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Seminario
Topología y Psicoanálisis
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Clase 6
Algunas observaciones sobre el lugar de la topología
en la formalización de la experiencia analítica

A cargo de : Mario Pujó


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En primer lugar, quiero agradecer a María Casas y a Liliana Szapiro la invitación a participar en este seminario, que se propone investigar la función de la topología en el psicoanálisis, cuestión que, a partir de la enseñanza de Lacan, ha devenido insoslayable. Me parece pertinente aclarar desde un comienzo que no soy un «especialista» en el tema; me he topado con la topología de manera inevitable al entregarme a la lectura -y en alguna oportunidad, a la traducción- de los seminarios de Lacan, y me he visto, como tantos otros, en la ardua situación de tener que descifrar sus alcances, su evolución, sus reformulaciones, recurriendo muchas veces, dada la aridez de los recorridos exigidos, a la ayuda de alguien versado en cuestiones de lógica y matemáticas. Me he visto llevado así, como cada cual en su momento, a enfrentar el horror que ciertas fórmulas suelen despertar en quienes hemos elegido una orientación «humanística» para, con el tiempo, llegar incluso a divertirme con ellas.

Pero no ser un «especialista» no representa en verdad una dificultad; al contrario, constituye más bien una condición, una condición necesaria. Es lo primero que se nos enseña cuando nos acercamos a la topología de Lacan: ella no puede ser pensada como una especialidad -se nos advierte-, un fragmento extraíble del conjunto de su enseñanza, a la manera de un capítulo aparte, específico, pasible de ser trabajado por expertos que, en tanto tales, se situarían en un plano de reflexión ajeno al psicoanálisis propiamente dicho.

Es una cuestión fundamental a considerar en el momento de introducirnos al tema, porque no basta con señalar que la topología está presente de un extremo al otro en la enseñanza de Lacan, lo que es absolutamente cierto; ella tiene una presencia velada, potencial, apenas alusiva en los comienzos, para encontrarse explicitada de una manera franca hacia el final, ocupando casi con exclusividad el corpus principal de sus últimos desarrollos. Pensemos que los dos últimos seminarios, «Momento de concluir» del año 1977-78 y, en particular, «La topología y el tiempo» de 1978-1979 (seminarios a los que tuve oportunidad de asistir, sin entender, como la enorme mayoría de los que allí nos encontrábamos, prácticamente nada) transcurren casi en su totalidad en torno a esos enigmáticos nudos que Lacan dibujaba prolijamente con marcadores de colores y una expresión severa, sobre grandes hojas de papel que despistaban, desde el pizarrón, a la nutrida audiencia que se reunía en el aula mayor de la Facultad de Derecho. Algunas palabras arrastradas con voz grave, y esos dibujos en los que Lacan se enredaba y en los que parecía extraviarse, enfrascado en una discusión que sostenía en un mundo aparte y a la vista de todos, con unos pocos entendidos ...

Es indudable que la topología de los nudos constituyó una verdadera pasión para el Lacan de los últimos años, a la que se entregó en una travesía no completamente descifrada pero asumida en su imprevisibilidad; «ya no encuentro, busco», corrige Lacan en el Seminario XXIII el entusiasmo que en el Seminario XI lo llevaba a afirmar como Picasso «yo no busco, encuentro».

Lo que con cierta irreverencia Elisabeth Roudinesco denomina «el planeta borromeo» para designar ese peculiar ámbito de reflexión que habita Lacan hacia el final de los años '70, está sin duda enmarcado en una atmósfera de búsqueda difusa e inacabada. ¿De qué intenta dar cuenta en esa obstinada aventura topológica cuyos tropiezos no hacen más que acicatear su entusiasmo y retroalimentar su tenacidad? ¿Cuál es el límite que vuelve a encontrar una y otra vez y que se propone insistentemente remontar, para entrever sino un fracaso al menos un aceptado pesimismo que recae sobre las esperanzas en ella depositadas? Voy a intentar aproximar estas dos cuestiones, no con el propósito de responderlas completamente -lo que escapa a nuestras posibilidades presentes-, sino para reconocer cuando menos el sentido que ellas albergan, es decir, la perspectiva que guía el recorrido del último tramo -¡casi diez años!- de esa zigzagueante enseñanza en la que se comprometió Lacan.

Si la topología va tomando una importancia progresiva a lo largo de ese recorrido, para ocupar cada vez más tiempo y más espacio en cada una de sus lecciones (suscitando un verdadero quiebre en el plano de la comprensión entre el maestro y muchos de sus seguidores más íntimos), es fundamental entender que para Lacan no existe divorcio entre su práctica de analista y ese prolongado trabajo sobre los nudos que despliega ante una asistencia atónita; no hay, al menos, una distancia entre esa práctica y ese trabajo que pueda ser concebida en el orden de una puesta en imágenes o una representación, a los fines de su comunicación pública.

Lacan se empecina en sostener que hay una estricta continuidad entre su experiencia como analista y esos «ronds de ficelle» que desenvuelve ante nuestros ojos, porque es esa misma experiencia lo que la topología encarna. Se trata de una pretensión muy fuerte, que implica sostener que no hay corte entre la clínica y la topología, porque la experiencia analítica misma es topología ...

Esta idea, francamente difícil porque desafía nuestra intuición inmediata, es algo cuya discusión puede leerse, por ejemplo, en un artículo relativamente antiguo de Jacques-Alain Miller, titulado «La topología en la enseñanza de Lacan»(1), cuya lectura recomiendo. Es un texto útil para aproximarse al tema, porque sin introducirnos estrictamente en sus «arcanos», desarrolla con claridad la pregunta acerca de la función de la topología, cuyo complejo estatuto se vislumbra en todo su alcance al tomar en cuenta que Lacan lo considera «no metafórico» Problema decisivo que si bien tiene un rango preliminar a muchas de las formulaciones que han venido trabajando a lo largo de este seminario en relación a las distintas figuras topológicas, apunta a situar, como condición, el marco de lectura donde esas figuras deberían adquirir su sentido en el plano de nuestra clínica.

