitúa cierta contemporaneidad del psicoanálisis respecto de la ciencia, tesis que Lacan sostiene reiteradamente, vale decir, que el psicoanálisis sólo podría haber surgido a partir de la constitución de la ciencia, sitúa también la especificidad de su acción. Si la ciencia instituye, en su vocación de universalidad, un universo sin falta, situando su validez en el terreno de un para todos, el psicoanalista, por su parte, se ocupa de aquello que es dejado de lado en esa institución, aquello que escapa a esa totalidad, aquello que falta, dando lugar a la singularidad del sujeto, a la particularidad de su deseo, aquello que, inconmensurable, se opone absolutamente a cualquier cuantificación o a cualquier comparación, por no ser siquiera idéntico a sí mismo.

Si la «función del médico» no se confunde para Lacan con su tiempo de dedicación, es porque esta función no se agota sencillamente en el ejercicio de una tarea, al encarnar, como el sacerdote, un lugar, un lugar de transferencia, capaz de albergar las interrogaciones fundamentales sobre la vida, sobre la muerte, sobre el sexo, sobre la paternidad...

Es en la medida en que en la demanda que se le dirige, el psicoanalista puede escuchar y hacer escuchar un deseo, un deseo que no se reduce simplemente al pedido de supresión de una enfermedad, que el analista toma distancia de toda intervención médica. Y ocurre que cuando la aparición de ese deseo se hace oír de manera flagrante en una sala de cínica médica, se suele recurrir al servicio de «psicopatología», por cuanto el médico se ve confrontado en la demanda con algo que supera la respuesta que la tecnología y la aparatología en la que se tiende a entrenarlo, ponen a su disposición.

No se trata entonces de una «especialidad» determinada por un segmento del cuerpo, o un área de expresión de los conflictos, lo que podría legitimar la intervención del psicoanalista, sino la puesta en juego en la demanda de un deseo al que su escucha intenta dar lugar, y que sitúa entonces su práctica en referencia no sólo a la ciencia, cuyo horizonte es necesario para contextuar lógicamente sus coordenadas, sino a la ética; una ética que Lacan hacia el final de su enseñanza coordina a un «bien decir», y que como concepto traduce esta aporía que en sus propios términos constituye la disciplina en la que el psicoanalista se aventura, la de una "ciencia del sujeto".

Dar lugar al sujeto exige poner efectivamente en suspenso las respuestas preestablecidas, los saberes, los ideales, lo que se debe o no se debe hacer, supone por lo mismo des-suponer el saber a la institución, en algún sentido descompletarla, destotalizarla, para poder dar lugar a lo inesperado de una singularidad, no desconociendo, por supuesto, la dificultad que implica que la sorpresa es, por esencia, enemiga de lo burocrático.

Algo que por supuesto es también válido en el campo de las instituciones psiquiátricas. Si la posición del psicoanalista representa el reverso de la posición del amo, se encuentra en las antípodas de aquella postura que señalamos como ubicada en el fundamento del tratamiento moral que da inicio a la historia de la psiquiatría, esa relación de dominio y de sumisión al virtuoso ejemplar que encarna el alienista. Reconocer en el psicótico un sujeto, supone reconocer su responsabilidad, reconocer en él la instancia de una elección, y respetar, al mismo tiempo, las modalidades singulares que él procura espontáneamente para el tratamiento de ese real del que es víctima y que impulsa su trabajo en el delirio, el pasaje al acto, y cualquier otra forma de manifestación que se identifica con su locura. La evolución de la actualidad psiquiátrica, signada por el progresivo reduccionismo de la clínica al estudio del metabolismo de los neurotransmisores y las neurohormonas, desafía también la posición del analista.

Los avances de la psicofarmacología ofrecen instrumentos nada desdeñables en la clínica, y no deben por cierto ser desdeñados. Pero reconocer la utilidad de un instrumento no significa confundirlo con una finalidad, ni superponer su eficacia a una teoría de la causalidad que desconoce la singularidad de las vicisitudes de la historia y las elecciones del sujeto. A riesgo de que la pretensión de universalidad haga surgir en el horizonte un fantasma de robotización masiva. Es decir, un dilema ético; como los que la institución propone cada vez al analista, allí donde los requerimientos institucionales, administrativos, judiciales, las exigencias de premura, o eficacia, amenazan condicionar su desempeño, ignorando que es el campo del deseo del sujeto, como deseo del Otro, como deseo inscripto en el inconsciente, el que da fundamento y razón a su intervención.