Dicho esto, resultaría bastante curioso a un observador que se pretendiera desprevenido, que si la topología de Lacan no es separable del corpus de su enseñanza y no constituye un área delimitada dentro de su extenso desarrollo, sea necesario advertirlo de una manera tan reiterada e insistente. Si debemos prevenirnos contra cierta tendencia a hacer de la topología una disciplina específica en el campo del psicoanálisis es porque en los hechos ella ha sido regularmente distinguida y abordada, preferentemente, como una especialidad.

Un analista amigo, a quien respeto y aprecio -como amigo y como analista-, suele decir que la topología no representa para él ninguna dificultad: cuando se encuentra con esos extraños dibujos en algún seminario, no se hace el menor problema, sencillamente los saltea; lo que representa una actitud mucho más frecuente de lo que usualmente se admite. Ya que muchos seguidores de Lacan tratan de hecho a la topología como un capítulo que sistemáticamente postergan en sus lecturas, para una siempre diferida retoma posterior.

En esta misma perspectiva de especialización, es imposible desconocer el papel que ha tenido y tiene la figura del topólogo en los grupos analíticos. Es sabido que Lacan reservaba un lugar destacado al «no-analista» en su Escuela, tal como él propuso concebirla. Si el psicoanalista constituye el resultado esperable de una escuela, su presumible objetivo, su finalidad, no podría nunca constituir su condición a priori; razón por la cual, aún los más reconocidos practicantes del análisis son inicialmente convocados a conformar la Escuela en tanto «no analistas», y son de hecho considerados como tales hasta que -para decirlo de algún modo-, «demuestren lo contrario».

Tal como lo explicita en el «Acta de Fundación» del año 1964(2), para Lacan la Escuela además de ocuparse del «psicoanálisis propiamente dicho», es decir, el análisis hasta entonces llamado «didáctico», debe interesarse por cuestiones atinentes a la clínica en sentido amplio [la relación con la psiquiatría, la clínica médica, el saber psicoterapéutico] y por todo aquello que en ese momento refiere a lo que denomina «relevamiento del campo freudiano», vale decir, el campo de los saberes que son afectados por el descubrimiento del inconsciente. La distinción de estas tres grandes tareas, enunciadas como constituyendo otras tantas Secciones de su Escuela, supone una invitación a todos aquellos saberes que puedan contribuir a la elaboración de la experiencia analítica, es decir, a la construcción de lo que -retomando el nombre que el propio Lacan propone a un conjunto de charlas que realiza algunos años después de regreso en Sainte-Anne-, podríamos llamar el «saber del psicoanalista».

Algo que, enunciado rápidamente, da por sobreentendida y al mismo tiempo nos alerta sobre la existencia de una interrogación central: ¿Hay acaso un saber propiamente psicoanalítico? ¿De qué se compone? ¿Cómo se formaliza? ¿En qué disciplinas se apoya? ¿Qué lugar ocupa la topología en él?

La presencia del «no analista», entonces, el «saber» que encarna, que hace oír, debería interrogar la calidad del saber que la escuela elabora, su legitimidad, su pertinencia. Porque, como sabemos, desde sus inicios el psicoanálisis echa mano en su construcción doctrinaria a distintas disciplinas a las que imprime una torsión singular al tiempo que las expone a un empleo inhabitual. Algo que se hace evidente a lo largo de la obra de Freud, y que ha sido objeto de frecuentes críticas y correcciones por parte de muchos estudiosos. Por ejemplo, el recurso que Freud hace de la biología y la antropología, o la literatura, la filología, la historia de la religión, para conceptualizar ese campo que se le abre inesperadamente, y que tiende a elaborar en la forma de una suerte de «patchwork», de «collage», forjando una imbricación de discursos heterogéneos que juzga necesaria frente a la novedad absoluta con que lo confronta la experiencia del inconsciente. Pero, ¿cuál es el estatuto de este recurso? ¿Se trata de un modelo, una representación auxiliar, una metáfora?

Este debate, antiguo como el propio psicoanálisis, se halla periódicamente reactualizado en su vigencia, como hace un par de años ha sucedido a partir del libro «Imposturas intelectuales» de Sokal y Bricmont, y las polémicas discusiones que supo despertar. Estos profesores de física de New York y de Lovaina proponen «desenmascarar» el empleo que no sólo consideran falto de rigor sino que denuncian como «abusivo y malintencionado», de segmentos establecidos de las ciencias duras, en argumentaciones puramente retóricas de algunas disciplinas llamadas «humanísticas», con una supuesta finalidad de legimitimación (3).

Sin poder detenernos en los detalles de una discusión apasionante pero cuyos términos consideramos mal establecidos, es evidente que la especificidad de la experiencia analítica tal como Freud y Lacan la han concebido en momentos diferentes y refiriéndola a coordenadas distintas, plantea una dificultad que le es propia en relación a los saberes que podrían sustentar su conceptualización. Problema que Lacan percibió con claridad, y en relación al cual entiendo se sitúa su convocatoria al «no analista» . Los reenvío, también aquí, al comentario que J. A. Miller ha realizado sobre este punto en «El Banquete de los analistas», curso editado recientemente en castellano, teniendo en cuenta además y muy especialmente, el lugar que el propio Miller ha ocupado en sus comienzos en la École Freudienne de Paris, proviniendo de una formación «normalienne» en filosofía y una innegable inclinación por el estudio de las cuestiones lógicas. El no-analista se establece así más como un punto de extrañamiento que como un recurso auxiliar, sede de un cuestionamiento de las producciones de la escuela, que debería permitir ordenarlas en relación a los saberes en general(4).

Si el psicoanálisis tiende con cierta facilidad a absorber, asimilar, diría «convertir» a aquellos especialistas que se acercan a él, es innegable que el «topólogo» ha tenido una consistencia especial, que se traduce, por ejemplo, en su notable permanencia y su terca resistencia a esa «conversión». (Pensemos, por ejemplo, la tarea desarrollada por Pierre Soury o Michel Thomé en el entorno directo de Lacan, o, más cerca de nosotros, el papel desempeñado por Carlos Ruiz o Delia Elmer, en distintos grupos psicoanalíticos de nuestro medio(5).) Me parece evidente que esa presencia, esa permanencia, esa regularidad, es algo que ha tendido a promover, por sí misma, el sentido de la topología como una especialidad. Los títulos de muchos de sus libros abonan una tendencia similar. Tomemos, por ejemplo «Cadenas, nudos y superficies en la obra de Lacan» de Pierre Soury, o «La topología ordinaria de Jacques Lacan» de Jeanne Granon-Lafont; en fin, el título del citado artículo de Miller, el de este mismo seminario. Todos ellos tienden a profundizar ese sesgo que, al tiempo que proclama la no especificidad de la topología, por su propia existencia parece reafirmarla. Al punto que no sólo hay «topólogos no analistas», sino que hay analistas a los que se les reconoce cierta inclinación particular por la topología, ligada, de hecho, a su modo de introducirse en el psicoanálisis (6).

Lo que sitúa una tensión propia, la de «la especificidad no específica» de la topología psicoanalítica, vinculada no tanto a su lugar en la formalización de la experiencia, como a las modalidades habituales de su difusión. A lo que no es ajeno el hecho de que se trate de un saber que tiene una consistencia propia, claramente delimitada, una historia y una serie de convenciones y códigos específicos, lo que torna aún más sorprendente que pueda afirmarse su empleo no metafórico.

Es innegable que de esta dualidad ha participado el propio Lacan, tal como lo patentiza al ocuparse de la inscripción del psicoanálisis en los campos del saber.

La relación del psicoanálisis con los demás saberes es una cuestión que ha interesado de manera intensa tanto a Freud como a Lacan, aun si ella se plantea de un modo completamente distinto en ambos, un modo que evidencia un corte sobre el surco de una nunca desmentida continuidad. Porque si los dos insisten en situar el espacio de la praxis analítica en relación al horizonte de la ciencia como su referente esencial -reconociéndose similarmente tributarios de la razón moderna y el espíritu de las luces-, su modo de concebirla y de situarse frente a ella evidencia una distancia que es la misma que en última instancia justifica, en el seno del espacio discursivo inventado por Freud, la partición que el propio Lacan establece al distinguir el campo lacaniano del campo freudiano nombrado por él como tal.

Este trayecto es el mismo que separa la ambición freudiana de inscribir el psicoanálisis en el campo de la ciencia, y la constatación lacaniana -que no es inversa pero le imprime ciertamente un desvío- de que el psicoanálisis se ocupa precisamente de aquello que la ciencia excluye. Para Lacan, no se trata de hacer pasar la práctica freudiana de una suerte de sombrío ocultismo a su pleno reconocimiento por la luz de la razón -preocupación propiamente freudiana- sino de asumir al psicoanálisis como resultado del establecimiento del imperio de la ciencia, ocupándose, precisamente, el analista, del sujeto que su pretensión universalizante no podría más que excluir.

Esta diferencia de posiciones, se hace, por ejemplo, visible, en la elección de las disciplinas que ambos conciben como apropiadas a la introducción del psicoanálisis en la universidad. Lo que nos permite asumir una referencia concreta, ligada, no por casualidad, a la particular relación que vincula el discurso universitario a la propagación de la ciencia.

Así, cuando en 1919 Freud publica (en húngaro) un breve texto titulado «¿Debe enseñarse el psicoanálisis en la Universidad?»(7), se propone responder a lo que considera una conjetura improbable, porque lo que está en juego no es tanto la voluntad de los psicoanalistas para adecuarse a los requerimientos académicos, como el necesario reconocimiento previo por parte del saber oficial de la legitimidad del psicoanálisis. Pero al imaginar la creación de una cátedra, enumera aquellos saberes que a su juicio el psicoanálisis estaría en condiciones de enriquecer con aportes provenientes de su propio campo: la psiquiatría, en primer lugar, la historia de la literatura, la mitología, la historia de la cultura, la filosofía de las religiones. Vale decir, se inclina por aquellas producciones que ponen en juego de manera nítida lo que llamaríamos la eficacia del inconsciente: el síntoma psicopatológico en el caso de la clínica psiquiátrica, y todo aquello que constituiría una suerte de «psicopatología de la vida cotidiana» de la cultura: los mitos, los ritos, los cuentos, las fábulas, las leyendas, las ficciones...

Para Lacan, a su turno, la inclusión de un Departamento de Psicoanálisis es en 1974 una conquista adquirida, consecuencia inmediata de las renovaciones que impusieron en la cultura francesa los motines obrero-estudiantiles de mayo del 68. Pero en ocasión del relanzamiento de ese Departamento(8), propone en un breve texto trabajar cuatro saberes cuyo carácter resulta claramente y a simple vista vinculado a un orden de formalización mucho mayor: lingüística, lógica, topología, «antifilosofía».

Para ambos, la relación con el saber universitario ofrece un doble aspecto, relativo a lo que el psicoanalista podría aportar a la universidad, como a las disciplinas que le interesarían en su formación. Si Freud se atiene más a la primera pendiente, Lacan privilegia la segunda; aunque ambos reconocen, de manera semejante, la singular torsión que la experiencia del análisis impone a cada una de las disciplinas que se propone introducir en su campo.

Para Freud, se trata de poner de relieve la existencia «científicamente verificable» del inconsciente, y sugiere ir a buscarlo allí donde se lo puede encontrar: creaciones de tipo oniroide a las que el psicoanálisis esclarece a través de un procedimiento de interpretación que emplea una clave edípica de lectura. A sabiendas que, en un movimiento de retorno, se halla la posibilidad de pensar la experiencia analítica a través de hipótesis generadas en y para otros espacios de saber.

Freud echa así mano a la antropología y las teorías darwinianas, preocupándose más por su verosimilitud (obtenida a partir de la escucha del inconsciente) que por su veracidad (validada en su campo de surgimiento), apoyado en la convicción que toda formalización lo sería, siempre e inevitablemente, a título provisorio.