 

Querría concluir haciendo una breve referencia a dos textos, uno de Freud y otro de Lacan, que permiten de alguna manera entrever el espacio previsto por ellos en el psicoanálisis a la institución hospitalaria como institución asistencial. El primero preside obligadamente cualquier reflexión sobre la práctica hospitalaria, es una intervención de Freud en el Vº Congreso Psicoanalítico Internacional realizado en Budapest en 1918, conocida bajo el título de «Los caminos de la terapia analítica». Se trata de una conferencia de un tono francamente optimista, y Freud concluye su lectura haciendo alusión a un futuro promisorio que podría parecer ilusorio a sus oyentes, tenida cuenta que esta lectura se desarrolla en el contexto de la primera guerra mundial, y que los analistas son pocos numerosos, y la capacidad de tratamiento de cada uno se limita a un número reducido de pacientes, pertenecientes en su mayoría, a las clases más pudientes de la sociedad. Imagina entonces que una determinada forma de organización permitirá incrementar la cantidad de analistas, y facilitar el acceso al análisis de las clases más desfavorecidas, cuando despierte la sensibilidad del Estado frente a las necesidades de los más humildes, que tienen, dice Freud, tanto derecho «al auxilio del psicoterapeuta como al del cirujano». Prevé entonces, que se crearán instituciones «médicas» en las que habrá analistas que, bajo la modalidad de un tratamiento gratuito, estarían encargados de «conservar capaces de resistencia y rendimiento a los hombres que, abandonados a sí mismos, se entregarían a la bebida, a las mujeres próximas a derrumbarse bajo el peso de las privaciones, y a los niños, cuyo único porvenir es la delincuencia o la neurosis». Concluye su exposición con una frase, cuyos términos han podido suscitar cierto malentendido: «Asimismo, en la aplicación popular de nuestros métodos, habremos de mezclar quizás el oro puro del análisis al cobre de la sugestión directa, y también el influjo hipnótico pudiera volver a encontrar aquí un lugar como en el tratamiento de las neurosis de guerra. Pero cualesquiera sean la estructura y composición de esta psicoterapia para el pueblo, sus elementos más importantes y eficaces continuarán siendo, desde luego, los tomados del psicoanálisis propiamente dicho, riguroso y libre de toda tendencia».

Aunque para entender parte el alcance y el sentido de esta predicción. sería necesario consignar el contexto en que ella es realizada. En primer lugar, tener en cuenta que pese a ser considerado internacional, de este Congreso participan muy pocos analistas y aún menos extranjeros, no más de 42 en total, entre analistas y lo que Jones llama, en una jerga decididamente política, «simpatizantes». Es considerado de todas maneras un éxito, porque las autoridades militares de Hungría han recibido entusiastas a los psicoanalistas en la esperanza de que el psicoanálisis podría colaborar en la cura de ese trastorno tan frecuente en los combates de trinchera que representan las neurosis traumáticas. Y a partir de un libro de Simmel, y la labor realizada por Abraham, Eitington y Ferenczi en distintos hospitales y clínicas neurológicas, las autoridades proyectan la creación de instituciones psicoanalíticas para el tratamiento masivo de las neurosis de guerra.

Con la derrota austro-húngara y el derrumbe económico que le sucede, el proyecto oficial queda finalmente en la nada. Freud sólo podrá confiar entonces en lo que ya anticipaba como el recurso más probable, la beneficencia privada. Dos años después, Eitington, el único de los analistas que en el entorno de Freud cuenta con una fortuna personal, crea, intentando adecuarse a la inspiración freudiana, el primer policlínico psicoanalítico, el Instituto Psicoanalítico de Berlín, que tendrá una larga historia y una fuerte incidencia en la construcción de la Asociación Psicoanalítica Internacional.