Para Lacan, el inconsciente es solidario de su puesta en acto en la cura; de allí la definición propuesta en el seminario XI: «la transferencia, es la puesta en acto de la realidad [sexual] del inconsciente». Se trata de operar sobre él, y a través de él, puesto que, contemporáneo de la cura, el inconsciente se construye en la transferencia. El psicoanálisis es por ello concebido como una praxis, y no una doctrina que podría ser aplicada a otros dominios del saber. Su definición tiene valor de compromiso: si lo que está en juego es el tratamiento de lo real a través de lo simbólico, se torna imperativo articular ese real cuya modificación constituye la apuesta de un análisis, y que se refiere, en última instancia, a la insatisfactoria satisfacción inherente al trabajo de la pulsión.

El campo freudiano, orientado por el inconsciente, se vincula así a los efectos que el significante introduce en el mundo, y se refiere a las consecuencias que en el ser hablante produce la efectuación del orden simbólico; el campo lacaniano, por su parte, atiende a ese real que el lenguaje vehiculiza, y sobre el cual se propone operar: el goce, designado negativamente como falo, positivamente como objeto a.

Es evidente que las circunstancias no son las mismas en 1919 que en 1974, y que la posición del psicoanálisis en la cultura ha variado notablemente entre una fecha y otra. Pero la diferencia fundamental no es relativa a la época, sino a cierta reformulación de las perspectivas que, es cierto, la época ha hecho viable. Allí donde Freud procura a través de la jerarquización universitaria, instalar el psicoanálisis en el dominio de la ciencia, Lacan propone considerar esa instalación como consumada, de un modo impensable para el propio Freud.

Se torna entonces innecesario reivindicar el carácter científico del psicoanálisis, por cuanto su descubrimiento no es considerado factible sino a partir de la instauración de la ciencia moderna, y como una de sus consecuencias. El psicoanálisis se ocupa precisamente de aquello que la razón universalizante de la ciencia deja de lado en su proceso de constitución, y que aparece como un retorno en lo real de lo que en su proceso de simbolización necesariamente forcluye: aquello que Lacan llama «sujeto», empleando un término que Freud deja deliberadamente de lado, en razón de su fuerte pregnancia conciencialista. No es entonces necesario reivindicar el carácter «científico» del psicoanálisis, porque esta solidaridad de origen lo inscribe de hecho en el mismo campo.

Me parece notable que ese salto sobre fondo de continuidad se torne también visible en las formas que ambos conciben para el psicoanalista en tanto personaje social. Porque allí donde Freud se ve llevado a reivindicar de manera explícita el carácter profano del analista en relación a la profesión médica, afirmando que, «médico del alma», no podría nunca ser considerado un miembro de su especialidad, Lacan reafirma el sentido de la extraterritorialidad analítica invirtiendo la perspectiva habitual: la absorción del médico por los requerimientos de un mundo que sirve a los intereses de la ciencia, alcanzado por sus efectos a nivel planetario, transforma la figura del médico en una suerte de mero distribuidor de los agentes terapéuticos que esa ciencia pone entre sus manos. Con lo que Lacan no sólo reivindica el lugar eminente del médico, sino que se reclama él mismo, en tanto analista, heredero de su posición, vinculada desde siempre a una función sagrada(9).

Retomando el hilo de nuestro propósito inicial (comentar el lugar de la topología en las diversas tentativas de formalización de la experiencia analítica), me parece importante destacar el giro que Lacan impone de entrada a esos saberes, tributarios de la ciencia, cuyo estudio nos propone en Vincennes. Lacan procede en cada caso, de modo similar, ahuecando la consistencia de esos saberes al reintroducirles aquello que cada uno excluye en el momento de su constitución. Si cada disciplina delimita un «universo de discurso» que demarca su campo de validación, la primera transformación que la retoma analítica le impone, consiste en el descompletamiento que provoca la reinclusión de la falta que su recorte efectiviza, afectando radicalmente el dominio de la disciplina en cuestión.

Por esa razón Lacan propone hablar de «lingüistería» a propósito de la lingüística, al ocuparse el analista de aquello que el lingüista deja de lado: aquello que bajo la forma del lapsus, el chiste, la homonimia, el calembour, permite atrapar a través de un enunciado el lugar que, en la enunciación, sitúa cierta acumulación de goce. Porque si no hay metalenguaje, y, como tal, la enunciación ex-siste al enunciado, si el decir no es completamente significable en el dicho, y cada dicho reactualiza el acto de decir, la lengua objetiva y objetivada por la lingüística cobra una vida insospechada en tanto «lalengua», palabra con la que Lacan -transgrediendo las normas elementales de la sintaxis- indica que el lenguaje es, antes que nada, «aparato de goce», y que el sentido que nos concierne en tanto analistas es ese sentido íntimo, parcial, fallido, pero siempre logrado en su imposibilidad, que denomina «sentido gozado». La «lalengua» de la que se ocupa el psicoanálisis, es aquella en la que el emisor recibe su propio mensaje de goce en forma invertida, la que goza al decir -el decir goza-, lalengua que se renueva en su vitalidad, escapando a la mortificación que en tanto objeto la ciencia le reserva.

La introducción de ese real que ocupa a la experiencia analítica, el sujeto en tanto falta, en tanto goce, produce un efecto de vaciamiento, de perforación, que destruye el universo cerrado que la noción de «lengua» pretende componer. Pero es oportuno señalar que el término «lingüistería», evidencia también una suerte de devaluación de la valoración de la lingüística, y anota algo del orden de una decepción: las ilusiones de formalización que en los años 50 encarnaba la lingüística estructural, se constatan defraudadas en el Lacan de los '70.

Señalemos en segundo lugar, que la lógica, la lógica del significante, hace explícita esta operación de vaciamiento. Si la lógica formal se sustenta en una serie de proposiciones simbólicas, concebirla como «ciencia de lo real» enuncia ya el giro que Lacan se dispone a imprimirle. Por ello, Lacan se interesa particularmente en los impasses de la formalización que permiten alcanzar en el sin sentido algún «trozo de real», evidenciando la imposibilidad de cada universo discursivo de cerrarse sobre sí mismo.

Lacan retiene por ello de la lógica, aquello que fundamenta esa imposibilidad de constituir un universo; lo que explica su afección por la paradoja de Russell (el catálogo de todos los catálogos que no se incluyen a sí mismos, ¿se incluye a si mismo?), o por el principio de indecibilidad formulado por Gödel en 1935 (a la edad de veinticinco años) y que demuestra la imposibilidad de un sistema deductivo como la aritmética elemental de fundar su propia consistencia lógica interna (10).

La negación del cuantor universal -escritura aberrante desde la perspectiva aristotélica en que se funda-, se permite inscribir los términos paradójicos de una falta bajo la forma del no-todo, y «operar» de ese modo sobre ella.

De manera semejante, debemos entender el sorprendente término antifilosofía que posee, como lo hemos señalado en otra parte(11), una resonancia singular. Se trata de una expresión novedosa, mencionada ocasionalmente, y que no llega a tener un largo desarrollo en Lacan, pero cuyo alcance debe ser cernido en una línea de pensamiento similar. Si Lacan emplea ese polémico prefijo «anti», lo hace, cuando menos, para indicar que lo que de la filosofía nos interesa en tanto analistas no podría referirse a la historia universitaria de los sistemas de pensamiento, cuya trama vela lo real; ni podría tratarse, desde luego, de la proclama de algún fundamento trascendente, el recurso a alguna clave de interpretación universal, la promoción del algún ideal moral o teleológico, renovando, desde el psicoanálisis, las actividades metafísicas del dormir. Se trata, por el contrario, de despertar, lo que exige atravesar el ensueño filosófico para atrapar aquello que en el origen del pensamiento se especifica por un acto, el acto de pensar, como tal inasimilable al pensamiento que lo intenta tramitar, indicando el lugar de un real.

No sería incorrecto establecer cierto paralelismo entre el pasaje de la consideración de los enunciados a la consideración de la enunciación, y el paso de la consideración de la arquitectura de un pensamiento al diálogo con el acto que lo origina, puesto que ambos apuntan a un punto de imposible -imposible de decir que empuja a hablar, imposible de pensar que causa el pensamiento-, cuya consideración desestabiliza el conjunto de los enunciados y los sistemas de pensamiento. Del mismo modo deberíamos señalar una notable homología entre la lógica y la topología en el tratamiento que les reserva Lacan.

Es evidente que en el Lacan de los años '60 y, sobre todo, a partir de los '70, la topología retoma la posta de las esperanzas que hasta entonces cifraba en la lingüística. Algo constatable en el lugar de excepción que le adjudica en su proposición de Vincennes. Porque si el término «lalengua», inmixión de significante y goce, desnaturaliza el objeto de la lingüística, en tanto la lógica es orientada por lo imposible en tanto «ciencia de lo real», y la filosofía es puesta a través de un prefijo negativo radicalmente en cuestión, Lacan no establece ningún procedimiento semejante de desestabilización en su presentación de la topología. Al contrario: «Topología. Entiendo matemática, y sin que en nada aún el análisis pueda (a mi juicio) quebrantarla. El nudo, la trenza, la fibra, las conexiones, la compacidad: todas las formas en las que el espacio evidencia falla o acumulación están allí para proveer al analista aquello de lo que carece; un apoyo otro que metafórico, a los fines de sustentar la metonimia».

Me parece importante retener una de las razones que dan cuenta de esa excepcionalidad. Y es que, como nos lo recuerda Pierre Skriabine, Lacan afirma en «L'Etourdit» que el psicoanálisis opera «a través de la estructura», e, incluso, más sustancialmente, «sobre la estructura». La estructura nombra así la captura del ser viviente por lo simbólico, soportando la articulación del sujeto, el Otro y el objeto; es lo real en juego en la experiencia, en cuanto atañe al modo en que se conjugan y se separan el goce y el lenguaje, el modo en que se anudan los registros R S I (real, simbólico e imaginario). Esta estructura que se define en función de lugares y relaciones, de propiedades que resultan de las posiciones, es ella misma una topología, cuya definición, precisamente en términos de articulación, propone Euler por primera vez, como rama de las matemáticas, en 1736 (12).

Para situarnos mínimamente y haciendo uso de un -espero- no excesivo esquematismo, podemos distinguir tres períodos en el progreso de la topología de Lacan, períodos que son, cada uno, contemporáneos de una determinada concepción de la estructura o, al menos, de una acentuación diferencial de ciertos rasgos de la estructura del hablante.

En el primero, que corresponde a los años '50, y al que llamaríamos el período alusivo, la presencia de la topología se expresa en breves referencias que, a posteriori, demuestran tener una solidez inicialmente insospechada. Hay, por ejemplo, una mención a la estructura del toro en «Función y campo de la palabra en psicoanálisis», en la que Lacan alude a la incidencia «mortal» de lo simbólico, siendo la palabra definida hegelianamente como «la muerte de la cosa». Se trata, en este caso, de la relación mortificante que la palabra introduce en el mundo -la pérdida del referente-, razón por la que la estructura es aquí definida como una cierta relación entre lo simbólico y la muerte, la muerte que la vida lleva. La cita, a menudo retomada, dice textualmente: «Esa estructura es diferente de la espacialización de la esfera o de la circunferencia en la que algunos se complacen en esquematizar los límites del ser vivo y su medio: responde más bien a ese grupo relacional que la lógica simbólica designa topológicamente como un anillo. De querer dar una representación intuitiva suya, parece que más que a la superficialidad de una zona, es a la forma tridimensional del toro a lo que habría que recurrir, en virtud de que su exterioridad periférica y su exterioridad central no constituyen sino una única región» (13).

La mención es breve pero potente, y pone en evidencia que la cuestión era ya objeto de una reflexión intensa, que sólo ve la luz una década más tarde. Se trata, de entrada, de una estructura que incluye la falta bajo la forma del agujero, que permite no sólo concebirlo sino maniobrar sobre él, contrariando la figura del toro nuestra imaginaria inclinación a la circularidad de lo esférico, para introducir en el interior y el exterior el espacio de un vacío, exteriormente interno, internamente exterior.