En fin, respecto de Lacan, quería muy brevemente retomar la puntuación que en su artículo dedicado a «El psicoanálisis aplicado» Alexandre Stevens realiza del «Acta de fundación» de 1964, con el que Lacan funda su propia institución, que se denominará al poco tiempo Escuela Freudiana de Paris. Lacan establece en esa acta las áreas en que la práctica de los analistas debería ordenarse, en términos de secciones, y propone tres.

En primer lugar, la sección del psicoanálisis puro, que corresponde a lo que clásicamente se denomina "psicoanálisis didáctico", y se refiere entonces al análisis del analista, la cuestión del control, la formación, y todo lo que hace al cuestionamiento de su implementación, estableciendo expresamente que en ella serán aceptados los no médicos, dado que el psicoanálisis no supone una técnica terapéutica. En segundo lugar, la sección que denomina de recensamiento del campo freudiano, en relación a la intersección del psicoanálisis con otras disciplinas y especialmente con la ciencia, indicando que respecto de lo que denomina ciencias conjeturales, el psicoanálisis no podría constituir una experiencia inefable, esto es, exige y debe ser formalizada. Finalmente establece una tercera sección que denomina sección de psicoanálisis aplicado, dando a este término una acepción especial en tanto no lo refiere al sentido clásico de una "aplicación" del psicoanálisis al terreno de las artes, la cultura, el estudio de las religiones, sino a aquello que entiende como el espacio apropiado a la interrogación de la terapéutica, la clínica médica y la nosografía psiquiátrica.

Cada una de esta secciones dio lugar en la Escuela de Lacan a través de los años, a una concreción institucional específica. La sección de psicoanálisis puro se encuentra en el origen de la experiencia del pase; la sección de recensamiento del campo freudiano, llevó a la creación del departamento de Psicoanálisis en la Universidad de Paris VIII, primero en Vincennes y luego en Saint-Denis ; la sección de psicoanálisis aplicado se halla vinculada a lo que se denominó poco después "sección clínica", que encuentra su inicio en un acuerdo entre el Departamento de Psicoanálisis y determinados servicios psiquiátricos, como ámbito específico de realización en el que interrogar la clínica freudiana, y en especial, la clínica de las psicosis. Pero, por extensión, y siguiendo en esto el artículo de Stevens, podemos considerar que el ámbito hospitalario es particularmente proclive a esta concepción lacaniana de «aplicación» del psicoanálisis, en la medida en que posibilita efectivamente el estudio y la interrogación de los criterios terapéuticos en el contexto de la clínica médica y en relación a la nosografía elaborada por la psiquiatría.

No deja de ser curioso que tanto Freud, en esa referencia al oro y el cobre, como Lacan, en relación a la noción de un psicoanálisis «puro» (denominado más tarde «psicoanálisis en intensión»), hagan referencia a una cuestión de pureza, atribuyendo de un modo más o menos explícito a la práctica institucional algún grado de «impureza». No creo necesario atribuir a esa metáfora otra connotación que la de designar la participación del analista en un campo de práctica, en el que de un modo efectivo se ve confrontado a una serie de requerimientos y exigencias que exceden el plano estricto de la demanda del enfermo.

Ante lo que hay que tener en cuenta que si el psicoanálisis es la cura que se espera de un psicoanalista, el desempeño del psicoanalista no se restringe al ámbito de la cura: el campo del psicoanálisis en extensión sitúa al psicoanalista en el compromiso de sostener la especificidad de su deseo, su "bien decir", en un territorio que va por cierto mucho más allá que el impuesto por los límites de las relaciones con los otros analistas, y plantea muchos otros problemas que el de su formación. Confrontado con la demanda social y debiendo poner a prueba la cuestión de la "funcionalidad" social de su praxis; el psicoanálisis pone en juego allí algo de su futuro y de su suerte.

Es en este terreno que corresponde a lo que en alguna parte hemos llamado la práctica del psicoanalista, que el analista es invitado actuar en el ámbito institucional, tanto en el área de los consultorios externos, como en la interconsulta, la guardia, el hospital de día, la presentación de enfermos, y todas aquellas formas de ejercicio clínico, enseñanza y transmisión, que intentaremos a lo largo del seminario interrogar en sus límites y en sus condiciones de posibilidad.


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