Como lo consigna Elisabeth Roudinesco, el encuentro de Lacan con el matemático católico Georges Guilbauld tiene a este respecto una incidencia determinante. Estos dos hombres entablaron durante más de treinta años una amistad que no alcanzó pública notoriedad, por cuanto Guilbaud se mantuvo ex profeso a cierta distancia del seminario, al que nunca asistió. Sin embargo, parece haber representado una fuente de consulta permanente para Lacan, ya que ambos compartían una pasión semejante por los nudos (14).

Así, desde 1951, Lacan, Benveniste, Guilbaud y Lévi-Strauss se reúnen regularmente para trabajar la noción de estructura, intentando determinar aquellos conceptos que permitirían establecer enlaces sistemáticos entre las ciencias humanas y las matemáticas.

Pero hasta 1960 la presencia de la topología es extremadamente discreta, y recién se hace manifiesta a lo largo del seminario de 1960-61 dedicado a la Identificación (15). Lacan efectúa entonces un recorrido que explicita la homología estructural que vincula su lógica a la topología, en cuanto ésta es capaz de modular esa lógica en acto.

Partiendo de la pérdida del referente con que el significante afecta al mundo al engendrar el espacio de una falta sobre la que se erige el universo del lenguaje, Lacan intenta dar cuenta de la constitución del sujeto. Se demora, entonces, en la estructura del significante que, saussureanamente, se soporta en su pura diferencialidad: el significante vale por lo que no es, en la medida en que es lo que los otros no son. La positivización de esa negatividad, su ser de diferencia, independiza al significante de cualquier sustancia, al tiempo que le confiere la curiosa materialidad de una estructura esencialmente localizada que sustenta su diferencialidad.

Si lo que está en juego en el significante es el plano de los efectos de sentido, y si la repetición de un mismo significante engendra sentidos diversos, el significante se evidencia diferente de sí mismo en el acto de su propia repetición. La proliferación de las consecuencias de la negación del principio de identidad, desestabiliza cualquier posibilidad lógica de totalizar el conjunto de los significantes; el Otro está entonces barrado, ya sea por su incompletud (la falta de un significante que consumaría el universo de la significación), ya sea por su inconsistencia (cuando esa completud es asegurada por la inclusión de un elemento heterogéneo). Así, a partir de la estructura diferencial del significante (esencialmente distinto de sí mismo), se trata de dar cuenta de la constitución de un sujeto que no sabría identificarse a él, sino a condición de excluirse.

La estructura del sujeto dividido, el Otro barrado, y el objeto que viene a taponar su falta, dan lugar a una proliferación de las faltas, y la estructura, que no es al fin de cuentas más que un modo de organizarlas, debe ser capaz de dar cuenta del modo en que ellas se articulan.

Si el lenguaje introduce la falta en el universo, las figuras de la topología elemental nos permiten aprehenderla en sus diferentes vertientes: así, el toro articula la relación de las faltas que conciernen a la demanda y el deseo, siendo éste cernido a través del recorrido de la serie de demandas que dibujan en el toro de manera inconsciente en su trayecto, el perímetro de una falta central; el ocho interior, es decir, la línea media de una banda de Moëbius, se demuestra homólogo a la estructura del sujeto en su división; y la botella de Klein da cuenta de la relación del sujeto y el Otro como resultado de la adición de dos bandas de Moëbius; la figura del cross cap presentifica el taponamiento que el objeto (disco) ofrece al sujeto hablante (banda de Moëbius) al ser unidos por sus bordes, por cuanto el ocho interior que sutura la banda de Moëbius produce una nueva superficie, el plano proyectivo, del que deriva el cross-cap.

La topología elemental de las superficies aesféricas, a través de la articulación del agujero, da así cuenta de las relaciones estructurales del sujeto, el Otro y el objeto. ¿Pero avanza acaso más allá del terreno de la representación?

El tercer y último período de la topología lacaniana, al que podríamos considerar inacabado, el período de la topología nodal, la topología borromea, hace su aparición en los años '70 a partir del seminario «Ou pire»(16). Se trata aquí también del Otro barrado, el Otro incompleto, el Otro inconsistente, el Otro que no es garante de sí mismo. Pero en «Ou pire» se introduce desde las primeras páginas, un viraje, al que Jacques-Alain Miller ha calificado como un cambio de axiomática(17), que Lacan enuncia con un enigmático y reiterado «Il y a de l'Un» [El Uno existe / Hay lo Uno], repetido insistentemente desde la primera lección. Podríamos abreviar: si hay certeza de lo Uno, de lo que se duda es de la existencia de lo Otro.

Partir de la consideración del deseo (y su axioma: el deseo es el deseo del Otro) o partir de la consideración del goce (y su axioma: el goce es del Uno) entraña un efectivo cambio de perspectivas del que forzosamente se desprenden consecuencias distintas. Si la perspectiva del deseo exige partir de un Otro consistente, para confrontarnos con su incompletud que la topología de la superficie permite maniobrar, la perspectiva del goce torna problemática la existencia de ese Otro, la posibilidad misma de su constitución.

Lo que se ha dado en denominar la escritura nodal, que abarca los últimos seminarios de Lacan, está efectivamente marcada por esta impronta. Se trata siempre de la estructura, pero ahora el acento recae en la articulación de los registros R S I (real, simbólico e imaginario), heterogéneos entre sí El ser parlante se sostiene en esos registros, y algo del goce se encuentra atrapado en su articulación. ¿Pero cómo deviene ella posible?

Las diversas formas del anudamiento intentan dar cuenta de ello, y el borromeísmo constituye el paradigma de la solución ideal: los registros se anudan de tal modo que el nombre del padre, como cuarto nudo implícito, se halla presente en el anudamiento mismo.

La falta del significante del Otro, su forclusión, no es ahora contingente, sino un hecho de estructura. Al partir de la inexistencia del Otro y la certeza de la existencia del goce, el anudamiento se propone dar cuenta de cómo se palia ese déficit estructural, cómo se logra en cada caso una cierta estructuración del Otro, a través de un suplemento que viene al lugar de esa falta de anudamiento estructural. El seminario dedicado a Joyce nos precipita entonces en la búsqueda de las posibles suplencias, para llevarnos a la convicción que frente a la forclusión y el delirio generalizados, el sinthome es sólo una solución particular. Distintos anudamientos permiten vislumbrar soluciones otras: el desanudamiento de los registros propio de la «locura común» o la «debilidad normal»; el síntoma, como cuarto nudo que asegura el anudamiento borromeo de cuatro, característico de la neurosis; el sinthome, que repara la falla de un anudamiento que ya no será borromeo; el nudo de trébol que soporta la personalidad paranoica (18); en fin, el nudo olímpico, el nudo de Hopf, los nudos también proliferan ...

Evidentemente, la cuestión de los nudos se ofrece a una larga investigación que queda por hacer, y cuyo interés reside en su eventualmente estrecha relación con la clínica. Pero en este contexto me parece más pertinente observar que así como la topología de las superficies efectiviza cierta toma de distancia de la lingüística como herramienta de formalización (pensemos, por ejemplo, que en «La Instancia de la letra...», Lacan escribe: «el síntoma es una metáfora, y no es una metáfora decirlo»), habría que considerar, como lo hace Jean Claude Milner, que lo que ha dado en llamarse la escritura nodal efectúa una toma de distancia respecto del mathema y de lo que en términos más amplios llamaríamos la «literalidad» (19). Cabe, por cierto, preguntarse si este trabajo sobre el nudo, y en particular, sobre el nudo borromeo que se propone como «solución perfecta», da lugar efectivo a la posibilidad de una escritura.

Porque cuando Lacan se avanza en el borromeísmo, sabe perfectamente que se introduce en un dominio que si bien es reconocido por las matemáticas como perteneciente a su campo, no se halla completamente formalizado, ya que, a diferencia de las superficies elementales, el nudo y las trenzas son incluidas en el ámbito matemático a título de una suerte de «curiosidades».

Si el mathema, en la esperanza lacaniana, apuntaba al ideal de una transmisión sin resto, el nudo, por su parte, despierta justamente su interés porque se resiste a una matematización integral. Razón por la cual el nudo adquiere toda su relevancia precisamente por oponerse al matema, cuyo modelo se sostenía en el proyecto de literalización de la matemática sostenido en los trabajos del grupo Bourbaki.

El nudo sería en este sentido correlativo de un desencanto, más allá de la lingüística, de la posibilidad de una transliteración algebraica, que acompaña a Lacan desde antes del grafo. Escribe Milner: «No hay matema del matema, ni hay letra de la letra, sólo existe el nudo que permanece ... rebelde a una literalización integral»(20). El nudo se erige así como algo que, refractario a la escritura, se inscribe en el campo de una mostración.

La caída de literalización matémica es correlativa además de una creciente e impredecible producción de calembours y homofonías, contemporánea del interés que Lacan presta a la escritura de Joyce. Como en Joyce, esos juegos de palabras escapan al sentido, las resonancias del Witz, la creación empática de significaciones y, por ello, son consideradas «desabonadas del inconsciente».

Se trata de algo así como de lapsus calculados que no apuntan a la comprensión, sino que constituyen células mínimas de lo que Milner llama «cálculos poemáticos». La caída de la letra en tanto matema, se torna entonces correlativa de la expansión del nudo y de la emergencia de esa forma literal propia de la poesía, que Lacan evidencia revalorizar, como si la literalidad que el nudo apaga fuera necesaria de ser recuperada -sin esperanza alguna en el plano de la formalización-, en el terreno de lo «poemático». Lo que no hace más que confirmar la insalvable distancia que la mostración nodal guardaría respecto de la potencialidad de una escritura.

Me parece importante subrayar que la topología del nudo se ajusta a los términos propuestos por Lacan en Vincennes: «… todas las formas en las que el espacio evidencia falla o acumulación están allí parar proveer al analista aquello de lo que carece; un apoyo otro que metafórico, a los fines de sustentar la metonimia». Pero esta metonimia tropieza con su límite, en la imposibilidad de establecer encadenamientos borromeos; lo que supone un tope a esa deriva que, a través de pequeñas torsiones parecía poder alumbrar una infinita variedad de insospechadas transformaciones.

Pierre Soury reconoce haber comunicado a Lacan su diagnóstico negativo sobre la posibilidad de la cadena borromea, diagnóstico que Lacan amplifica hasta la decepción, para atribuir desde entonces a la topología un valor apenas metafórico (21). El sentido de su escritura se pierde para él allí … ¿Deberíamos hablar de fracaso?

Antes de concluir, y dada la complejidad de muchas de las cosas que apenas he podido esbozar, me gustaría repasar muy brevemente algunos de los puntos que he pretendido indicar:

. La topología se inscribe en un proceso de formalización de la experiencia analítica en la que Lacan se involucró desde siempre, primero desde la fenomenología, luego desde la lingüística, siendo la lógica y el mathema -soportado en la esperanza de una progresiva literalización-, el sustento de un proyecto de escritura que sería propia al psicoanálisis.

. Esta idea de formalización surge de un punto de partida fuerte: el inconsciente estructurado como un lenguaje; lo que significa, como mínimo, que el lenguaje y el inconsciente tienen estructura, y que ella es formalizable.

. Las diferentes disciplinas alentadas por Lacan en la Universidad, apuntan a dar cuenta de aquello que hace a la estructura misma, entendida como lo real de la experiencia: lingüística, lógica, topología, antifilosofía. Se trata de dirigirse a lo real, y la posibilidad de cernirlo a través de su reinclusión en esos campos a los que, por su sola presencia, desestabiliza.

. La topología ocupa un lugar especial en ese proceso de formalización en tanto la estructura es topología: supone la articulación de lugares y propiedades que dependen de esos lugares, y permite la incorporación de la diversidad de la falta en tanto agujero, para maniobrar sobre ella.

. Hemos reconocido tres tiempos en la topología de Lacan. La de los años '50, que intuye la estructura como agujereada, y encuentra su paradigma en el toro. La de los años '60 que, a través de las superficies aesféricas, da cuenta de las relaciones del sujeto, el Otro, y el objeto. Finalmente, la de los años '70, la topología del nudo borromeo que, partiendo de la constatación de la forclusión generalizada de un significante, intenta dar cuenta de las diferentes formas de articulación de los registros R S I, heterogéneos entre sí, que sustenta al hablante y atrapa una porción de goce.

Afirmado esto, ¿es posible hablar en Lacan de una escritura? ¿Logra acaso en su extenso recorrido concretar la ansiada formalización de la experiencia analítica?

Estas preguntas que la consideración del lugar de la topología en su enseñanza nos imponen, no podrían, por cierto, responderse más que en forma negativa. Ya que no hay en Lacan una escritura, no hay en Lacan una formalización, sino distintos esbozos de escritura, diversas tentativas de formalización, parciales, incompletas, inacabadas ...

Pero es importante tener en cuenta que Lacan no es «contemporáneo de sí mismo», vale decir, que los diferentes tramos de su enseñanza no son congruentes entre sí, sin que por ello se anulen. No hay, concretamente, en Lacan, un privilegio forzoso de lo posterior sobre lo anterior -la referencia al grupo relacional del anillo en el '53 es prueba de ello-, sino una serie de desarrollos que se encabalgan sin encajar, una multiplicidad de perspectivas que no coinciden pero que tampoco se desdicen, teniendo cada una su campo de aplicación, y prestándonos, en determinado momento, una notable utilidad. Tal la fuerza -y el estilo- de su talento creador.

Algo que, desde luego, el propio Lacan no ignoraba. Por eso, me parece necesario contemplar la idea de que la relación de Lacan con la topología estaba signada de antemano por esa expectativa; y tanto su incompletud como su inacabamiento estaban descontados de entrada. Su «fracaso» era previsible antes de comenzar, por lo que el sentido de esa formalización encuentra su verdadera justificación en el ejercicio de su propio tránsito, el ir y venir de su recorrido. Algo que, después de todo, es inherente a la estructura que revela el inconsciente: en un acto fallido, el logro reside en su misma falla.

Mario Pujó. Psicoanalista.
TE: (54.11) 4812-7567.
E-mail:
psichos@pinos.com

Notas

(1) Jacques-Alain Miller. La topología en la enseñanza de Jacques Lacan. Matemas I. Manantial, Buenos Aires, 1987, pp. 79-104.

(2) Jacques Lacan. Acta de fundación del 21/6/64. Escansión - Nueva Serie N° 1: La Escuela. Textos institucionales de J. Lacan. Manantial, Buenos Aires, 1989, pp. 8-16.

(3) Alan Sokal - Jean Bricmont. Imposturas intelectuales. Paidós Transiciones, España, 1999. No por casualidad, la edición española dedica el primer capítulo a: «Jacques Lacan», «La topología psicoanalítica» y «La lógica matemática», elección a través de la cual, tomando sin duda en cuenta el interés del público de habla hispana, sus autores elevan a Lacan, no sin alguna malicia, a la categoría de una suerte de paradigma de impostura intelectual posmoderna.

(4) Jacques-Alain Miller. El banquete de los analistas. Los cursos psicoanalíticos de J. A. Miller. Paidós, Buenos Aires, 2000.

(5) El hecho de que aquellos que se acercan al psicoanálisis desde la literatura, la filosofía, la matemática, la lógica, pueden, y suelen, con el tiempo, devenir analistas, es algo que aporta una notable vitalidad al psicoanálisis, y que rompe cierta tendencia a la homogeneidad, al desviarlo de lo que, de otro modo, tendería a ser un triste destino (imaginemos la chatura que podría representar una sociedad de psicoanalistas formada sólo por psicólogos).

(6) Pienso, por ejemplo, en Jean Michel Vappereau, introducido al psicoanálisis desde la topología por el propio Lacan, y que ha tenido estos últimos años una acogida reiteradamente favorable en nuestro medio.

(7) Sigmund Freud. «Sobre la enseñanza del Psicoanálisis en la Universidad» (1919). Biblioteca Nueva, Madrid, 1968, Tomo III, pp.994-996.

Señalemos, al pasar, que Freud tiene una clara aprehensión pública ante los saberes no universitarios, una cautela que, según Jones, es directamente proporcional a su atracción por la parapsicología y el ocultismo, inclinación que decide postergar en beneficio del reconocimiento oficial del psicoanálisis.

(8) Jacques Lacan. «Peut-être a Vincennes». Ornicar? - Bulletin périodique du Champ freudien N° 1. Paris, 1975, pp. 3-5.

(9) Jacques Lacan. Psicoanálisis y Medicina. Intervenciones y Textos I. Manantial, Buenos Aires, 1985, pp. 86-99.

(10) E. Nagel y J. R. Newman. El teorema de Gödel. Editorial Tecnos, Estructura y Función, Madrid, 1979.

(11) Mario Pujó. «La filosofía como experiencia». Prólogo al libro «Jacques Lacan y el debate posmoderno» de Jorge Alemán. Buenos Aires, Colección Filigrana, 2000, pp.13-25.

(12) Pierre Skriabine. «Clinique et topologie». Revue de la Cause Freudienne No. 23, Paris, pp. 117-126.Febreo de 1995.

(13) Jacques Lacan. Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis. Escritos I. México, 1971.

(14) Elisabeth Roudinesco. Lacan. Histoire d'un système de pensée. Fayard, Paris, 1993.

(15) Jacques Lacan. Seminario. Libro X. La identificación. Inédito. La versión que circula en castellano se debe a la traducción que realizamos junto a Ricardo Scavino al comienzo de los años '80.

(16) Jacques Lacan. Seminario. Libro XIX. Ou pire. Inédito. La primera mitad de la versión que circula en castellano, se debe asimismo a la traducción que junto a Ricardo Scavino emprendimos inmediatamente después de la anterior, al comienzo de los mismos años '80.

(17) Jacques-Alain Miller. Curso 1983-1984. Les réponses du réel. Paris. Inédito.

(18) Pierre Skriabine. La clínica del nudo borromeo. Estudios Analíticos II. Locura: clínica y suplencia. Eolia Dor, Madrid, 1994, pp. 85-99.

(19) Jean-Claude Milner. La obra clara. Manantial, Buenos Aires, 1995, p.170.

(20) Ibid, p. 171.

(21) La topología en la enseñanza de Lacan. Op. Cit., p. 98.


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